EL GOLPE DEL CONTRAMAESTRE
Seis días después de la marcha del Nizam quedaban ultimados los preparativos para la boda del hombre blanco con la Princesa nikobariana. Jody se había tomado el cuidado de organizar las fiestas, que debían ser esencialmente militares, pero que terminarían con la borrachera general de los súbditos, con el objeto de imposibilitarlos para que impidiesen la huida.
En su calidad de ministro de Marina y gran almirante, Palicur había hecho varias visitas a la bahía de Saoni para disponer la chalupa que debía servirles para realizar la travesía del Océano índico. Había encontrado en completo desorden la flota de los nikobarianos. Componíase de dos docenas de piraguas socavadas en enormes troncos de árbol, y casi todas podridas. Sin embargo, encontró una en estado bastante bueno, y se apresuró a mandar que le pusieran balancines, mástiles y velas y que la proveyesen de víveres en abundancia, pues los nuevos esposos debían hacer un viajecillo por mar, con objeto de que conociesen al hombre blanco los habitantes de los poblados costeños.
El prudente malabar se había conducido tan hábilmente, que no despertó la menor sospecha. Además, aquellos buenos isleños estaban ya convencidos de que su nuevo jefe y los dos nuevos ministros no pensaban ni remotamente en fugarse de Karnikobar.
Llegó la mañana señalada para la gran ceremonia nupcial, y una multitud enorme se reunió en la plaza del poblado. De las otras aldeas y burgos, aun de los más lejanos, pero que dependían del principado, llegaron comisiones con abundantes regalos para los nuevos esposos, y víveres en gran cantidad. Jody anunció que después de la ceremonia se celebraría un colosal banquete, en el cual todo el mundo podía tomar parte, pero con la obligación de emborracharse.
En los caminos o calles que rodeaban la aldea se prepararon grandes mesas, las cuales se doblaban bajo el peso de enormes recipientes llenos de arak, licor dulce, pero fortísimo, que se extrae de la melaza fermentada de la caña de azúcar.
Se habían encendido grandes hogueras para asar un número más que mediano de bueyes silvestres, animales que abundaban de un modo extraordinario en los bosques de la isla, tortugas gigantescas y cangrejos enormes.
Como la ceremonia nupcial debía realizarse al ponerse el Sol, Jody, para que no se aburriese el pueblo con tan larga espera, hizo un verdadero derroche de paradas militares y revistas, organizó bailes y horribles conciertos, con el obligado acompañamiento de gong y de tam-tam.
Apenas el Sol llegó al borde inferior de la cumbre de los montes que se extendían por el occidente de la isla, un grupo de guerreros despejó la plaza, que enseguida ocuparon unos cien jóvenes, los cuales se tendieron en el suelo boca abajo, formando como una calzada viviente que conducía de la casa de la Princesa hasta una especie de baldaquín rodeado de jaulas llenas de gallinas de la pagoda y cubierto con paños rojos.
Poco después salió Naja, acompañada de sus dos viejas damas de honor, y pasó saltando sobre aquellos cuerpos tendidos en tierra. Al propio tiempo los músicos acometían con entusiasmo el himno nacional de Karnikobar; un trozo musical capaz de crispar los nervios a una estatua de bronce.
La ex viuda se había quitado la camisa o túnica de seda blanca, color de luto, y lucía otra más rica de seda azul guarnecida de perlas, y sobre los hombros ostentaba un manto de plumas de tou-cheou-ky, rojas y punteadas de blanco.
Varias muchachitas vestidas como la Princesa, pero sin manto, marchaban por ambos lados del sendero humano, bailando y cantando versos alusivos a Naja, la afortunada esposa del gran jefe blanco.
En seguida apareció el contramaestre, seguido de los ministros y de los dignatarios militares. No se había quitado su traje de presidio, pero le habían puesto un manto de plumas algo más largo que el de Naja, y le cubría la cabeza una especie de casco de bombero, muy estropeado a decir verdad, pero adornado con un enorme grupo de plumas, emblema del poder supremo.
El marido vaciló un momento antes de lanzarse por encima de aquellos cuerpos; pero, temiendo que pareciese ridícula su indecisión, se puso en seguimiento de la Princesa, cuidando de no pisar demasiado fuerte con sus zapatos de madera.
Jody y Palicur, que estaban bajo el baldaquín, no pudieron contener una risotada al verle con aquel casco y aquel bosque de plumas.
—¡Si pudiera verse en un espejo, tengo la seguridad de que reventaría de risa! —Dijo el maquinista—. ¡Pobre señor Will!
—¡Calla; no comprometas nuestra dignidad ni la suya! —dijo el malabar—. ¡Estemos serios, porque si no, él también soltará el trapo a reír!
Reunidos los esposos bajo el baldaquín, se sentaron, y una especie de mago, hechicero o sacerdote horriblemente disfrazado con conchas marinas hasta el extremo de parecer un monstruo ofreció a ambos contrayentes un pez dividido en pedacitos no mayores que el tamaño de un dado, que debían comer crudo, lo que hicieron, no con mucho contento de ambas partes.
Se concluyó la ceremonia nupcial: el contramaestre era el esposo legítimo de Naja.
Estallaron formidables aclamaciones; los músicos volvieron a golpear los gongs, algunos de los cuales se hicieron pedazos; los tambores redoblaban, produciendo un estruendo ensordecedor.
Ambos esposos, escoltados por los ministros, los jefes militares y las dos damas, se dirigieron a una mesa colocada en el centro de la plaza, mientras la multitud, que parecía poseída de un verdadero delirio, tomaba las restantes por asalto en medio de una confusión indescriptible, arrojándose con bestial avidez sobre el montón de provisiones, y especialmente sobre los recipientes de arak.
Seguramente que aquellos isleños no se habían visto jamás en medio de tanta abundancia, por lo cual bendecían al hombre blanco desde el fondo de su corazón, puesto que les permitía darse un hartazgo hasta reventar.
La Princesa parecía hallarse contentísima, y sonreía dulcemente a su esposo; en cambio, éste, aun cuando se esforzaba por aparecer de buen humor, caía a menudo en hondas preocupaciones. El temor de que no tuviese buen resultado el golpe de audacia que habían dispuesto le quitaba las ganas de reír. Afortunadamente, Jody y Palicur estaban allí para animarle, sobre todo el primero, que riendo por cuatro devoraba por seis, y bebía en gran cantidad el dulce árale que una de las dos viejas damas de honor, que le miraba con ojos tiernos, le escanciaba sin cesar.
A las diez de la noche la orgía llegaba a su apogeo. Hombres, mujeres y niños se levantaron de la mesa y bailaban como locos en la plaza; muchos caían en tal estado, que ya no volvían a levantarse. Llegaba la hora de concluir.
Jody, que había asumido la dirección de las fiestas, envió cuatro heraldos para que ordenasen a todo el mundo sin distinción la inmediata retirada a sus respectivas cabañas para no turbar a los nuevos esposos.
Hubo que bregar no poco para persuadir a aquella multitud borracha a que dejase de beber los últimos vasos de árale. Tuvieron que intervenir los guardias; como también se hallaban alegres, rompieron no pocas cabezas con las mazas y estropearon a una porción de desgraciados.
Por fin, cuando ya todos se habían retirado, incluso los ministros y los jefes militares, Naja y Will se pusieron en marcha para la casa, escoltados tan sólo por dos damas y por Jody y Palicur, que alumbraban el camino con antorchas; ambos, el malabar y el maquinista, habían quedado encargados de hacer la guardia en la puerta para impedir que nadie se acercase.
Aun cuando los tres presidiarios estuviesen ya más seguros del buen éxito del golpe meditado, sin embargo, no era completa su tranquilidad. Una sospecha, un grito, podía echarlo todo a rodar, y quizás no se salvarían del furor del pueblo y de los guerreros.
Decidido a salir del paso, el contramaestre indicó a sus compañeros lo que tenía que hacer cada uno. No se trataba de otra cosa que de atar y amordazar a las tres mujeres y salir huyendo hacia la bahía de Saoni, donde estaba ya dispuesta para hacerse a la mar la nave almirante; mejor dicho, la piragua.
Dejaron entrar a Naja y a las damas en la primera habitación, y apenas cerrada la puerta, se arrojaron simultáneamente sobre ellas, derribándolas en las esterillas que tapizaban el suelo de la sala. Palicur, cuya fuerza era extraordinaria, había agarrado a la Princesa y tapádole la boca para que no pudiese, gritar; y enseguida, sin tener necesidad de la ayuda de sus compañeros, la amordazó y ató rápidamente, no obstante la violenta resistencia que Naja opuso.
Con las dos damas, viejas y débiles, y además muertas de susto, la cosa había sido más fácil.
—Señora —dijo el contramaestre dirigiéndose a su esposa, cuyos ojos lanzaban llamas—, siento mucho haber tenido que hacer esto; pero ya le había dicho a usted que no tenía deseo alguno de permanecer aquí. ¡Escoja usted otro esposo entre sus súbditos, porque yo me declaro libre de todo compromiso! ¡Además, que ya no volveremos a vernos!
Un grito ahogado, como de fiera, que se le escapó a través de la mordaza, fue la respuesta de la Princesa.
—¡Salude usted a mis súbditos de una hora, y olvídeme! —añadió el contramaestre—. ¡Ahora, queridos amigos —dijo volviéndose hacia Jody y Palicur—, a toda máquina!
Cerraron la puerta después de haber apagado la lámpara de aceite de coco, y se lanzaron por el camino inmediato, que hacían muy oscuro las grandes hojas de palmeras silvestres que lo cubrían.
No había nadie. Todos obedecieron las órdenes de los heraldos, respetando el deseo del nuevo jefe.
De unos cuantos saltos llegaron a las afueras de la pequeña población, y después de haberse asegurado de que no los seguía nadie se metieron en el bosque. Palicur los guiaba, pues ya conocía el camino, por haber ido varias veces a la bahía con el pretexto de visitar la flota.
Recorrieron sin descansar y sin cambiar una palabra la distancia, y descendieron a la playa, dirigiéndose al sitio donde estaba anclada la escuadra nikobariana.
También reinaba un profundo silencio en aquel burgo, en el cual vivían tan sólo los tripulantes de las chalupas. Debían de haber festejado la boda de la Princesa, pues dormían roncando y borrachos como buenos marineros.
—¡Adiós, pobre Naja! —dijo el contramaestre, que se disponía a saltar en la piragua almirante—. ¡Dispón un buen veneno para mi sucesor! ¡Se lo regalo juntamente con el poder!
—¡Un momento, señor Will! —dijo Palicur deteniéndole y sacando de la proa tres hachas que tenía allí escondidas—. ¡Ayudadme!
—¿Qué quieres hacer?
—Echemos a pique la flota con objeto de impedir a los nikobarianos que nos den caza. Aun cuando esas piraguas se hallan en muy mal estado, sin embargo, la prudencia nunca está demás.
—¡Tienes razón, Palicur! —contestó el contramaestre—. ¡Despachemos!
Se pusieron al trabajo con verdadero encarnizamiento, abriendo los costados medio podridos de las piraguas.
La escuadra estaba anclada a cuatrocientos o quinientos pasos de las cabañas del burgo, y no era fácil que con el ruido del mar oyesen los hachazos los tripulantes de las piraguas oficiales.
Las habían echado a pique casi todas, cuando resonaron algunos tiros y gritos en dirección del bosque.
—¡A bordo! —mandó el contramaestre—. ¡Nos han descubierto!
En dos brincos se metieron en la piragua, cogieron los remos, y empujaron mar adentro la embarcación, en tanto que también de las cabañas de la estación naval comenzaban a correr hacia la playa marineros y pescadores.
—¡Despliega una de las dos velas, Jody! —gritó Will—. ¡El viento es favorable! ¡Y tú, Palicur, fuerza de remos!
Entonces desembocaban de la espesura multitud de guerreros provistos de antorchas, aullando de un modo feroz y corriendo hacia los fugitivos.
—¡Muera el hombre blanco!
Para coger al hombre blanco era demasiado tarde. En un abrir y cerrar de ojos el maquinista había izado la vela del trinquete, la cual se hinchó enseguida al impulso de la brisa nocturna que soplaba de Levante, imprimiendo a la piragua una rápida marcha.
—¡Dame un fusil, Palicur! —dijo Will al malabar, que había soltado los remos para desplegar la vela mayor.
—¡Aquí tiene usted su carabina, señor Will! —Contestó el pescador de perlas—. ¡Logré que me la restituyese la Princesa!
—¡Tú, Jody, al timón!
Los tiros arreciaban. Los guerreros se habían detenido en la orilla, sin atreverse a embarcar en las dos o tres piraguas que quedaban, y desde allí disparaban de un modo furioso sobre los fugitivos, sin obtener otro resultado que producir mucho humo y mucho ruido, pues sus armas seculares tenían un alcance limitadísimo.
Sin embargo, temiendo el contramaestre que se decidieran a perseguirlos, disparó un tiro a bulto hacia el medio de la horda.
Al oír silbar la bala sobre su cabeza, los valientes guerreros de la princesa Naja echaron a correr, poniéndose en salvo en la espesura o en las cabañas de la estación naval.
—¡Larga todo el trapo! —dijo el contramaestre dirigiéndose al malabar, que estaba atando la escota—. ¡Con viento de costado bogaremos casi como en la chalupa de vapor!
La piragua, que era una bonita barca de ocho metros de longitud, hábilmente construida con el tronco de un árbol colosal, con la proa alta terminando en una cabeza monstruosa que representaba acaso alguna divinidad marítima de los nikobarianos, deslizábase rápidamente sobre el agua, subiendo y descendiendo dulcemente de las anchas oleadas del Océano Índico.
Para hacer más rápida la marcha Palicur levantó los balancines con objeto de que no opusieran resistencia alguna, y orientó las dos velas de modo que recogieran la mayor cantidad posible de aire.
Casi desaparecían ya entre las tinieblas las costas de la isla, cuando de los labios del contramaestre, que se había puesto a la barra del timón, se escapó una blasfemia.
—¿Qué sucede? —preguntó Jody, que estaba colocando en orden los paquetes y los recipientes que llenaban la piragua.
—¡Mira hacia allá! ¿No es él? —¿Quién?
—¡El Nizam!
—¿Todavía ese maldito? —exclamó el malabar apretando los puños.
—¿No nos dejará tranquilos un momento esa barcaza maldecida?
—¡Palicur, arría las velas; podrían verlas!
Jody y el pescador de perlas las amaron sobre la piragua.
Hacia el Sur brillaban tres puntos luminosos; uno rojo y otro verde, ambos casi a flor de agua, y otro blanco y más alto.
—¡Son los faroles de un vapor! —Dijo sordamente Jody—. ¡Así se traguen los tiburones a esos pelmas obstinados que nos persiguen!
—No nos persiguen —dijo el contramaestre, que miraba atentamente el vapor—. Va rozando la costa de la isla, y se remonta hacia el Norte.
—¿Nos descubrirá?
—La piragua es baja de fondo, y la Luna aún tardará mucho en salir. Es de esperar que pasemos sin tropiezo.
—¿Habrán perdido la esperanza de encontrarnos? —preguntó el malabar.
—Eso creo; porque si no, hubieran continuado el rumbo hacia el Sur. ¡Ah! ¡Malditos!
—¿Qué le sucede a usted, señor Will? —preguntaron a un mismo tiempo Jody y Palicur, asustados por el acento y expresión del marino.
—¡Corremos peligro de que nos cojan!
—¿Se dirige hacia nosotros el Nizam?
—No; pero me figuro que entrará en la bahía de Saoni. ¡Si ancla allí, les faltará tiempo a los indígenas para decir al Capitán que hemos huido, y así se vengarán de lo que hemos hecho con la Princesa!
—¡Señor Will —dijo Palicur—, volvamos a izar las velas y pongámonos en camino!
—No; podrían distinguirnos —contestó el contramaestre—: prefiero esperar los acontecimientos.
El Nizam (suponiendo que fuese el proveedor del penal) avanzaba no muy aprisa, siempre a algunas millas de distancia de la costa para no chocar contra los muchos escollos coralíferos que rodeaban la isla. De cuando en cuando salía por la chimenea un poco de humo y de escorias.
Los tres desertores, poseídos por una verdadera angustia, miraban atentamente sus movimientos, temiendo verle de un momento a otro cambiar de rumbo y dirigirse hacia la bahía de Saoni.
Afortunadamente, no viró de bordo y le vieron pasar a la vista de la ancha ensenada, y desaparecer poco a poco hacia el Septentrión.
—¡Estamos salvados! —exclamó el contramaestre—. ¡Se ha decidido a volver a Port-Cornwallis! ¡Desplegad las velas, y adelante hacia Ceylán!
—¡Y que la suerte nos proteja! —añadió Jody.