EL HURACÁN
Cayó la noche sin que el temido salto de viento alborotara el Océano, que se mantenía en una calma absoluta, interrumpida solamente por las oleadas que llegaban de la inmensidad del Sur. La nubecilla descubierta por el pescador de perlas no se había desvanecido, pues un poco antes de la puesta del Sol se la había visto elevarse y dilatarse, invadiendo toda la bóveda celeste.
La piragua flotaba dulcemente sobre las ondas avanzando con lentitud, pues había caído como de improviso el aire, que solamente a intervalos agitaba las velas.
De los tenebrosos abismos del Océano subían a la superficie puntos luminosos cual estrellas errantes dispersándose por la superficie, y, semejantes a lámparas eléctricas, veíanse también los rhizostomes, espléndidas medusas en forma de disco, de granulación oscura, y grandes rayas cilíndricas rodeadas de innumerables tentáculos que las asemejaban a enormes flores azules luminosas, con ligeros reflejos rojos hacia la extremidad.
En lontananza, a ochocientos o quinientos metros de la popa de la piragua, se deslizaban silenciosamente en la estela que dejaba el timón, y sin distanciarse nunca, dos grandes manchas lívidas y fosforescentes. Eran enormes tiburones, iluminados por esa especie de gelatina trasparente como cristal que trasudan los dientes de esos monstruos, y que en la oscuridad brilla como fósforo líquido. Sentado al lado de la barca, Will miraba ansiosamente al horizonte, de donde iban desapareciendo las estrellas poco a poco bajo negras masas. Jody y el malabar, sentados en los bancos de en medio, miraban a las bellísimas rayas, que acudían a millares, y que se dejaban mecer por las ondulaciones que producía la chalupa.
—¡Palicur —dijo de pronto el contramaestre—, coge unos rizos en las dos velas! ¡Dentro de poco no tendremos necesidad de tanta tela!
—Sin embargo, el viento es muy débil, señor Will-repuso el pescador.
—Dentro de algunos minutos se dejará sentir.
—¿Sigue avanzando la nube?
—Y más rápidamente que antes.
—¿No pasaremos tranquilos esta noche?
—¡Temo que no! —contestó el marino haciendo un gesto de duda.
Después añadió, dando un suspiro:
—¡Esta noche me recuerda en la que cometí el delito! ¡También era oscura, y el cielo estaba tan negro como ahora; las rayas y las medusas subían a la superficie, y a popa brillaban la boca de dos tiburones, que devoraron al hombre que yo maté en el peñol del trinquete! ¡Dios me perdonará aquel crimen!
—Me han dicho que era un oficial; ¿es verdad, señor Will? —preguntó Jody.
—¡Sí! —contestó el contramaestre con voz sorda. Después añadió, dando otro suspiro:
—Era el tirano del Britannia; un hombre brutal que parecía gozar ferozmente atormentando a los más débiles de la tripulación, que castigaba hasta hacerles saltar la sangre a los marineros y mozos por una tontería cualquiera, y que me había tomado entre ojos para obligarme a perder el grado que gané con tantas fatigas en doce años de navegación por todos los mares del globo. ¡Todavía llevo las cicatrices que me produjo el gato de las nueve colas con que me castigaba por cosas insignificantes!
—¿Y le mató usted en el peñol? —preguntó Palicur.
—¡Sí! —respondió el contramaestre—. Era una noche como ésta: la tempestad mugía en el horizonte, y me habían mandado amainar un foque.
»Estaba quitándolo, cuando vi aparecer a mi lado al oficial. ¿Qué era lo que iba a hacer allí, cuando su puesto estaba en el puente de órdenes? No lo sé: seguramente iba a vigilarme, con la esperanza de poder imponerme un castigo.
»Entre los dos se entabló un diálogo en el mismo extremo del peñol, y habiéndole dicho que me dejase terminar lo que estaba haciendo, porque corría riesgo de caerme y abrirme el cráneo sobre la cubierta, intentó echarme al mar.
»Perdí la razón. Tenía en la diestra el cuchillo de maniobra para cortar un nudo, y se lo metí hasta el mango en la garganta.
»Cayó dando con la cabeza en la borda, que se manchó de sangre, y el cuchillo, que le dejé en la herida, saltó a la cubierta. El cuerpo se fue al mar, donde lo devoraron enseguida dos tiburones que hacía días que iban siguiendo al Britannia, pero el cuchillo me acusó.
»Reconocido por mí, y como, además, estaba ensangrentado, le fue fácil al Consejo de guerra reconstruir el delito. De nada me sirvió la defensa de mis camaradas, que acusaban al muerto de inhumano y feroz, ni tampoco los precedentes de mi conducta intachable: me condenaron a quince años de reclusión en Port-Cornwallis, donde estaría todavía si…
Un trueno que resonó sordamente, extendiéndose el eco de un lado al otro del horizonte, le interrumpió:
—¡El huracán! —dijo—. ¡Que Dios nos proteja!
Siguió un profundo silencio. No se oía rumor alguno, ni arriba ni abajo. Hasta las mismas oleadas, esa eterna ondulación que aun en la más absoluta calma recorre el Océano, parecían haberse aquietado.
La piragua había quedado casi inmóvil, meciéndose ligeramente entre las rayas y las medusas, que ponían en fuga a millares de isitus, bonitos peces de treinta centímetros de largo que por la noche despiden ráfagas de luz verdosa.
Los tres penados callaban, y miraban con ansia ya al cielo, ya al Océano. Un vago terror se había apoderado de ellos. Aquella tempestad que iba a cogerlos en medio de la infinita extensión líquida en una frágil piragua y tan lejos de la tierra, les había encogido el ánimo, a pesar de ser muy valerosos.
El silencio del mar duró diez o doce minutos; después una serie de truenos de extraño estampido estalló en la gigantesca nube con un crescendo formidable y ensordecedor. En seguida se sucedieron breves y estridentes silbidos: eran las primeras ráfagas del huracán que batían el Océano.
La chalupa, con los balancines bajos para obtener más superficie de apoyo, había vuelto a emprender la carrera, siguiendo siempre el rumbo hacia Poniente con alguna inclinación al Sur.
Will iba al timón; Jody, a la escota de la vela de trinquete, y Palicur, a la del palo mayor.
Bajo el impulso de las primeras bocanadas de aire, el mar comenzaba a mugir sordamente. Breves oleadas se formaban y entrechocaban rápidamente en todas direcciones, amontonándose unas sobre otras con rugidos que ponían espanto.
—¡Sosteneos bien sujetos a los bancos! —dijo el contramaestre—. ¡No olvidéis que si os echa fuera una ola, caeréis en la boca de los tiburones!
—¡Ya no se ven, señor Will! —dijo Jody.
—Nos siguen bajo agua para estar más prontos a echar los dientes al que se caiga. ¡Apostaría cualquier cosa a que están cerca de popa!
En aquel instante un relámpago cegador iluminó el Océano, haciendo ver a los navegantes las montañas de agua que se formaban en los límites del horizonte.
—¡Palicur —dijo Will—, baja una vela y échala encima de los bancos! ¡Es preciso cubrir la carga que llevamos e impedir que entre el agua!
»Así que termines la operación, trae a popa el barrilito del aceite. Nuestra salvación está en eso.
Se ejecutaron las órdenes enseguida, entre un relampagueo incesante y un espantoso fragor de truenos.
En tanto el Océano, barrido y atormentado sin reposo por las ráfagas de aire que aumentaban en violencia, seguía engrosando. Enormes olas se lanzaban sobre la piragua, levantándola unas veces y arrojándola otras en profundos abismos movibles, de los cuales no salía sin gran fatiga.
Sin embargo, su ligereza y los balancines colocados en ambas bordas la hacían flotar como si fuese de corcho, manteniéndose siempre en la cresta de las olas.
Pronto una lluvia diluvial empezó a caer sobre el Océano, aumentando el horror de aquella noche tenebrosa.
Reunidos en la popa los tres penados entre el primer banco y la barra, desde donde podían maniobrar las escotas de la vela mayor, miraban con espanto el mar tempestuoso, preguntándose si la piragua concluiría por ceder a los furiosos asaltos de las olas.
Mil ruidos ensordecedores recorrían la extensión del mar y la bóveda celeste; mugidos de olas, bramidos y silbidos del viento, estampidos de truenos. El estruendo era a veces tan intenso, que los navegantes, no podían oírse.
Arrastrada y combatida la piragua por las rachas del viento y por las olas, huía siempre con rapidez loca, reducida la vela a la menor cantidad posible. Parecía una pelota de goma en las manos de un gigante. Saltaba elevándose de tal modo, que con la punta de sus pequeños mástiles horadaba las masas de vapores que empujaba el viento hacia el Océano; enseguida caía bruscamente, haciendo experimentar a los tres amigos la penosa sensación que se experimenta al rodar por un despeñadero.
Empujando con las manos la barra, procuraba Will evitar las oleadas demasiado grandes y que podían echar de golpe a pique la piragua.
Habilísimo marino, ponía a prueba toda su experiencia para no dejarse arrastrar por la furia del Océano, y que no le sorprendieran de costado las embestidas.
Conservaba una calma admirable, y daba las órdenes con voz tranquila a sus compañeros, que sostenían las escotas.
De pronto lanzó un grito:
—¡Maldición!
—¿Qué ha sucedido, señor Will? —preguntaron Palicur y Jody volviéndose rápidamente.
—¡Abajo la vela, o somos perdidos! ¡Se ha ido el timón, y no puedo gobernar!
—¡Tenemos remos, señor Will! —dijo el malabar.
—¡Que en este momento, y con estos golpes de mar, valen un pito! ¡Abajo la vela, y echemos aceite!
Bajaron la vela de un solo golpe.
El espectáculo que ofrecía en aquel momento el Océano era espantoso. A cada instante caían y chocaban contra la piragua verdaderas montañas de agua, sacudiéndola y haciéndola danzar de un modo desesperado, al mismo tiempo que el continuo relampagueo daba a las aguas tonos lívidos y cadavéricos.
—¡El aceite, Palicur! —gritó el contramaestre procurando hacerse oír entre el fragor de la tempestad—. ¡A babor y a estribor; pronto!
El malabar cogió el recipiente, que contenía por lo menos un galón de aceite, y vertió en las aguas medio litro de un lado y medio del otro.
Entonces se vio en el acto una cosa absolutamente extraordinaria. Las olas se aplanaron como por encanto en derredor de la embarcación, como si la sustancia oleosa que se extendía rápidamente por encima de las aguas les arrebatase la fuerza.
Parecía que en derredor de los navegantes se había hecho casi la calma. Rugían y bramaban las enormes olas más allá de la mancha de aceite; pero su ímpetu se estrellaba en aquella muralla protectora.
Las ráfagas de viento no podían levantar el agua, pues se escurría por aquella superficie resbaladiza.
—¡Es prodigioso! —exclamaba Jody, que apenas se atrevía a dar crédito a sus propios ojos.
—¡Da gracias a Palicur, que ha sido el que ha tenido tan buena idea! —dijo el contramaestre—. ¡Este aceite de coco nos salva la vida!
—¿Y durará hasta que termine el huracán?
—¡Eso es lo que me espanta! —respondió el contramaestre.
—¿Duran mucho las tempestades en el Océano Indico?
—¡Solamente Dios sabe cuándo terminará ésta! ¡Por ahora contentémonos con poder alejar las grandes oleadas!
Efectivamente; éstas no llegaban con tanta furia. Pero, sin embargo, Will no había pensado en que la piragua, aun cuando era muy baja e iba sin velamen, ofrecía demasiada superficie al viento, el cual la empujaba hacia el Oeste. Al alejarse obligaba a Palicur a ir echando aceite, y aun cuando procurase economizar la provisión, se agotaría muy pronto.
Habían trascurrido cuatro horas sin que el huracán hubiese disminuido su furor, cuando el malabar anunció que el recipiente estaba casi vacío.
Casi al mismo tiempo el mulato, que había pasado a proa, gritó a voz en cuello:
—¡Un escollo! ¡Un escollo, señor Will! ¡Desvíe la piragua!
—¡Vuelca todo el aceite! —gritó el contramaestre dirigiéndose a Palicur.
Sobre las tormentosas aguas cayeron las últimas gotas de aceite. Una breve calma se extendió en derredor de la piragua. El marino cogió un remo, y sirviéndose de él como de timón, procuraba echar fuera de rumbo el esquife, al propio tiempo que se esforzaba por descubrir el obstáculo que señalara el maquinista.
—¿Has soñado, Jody? —preguntó después de algunos instantes—. Yo no veo nada delante de nosotros.
—¡Le digo a usted que ahora mismo, a la luz de un relámpago, descubrí una masa grande que emergía de entre las olas!
—¡Mira tú, Palicur!
—No hay más que olas en el rumbo de la piragua, señor Will —contestó el malabar.
—¡Espera a que pasen estas olas! —gritó el maquinista.
Dos o tres montañas de agua fueron a morir en las márgenes de la capa de aceite, y pasadas que fueron, el contramaestre creyó distinguir a la rápida luz de un relámpago algo como una gran mole que oscilaba entre nubes de espuma.
—¿Será una ballena, o una gran barrica? —Se preguntó Will—. ¡Es imposible que sea un escollo! Yo no he visto en las cartas marítimas señalado ninguno que de cerca ni de lejos tuviese que ver con esta parte del Océano: si hubiese algún escollo aquí, no se les hubiera escapado en sus exploraciones a los ingleses. De todos modos, procuremos evitarlo.
Como la piragua se encontraba en un espacio de mar relativamente tranquilo, no le fue difícil desviarla hacia el Sur ayudándose con un remo. Desgraciadamente, la capa de aceite, acometida incesantemente por el empuje de olas colosales, que parecían impacientes por volver a emprender sus furibundas carreras, iba disgregándose poco a poco.
Pronto llegó la chalupa a las orillas del espacio oleaginoso. Una ola la cogió y la lanzó hacia adelante con inaudita violencia.
Durante algunos instantes estuvo en la cresta de una montaña espumeante; después se hundió en un abismo que parecía sin fondo, volvió a remontarse de nuevo, y enseguida se produjo un choque espantoso que lanzó por los aires a los tres navegantes, mientras que la proa volaba hecha astillas.
Se oyeron tres gritos, medio ahogados por un trueno formidable y por los rugidos de las olas. El contramaestre, que no había soltado el remo, cayó en un abismo, y enseguida se sintió levantar, y fue lanzado contra una masa resistente cubierta de algas, a la cual se agarró con las fuerzas que presta la desesperación.
—¡Jody! ¡Palicur! —gritó.
Entre los mugidos y encontronazos de las olas le pareció oír la poderosa voz del pescador de perlas; pero como en aquel momento no relumbraba ningún relámpago, no pudo distinguir nada entre los torbellinos de espuma que le rodeaban.
Al sentir que cedían las algas, y figurándose que había ido a parar en el escollo que entreviera el maquinista, se encaramó más arriba para sustraerse mejor a los asaltos de las olas.
Con certeza no sabía dónde se encontraba. Podría ser una roca perdida en la inmensidad del Océano Indico; pero más bien debía de ser otra cosa, porque le parecía que aquella masa experimentaba movimientos bruscos.
Como no era el momento oportuno para ponerse a hacer indagaciones, y viendo que encima de él colgaban algas larguísimas, y al parecer resistentes, continuó trepando, hasta que se encontró a caballo de una especie de arista que se extendía horizontalmente y como de un pie de espesor. Del otro lado la roca, o mejor la masa, descendía describiendo una curva bastante redondeada.
—¡Esto es la quilla de un barco! —exclamó el contramaestre—. ¡Si; no hay duda! ¡Es la carena de algún velero volcado que las olas llevan a través del Océano! ¿Y Jody? ¿Y Palicur? ¿Habrán muerto?
Lleno de angustia, se disponía a volver a descender, cuando oyó gritar a corta distancia:
—¡Ánimo…, arriba…, agárrate!… ¡Ánimo, amigo!… ¡Es preciso no dejarse ir así tan fácilmente, tenemos los tiburones a la espalda!… ¡Auf!… ¡Ya estamos!
Al resplandor de un relámpago pudo ver el contramaestre dos sombras humanas que, levantadas por una ola, iban a parar encima de aquella masa flotante. La ola retrocedió enseguida; pero los dos hombres permanecieron adheridos como dos lapas a los costados del escollo.
—¡Jody! ¡Palicur! —gritó el marino.
—¡Ah! ¿Está usted ahí, señor Will? —Contestó el malabar—. ¡Esto se llama tener suerte! ¡Ayúdeme usted, señor! ¡Jody está medio asfixiado!
—¡Tente firme un momento! ¡Allá voy! El contramaestre, siempre agarrado a las algas que cubrían por completo aquella mole, descendió hasta el sitio donde se encontraba el malabar.
Completamente inerte, Jody se dejaba zarandear por el robusto pescador de perlas. El pobre diablo, que no debía de ser un gran nadador, había tragado tanta agua, que perdió el sentido.
—¡Bah! ¡No será nada! —dijo el contramaestre—. ¡Bastará con frotarle vigorosamente y hacerle mover los brazos de adelante atrás! ¡Ayúdame, Palicur!
—¡Déjeme usted a mí, señor Will! —contestó el malabar—. Nosotros los pescadores de perlas volvemos casi siempre a la superficie más o menos asfixiados, y sabemos perfectamente lo que hay que hacer para que funcionen de nuevo los pulmones. ¡Por Shiva! ¡No podrá sucedernos nada peor de lo que nos ha sucedido!
Mientras que el indio cuidaba del maquinista, el contramaestre había subido hasta lo alto de la mole, sosteniéndose fuertemente agarrado a la prominencia, que no debía de ser otra cosa que la quilla de un barco.
—Sí —dijo—; hemos chocado con un barco que tiene la quilla al aire. ¿Qué habrá sido de su tripulación? ¿Se habrá ahogado?
El casco, que debía de contener muy poca carga, o que quizás la llevase de madera de construcción, salía mucho de la superficie del mar. Las embestidas que sufría eran, sin embargo, tan fuertes, que sin la espesa capa de algas largas y resistentes que se le adhirieron, les hubiera sido muy difícil sostenerse encima a los tres náufragos.
Cuando Will volvió junto al malabar, el maquinista, que había echado no poca agua bajo la violenta presión a que le sometiera el improvisado enfermero, había abierto los ojos y respiraba libremente.
—¡Ah, señor Will! —exclamó el mulato al verle—. ¡Por poco no me voy a dormir al fondo del Océano!
—¡Es más probable que sirvieses de cena a los tiburones! —dijo Palicur—. En el momento en que te cogí, vi brillar su boca a veinte pasos de distancia.
—¡De todos modos, te debo la vida, mi valiente Palicur!
—¡Y yo a ti, la libertad; conque estamos pagados!
—¿Y dónde estamos, señor Will? ¡En el dorso de alguna ballena o de algún gran tonel, de seguro!
—Estamos sobre el casco de un velero, amigo Jody —respondió el contramaestre.
—¡Entonces, corremos el peligro de irnos a pique de un momento a otro! —dijo el mulato con acento de terror.
—Si hasta ahora se ha mantenido a flote, no hay razón para que de repente se hunda. Debe de hacer muchas semanas que está flotando con la quilla al aire, a juzgar por las algas que lo cubren por completo.
—¿Es un velero? —preguntó Palicur.
—Apostaría a que es un bergantín —contestó el marino.
—¿Y cree usted que resistirá?
—Supongo que está cargado de madera. Mientras los costados no cedan y dejen escapar los tablones y troncos que contenga, no correremos peligro alguno, fuera del de morir de sed.
—¡Y, sobre todo, de hambre, señor Will! —dijo Jody.
—No había pensado en eso —dijo Palicur—. ¡Todas nuestras provisiones se han ido al fondo con la piragua!
—Quizás encontremos algo que comer —dijo Will—. Los crustáceos no faltarán entre estas algas. Esperemos a que cese la tempestad, y después ya pensaremos en lo que conviene hacer. Me parece que las nubes comienzan a aclararse, y que el aire cede en su violencia.
—Los huracanes que estallan con gran violencia en estas regiones —dijo Palicur—, duran poco generalmente.
—¿Faltará mucho para que amanezca, señor Will? —preguntó Jody.
—Tres o cuatro horas a lo más. ¡Agarraos bien a la quilla, y esperemos!
Efectivamente, el huracán comenzaba a calmarse, a las furiosas ráfagas de antes sucedió una fresca brisa de Levante, y las masas de nubes se deshacían rápidamente, dejando pasar por entre sus jirones algún rayo de Luna. Por su parte, los relámpagos ya no brillaban, y tan sólo el trueno seguía resonando a lo lejos, pero con grandes intervalos.
En cambio, las olas seguían siendo violentísimas y sacudían con gran fuerza el casco del velero, el cual se alzaba y descendía pesadamente produciendo mil crujidos. Sin embargo, no había peligro de que cedieran sus costados ante el golpe continuo de las olas.
Por fin, a eso de las cuatro comenzó a difundirse una luz pálida hacia el Oriente, luz que se convirtió en rojiza casi en un abrir y cerrar los ojos. El Sol debía aparecer muy pronto.
Un grito de Will sacó de su inmovilidad al malabar y al maquinista.
—¡Los restos de la piragua!
—¿Dónde, señor? —preguntó el pescador de perlas.
—¡Flotan adheridos al costado de este barco!
—¡Bajemos, Palicur! ¡Quizás haya algunas nueces de coco hacia popa!
—¿Resistirán estas algas nuestro peso?
—¡Probemos!
Les fue suficiente una ojeada para convencerse de su resistencia.
El casco del bergantín estaba totalmente cubierto de esas hierbas marinas que los naturalistas llaman sargassi bacciferum, que son idénticas a las que se recogen en enormes cantidades en medio del Océano Atlántico.
—¡No cederán! —dijo el contramaestre—. Se han adherido tenazmente a la madera, y aún espero encontrar nuestro desayuno en medio de estas algas.
Agarrándose con grandes precauciones a tan espesa vegetación marina, descendieron hasta el nivel del agua. Los restos de la piragua, que por una prodigiosa casualidad no habían dispersado las olas, se agrupaban a los costados del buque.
Había remos, trozos del casco y una caja, la del maquinista; pero lo que puso más contentos a los náufragos fue el descubrimiento de media docena de cocos que danzaban en medio de todos aquellos maderos chocándose alegremente.
Los cocos fue lo primero que cogieron, confiándoselos al maquinista; después sacaron la caja con grandes fatigas y la izaron, adosándola contra la quilla fuertemente con un par de remos.
—¡Sobre todo, ten cuidado de que no rueden al agua los cocos! —dijo Will—. ¡Con ellos podremos aguantar la sed durante algunos días!
—¿Qué es lo que tienes dentro de la caja, Jody?
—Mi uniforme de presidiario, y… ¡Qué estúpido! ¡Me olvidaba de lo más importante!
—¿Qué es?
—¡La pistola, señor Will, que yo quería conservar como un recuerdo de la penitenciaría!
—¿Con municiones?
—Con unos cuarenta cartuchos, que por cierto no deben de estar muy secos.
—Ya se encargará de secarlos el Sol. ¡Amigos míos, somos afortunados en medio de lo que nos sucede!
—No veo qué utilidad nos preste esa pistola, señor Will —dijo el malabar—. Hubiera preferido una buena caña con un par de anzuelos.
—¡Ya me lo dirás más adelante! Ahora vamos a buscar qué comer.
—¿Dónde?
—Entre las algas. Estoy seguro de que encontraremos algo. No tendremos abundancia, pero para el momento bastará.
»Registremos, ¡y cuidado con dar una voltereta! ¡Acabo de ver aparecer entre unas olas la cola de uno de esos malditos tiburones!