EL OCÉANO ÍNDICO
Como es constante que en el Océano Indico soplen desde Abril hasta Octubre vientos del Sudoeste, mientras en los restantes meses soplan del Nordeste, los tres prófugos tenían casi la seguridad de llegar a Ceylán sin grandes dificultades. El único peligro que podía ocurrirles era que los sorprendiese una tempestad de las que suelen desencadenarse con los monzones, y que son verdaderamente terribles. Sin embargo, contaban con la ligereza y la solidez de la piragua, que estaba dando pruebas de sus condiciones marineras, demostrando así que los nikobarianos eran y son magníficos constructores, quizás los mejores entre todos los isleños del Océano Índico.
En efecto; la embarcación se portaba a las mil maravillas, marchando a razón de seis, siete y ocho nudos por hora, lo mismo que un brik o un bergantín. Cierto que el Océano se prestaba a aquella rápida marcha, pues no tenía más sacudidas que alguna oleada que de cuarto en cuarto de hora venía del Sur.
Cuando el Sol apareció en el horizonte Karnikobar ya no se veía y el Nizam había desaparecido En derredor de la chalupa no había más que agua: la inmensidad del Océano, sin un islote y sin una vela o una nubecilla de humo. Tan sólo algunos pájaros marinos de majestuoso y elegante vuelo surcaban el espacio en compañía de las golondrinas de mar de plumas negras.
—¡Ya estamos bien lejos! —dijo el contramaestre después de haber escudriñado con gran atención el horizonte—. ¡Los nikobarianos no nos cogerán!
—Toda la noche estuve temblando por causa de ellos, señor Will —dijo el maquinista—. ¿Se habrán resignado?
—Eso parece.
—Entonces, podemos aprovechar esta calma para desayunarnos.
—¡El miedo te aguza siempre el apetito! —dijo riendo el malabar.
—¡Esta brisita es vivificante!
—Hay que economizar las provisiones, Jody —dijo Will—. Hasta llegar a Ceylán ya no encontraremos tierra alguna donde aprovisionarnos.
—¿Tardaremos mucho tiempo?
—Dos, o quizás tres semanas, mi querido Jody; y eso marchando bien. Podría estallar algún huracán y lanzarnos hacia el Sur, y tampoco por allí abajo hay islas donde renovar las provisiones.
—¿Qué es lo que has embarcado, Palicur? —preguntó Jody—. Aquí veo muchos recipientes, que no estarán llenos todos de agua dulce o de arak.
—La mitad contienen pasta de la fruta del pan —contestó el malabar—. Me han asegurado que está muy buena, aun conservada de ese modo.
—¿Y vamos a comerla cruda?
—Los nikobarianos no llevan hornillos a bordo de sus barcas, y yo no he tenido tiempo de hacer uno. Además, ¿dónde íbamos a encontrar leña?
—¿Y estos paquetes, qué contienen?
—Pescado seco y frutas secas, y allí, bajo la proa, tenemos una gran provisión de cocos. Eso es todo lo que he podido embarcar. ¡Ah! ¡También tenemos un buen barril lleno de aceite!
—¿Para purgarnos?
—Podría llegar a sernos muy útil, y salvarnos en medio de una tempestad.
—¡Admiro tu previsión, Palicur! —dijo el contramaestre—. Ese aceite puede prestarnos preciosos servicios.
—No acierto a comprender cuáles —dijo Jody.
—Espera a que estalle una tempestad, y bendecirás ese barrilillo —contestó el pescador de perlas.
—¡Prepara la comida, Jody!
—Será más escasa que el rancho del penal.
—¿Te vuelves exigente, Jody?
—¡Me había acostumbrado demasiado a la mesa de la Princesa!
Abrió un recipiente lleno de pasta, colocada por capas bien apretadas, desató una tabla de fibras vegetales que contenía frutas secas, y a esto unió un par de nueces de coco. No era aquello para poner muy alegre a nadie; pero nuestros tres amigos, acostumbrados durante mucho tiempo a las escasas raciones de la penitenciaría, hicieron buena cara a las provisiones. Cerró la colocación una nuez de coco abundantísima en exquisita leche.
—Tú, Jody —dijo Will volviendo a coger la barra del timón—, tienes que contarnos algo que ha de interesarle a Palicur. Con todo esto que nos ha sucedido, no has vuelto a decir nada. No me he olvidado del principio de esa historia.
—¿A qué se refiere usted, señor Will?
—Nos habías prometido contarnos algo referente al Tuerto.
—¡Es verdad! —dijo el maquinista—. Esa historia la interrumpió cuando apareció el Nizam.
—Cuéntanos lo que sepas de ese tunante —dijo Palicur—. Quizás lleguemos a descubrir cómo conoció a mi prometida.
—No sé gran cosa —contestó Jody—. El vigilante irlandés a quien emborraché me dijo algo una noche mientras andábamos juntos pescando cangrejos de mar.
—¿Acerca de la condena de aquel bribón? —preguntó Will.
—Sí. Según parece, le condenaron a veinte años de trabajos forzados por haber matado a un sacerdote cingalés y herido a un policía que intentaba detenerle.
—¡Un sacerdote! —exclamaron a un tiempo Palicur y el contramaestre.
—Sí; a un sacerdote Budista.
—¿Y dónde le mató? —preguntó Palicur.
—Eso no me lo dijo el irlandés.
—Recuerda bien, Jody —dijo el contramaestre—, porque si lo supieses, podrías ponernos en una buena pista. ¿En Annaro Agburro, quizás? ¡Piensa, piensa!
—¡Es inútil! —Contestó el maquinista después de haber meditado durante breves momentos—. ¡No recuerdo que me lo haya dicho!
—¿Qué piensa usted de esto, señor Will? —preguntó el malabar con recelo.
—Que estoy seguro de que el Tuerto ha conocido a tu prometida en ese monasterio —respondió el contramaestre—. La historia de ese hombre se parece a la tuya.
—¿Habrá tratado de arrancar a Juga de las manos de los tiruvanska?
—¡Apostaría una rupia contra mil libras esterlinas, Jody! ¿No te dijo el irlandés qué oficio era el del Tuerto?
—Me dijo que era pescador —contestó el maquinista.
—¿De pescado, o de perlas? —preguntó el malabar.
—Eso no me lo dijo.
—Ahora yo te pregunto, Palicur: ¿qué es lo que piensas de esto?
—Que quizás haya sido pescador de perlas —dijo el malabar.
—¿Cómo podríamos averiguarlo?
—Todos los pescadores de Manar se conocen; y si el Tuerto ha trabajado en aquellos bancos, no nos será difícil saberlo. ¡Señor Will, es preciso aclarar este misterio!
—¡Ten paciencia, Palicur; ya llegaremos a saber algo referente a ese hombre!
—Si no logramos encontrar la perla roja, todos nuestros esfuerzos para dar la libertad a Juga serán inútiles. Los monjes de Annaro Agburro son demasiado poderosos para que podamos luchar contra ellos; además, gozan de la protección del bajá de Candy.
—Pero ante todo, ¿crees que nos sea posible encontrar esa perla famosa?
—Ya le he dicho a usted que conozco a un pescador que sabe el sitio dónde fue a pique el que la sustrajo.
—¿T si la hubiesen encontrado ya, o se hubiese muerto el hombre que tú dices?
—¡Entonces, señor Will, iré a matar a todos los sacerdotes del monasterio —dijo con voz sorda el malabar—, o intentaré un esfuerzo desesperado, supremo, para arrebatarles mi prometida!
—¡Puede ser! —dijo el marino, como hablando consigo mismo, cosa que le sucedía muy a menudo—. Con una buena escafandra se podría explorar el mar en ese sitio, pues con esos aparatos se resiste perfectamente bajo el agua dos o tres minutos. ¡Vamos, no desesperemos!
Mientras charlaban, la piragua continuaba su carrera hacia Occidente, rectificando siempre el rumbo en dirección al Sur, pues la isla de Ceylán no se encuentra a la misma altura que las de Nikobar.
El Océano seguía tranquilo, salvo algunas gigantescas oleadas, las cuales, a pesar de los saltos que obligaban a dar a la embarcación, no eran obstáculo, sin embargo, para amenguar su velocidad.
Multitud de peces aparecían en la superficie envueltos entre la espuma de las olas. La mayor parte eran doradas, pescados bastante gruesos que ordinariamente se pescan con arpón pequeño y enemigos jurados de los pobres peces voladores. Las doradas tienen cubierto el cuerpo de escamas doradas y azules, con irisaciones de un efecto lindísimo; cuando mueren, se tornan grises.
A su vez estos peces se ven perseguidos por los albatros, aves gigantescas que con las alas desplegadas miden hasta tres y cuatro metros, aun cuando no pesan más de diez o doce kilogramos, pues son todo plumas. De cuando en cuando dichos pájaros, que no tienen miedo al hombre, y que, por lo tanto, no se asustaban de la piragua, remontaban el vuelo con una dorada en su poderoso pico.
En los anchos socavones de las olas solían aparecer diodones, extraños pescados de la zona tórrida, que gustan de navegar panza arriba y que tragan cierta cantidad de aire para flotar mejor, adquiriendo casi la forma esférica. A primera vista, y por efecto de las largas y puntiagudas espinas que los rodean, parecían enormes erizos arrastrados por las aguas.
Jody y Palicur observaban aquellos peces, y calculaban el medio de que se valdrían para pescar uno, aun cuando la falta de leña y de piedras para improvisar un hornillo donde asarle los pusiera también en grave aprieto, cuando el primero se echó atrás violentamente y chocó con el contramaestre, que estaba en el timón con los ojos fijos en el Sol, orientándose para dirigir el rumbo.
—Pero, Jody, ¿qué te sucede? —preguntó el marino—. ¿Tienes miedo de que te pinchen los diodones?
—Si tardo un momento más en retirar la mano, me quedo sin ella, señor Will —respondió el mulato—. ¡Ese asesino estaba escondido bajo la popa esperando atraparme un brazo!
—Pero ¿quién?
—¡Son dos!
—¿De qué hablas?
—¡Qué magníficos tiburones! ¡Cuando se acercan tanto, es que deben de tener un hambre feroz! —Dijo en aquel momento el pescador de perlas—. ¡Nunca los he visto tan grandes!, ni siquiera en los bancos del estrecho de Manar.
El contramaestre se había vuelto vivamente. Dos gigantescos tiburones, de siete metros lo menos de longitud, seguían a la piragua a una distancia de quince pasos, con sus horribles ojos casi redondos, de iris verde oscuro y pupila glauca, clavados en la embarcación.
Eran dos monstruos espantosamente feos, que pesarían media tonelada, de cuello un poco alargado, dorso ceniza oscuro, cabeza aplastada, redondeado el hocico y enorme boca semicircular armada de dientes triangulares, puntiagudos y blanquísimos.
Se sumergían de cuando en cuando, y enseguida volvían a salir a flote impetuosamente, mostrando sus largas nadadoras pectorales y la aleta caudal, dividida en dos partes desiguales.
—¡Qué mala compañía! —dijo el contramaestre arrugando el entrecejo—. ¡Son demasiado malos vecinos para llevarlos a popa! ¡Con un empuje pueden caer dentro de la piragua! ¡Palicur, dame la carabina!
Como si hubieran adivinado las intenciones poco amistosas del hombre de mar, en aquel mismo momento los dos monstruos se sumergieron, para volver a aparecer quinientos metros más atrás, dejando asomar tan sólo las aletas dorsales.
—¡Son más zorros que el Demonio! —dijo Jody—. ¡Verá usted cómo no se dejan fusilar, señor Will!
—¡Si tuviese balas de reglamento, ya verías qué salto daban! —contestó el contramaestre—. ¡No me gusta tener a popa a esos dos señores! Constituyen un peligro continuo; pero apenas se me presente ocasión, me desembarazaré de ellos.
—Se cansarán de seguirnos inútilmente, y concluirán por irse.
—Te equivocas, querido Jody. Cuando esos eternos hambrientos encuentran en pleno Océano una chalupa o una balsa tripulada, ya no la dejan. La siguen con una obstinación increíble durante semanas, y aun meses.
—Y, sin embargo, no deben de faltarles pescados que tragar. Hace poco hemos visto doradas y diodones.
—Prefieren la carne humana —dijo Palicur—. También abunda el pescado en el estrecho de Manar, y a pesar de eso, esos animalazos dejan en paz a los peces para perseguir a los pobres pescadores de perlas.
—¡Es verdad! —dijo el contramaestre—. Para los tiburones, sean de la clase que quieran, no hay presa mejor que el hombre, blanco o de color: en eso no distinguen.
—Y tú, Palicur, ¿no te has encontrado con ninguno mientras buscabas conchas perlíferas? —preguntó Jody.
—He matado lo menos una docena —contestó el malabar—. Por cierto que un día me encontré entre dos tan enormes, que me dieron no poco que hacer. Estaba en un fondo a unos catorce metros, y ya había llenado la red de conchas perlíferas, cuando vi proyectarse en la arena del banco una sombra enorme. Apenas tuve tiempo para levantar la cabeza con objeto de ver si era una barca que pasaba por encima de mí, cuando sentí que se me echaba encima una masa colosal que me tumbó sobre el banco. Era un soberbio pez-martillo que me había sorprendido, y que se disponía a partirme en dos pedazos.
—¡Brrr! —hizo Jody—. ¿Y cómo te las arreglaste?
—Por un momento creí que había llegado mi última hora, tanto más, cuanto que no había podido desembarazarme aún de la piedra con que descendí hasta aquella profundidad, extraordinaria para un buceador que carece de escafandra, y, por lo tanto, la provisión de aire la tenía casi agotada.
»No sé cómo pude librarme del primer bocado que me tiró. Probablemente, el mismo golpazo del encuentro al derribarme en la arena me salvó la vida, pues no pudo cogerme el monstruo. O demasiado ansioso, o demasiado impaciente, había medido mal la distancia, y al volverse levantó el fondo con su formidable cola, enturbiando el agua de tal modo, que me perdió de vista un instante.
—Y tú te aprovechaste de aquel instante —dijo el contramaestre, a quien interesaba la narración.
—Inmediatamente, señor Will —contestó el malabar—. Tenía a la cintura mi gran cuchillo, que era un arma solidísima de pie y medio de largo y muy cortante.
»Me cogí como un desesperado a una de las aletas pectorales del monstruo, y le abrí el vientre de arriba abajo en una longitud de más de un metro.
»Ya creía que me había librado del peligro, cuando vi venir por detrás de mí al compañero o la compañera del que había herido.
—¡Me muero de espanto! —dijo Jody.
—Aun cuando tenía fuera los intestinos y arrojaba arroyos de sangre por la enorme brecha, el primero no había muerto aún, y se debatía de un modo furioso dando grandes coletazos: el otro no parecía dispuesto a dejarme concluir con él, ni a irse sin llevarse por lo menos una pierna mía.
»Yo me encontraba imposibilitado de hacer frente a ambos; además, el agua se había vuelto tan roja, que no podía ver a los dos monstruos.
»Afortunadamente, mis compañeros, inquietos por mi retraso, vieron teñirse de sangre la superficie, y, figurándose lo que sucedía en el fondo del mar, acudieron en mi socorro.
»Se empeñó bajo el agua una verdadera batalla, que terminó con la muerte de los voraces peces. Cuando me sacaron iba desvanecido y arrojando sangre por los oídos.
—¿Devoran muchos pescadores esos monstruos? —preguntó Will.
—Tres o cuatrocientos cada año; por lo menos, ésos faltan a la lista —respondió Palicur.
—¡Mal oficio! —dijo Jody.
—Algunas veces da bastante: en ciertas estaciones se vuelve a la costa con una buena cantidad de perlas, que se cambian por millares de rupias.
—¡Ah, señor Will!
—¿Qué es? —preguntó el contramaestre echando en derredor una mirada inquieta.
—El tiempo amenaza con un cambio ¡Mire usted hacia allá, hacia Poniente! ¡Aquello es una nube que traerá lluvia o viento!
—¡Y que hará hervir la cazuela grande! —dijo Will arrugando el entrecejo.
—¡Sí; saltará el viento, y probablemente tendremos tempestad!