13

EL «NIZAM»

Pasados los primeros instantes de asombro los tres reclusos, un poco más tranquilos con lo que les había dicho el ministro, aunque alarmados por la formidable falange de lagartos venenosos que ocupaban la habitación inmediata, se proveyeron de una antorcha con objeto de ver que contenían aquellas como jaulas que cubrían los muros de las paredes de la sala subterránea.

El ministro no había mentido. Cada una de ellas, que eran bastante grandes y hechas con delgados bambúes, contenía una pareja de gallinas del tamaño de las comunes, de cabeza muy negra y luciente, coronada por una cresta amarilla muy bonita; de ojos grandes, rodeados de un cerco azul; con las plumas del pecho color carmín, y el vientre y el dorso también rojos, pero menos intenso, manchado de ligeras motas blancas.

Algunas dormitaban; otras, despertadas bruscamente por el resplandor de la antorcha, se habían erguido y cacareaban ruidosamente.

—¡Yo he visto ya en otra parte estos bellísimos volátiles! —exclamó el contramaestre—. Se llaman tou-cheou-ky.

—¿En dónde? —preguntaron Jody y Palicur—. En los corrales de los chinos ricos: en Cantón, y también en Amoy.

—¿Y para qué sirven? ¿Se comen? —preguntó el maquinista.

—Sí; se comen, porque la carne de estos volátiles es superior a la de los faisanes por lo delicada: pero prefieren conservarlos y verlos vomitar pedazos de seda.

—¡Vomitan seda estas gallinas! —exclamó Jody—. ¿Qué me cuenta usted, señor Will?

—Entendámonos: no vomitan verdadera seda. Durante la estación más caliente, los tou-cheou-ky hacen la rueda, dan saltos y arrojan una especie de membrana como de un pie de largo, de hermosísimo color azul y salpicada de minúsculas manchitas rojas, que poco a poco desaparecen.

—Entonces, eso no es seda. —No; es una simple membrana que a nadie le serviría para nada, y que los chinos se obstinan en llamarle seda, quizás por la maravillosa belleza de sus colores.

—De todos modos, esos volátiles son maravillosos.

—Extraordinariamente maravillosos por lo singular de sus costumbres. Los oficiales del Britannia, que durante el tiempo que estuvimos anclados en Cantón estudiaron esas extraordinarias gallinas, contaron a bordo que sus costumbres domésticas dejan asombrado a cualquiera. Por eso se las llama también hiao-ky, o sea «aves de la piedad filial»; porque se dice que los hijos cuidan de los padres cuando la enfermedad o la vejez les impiden proporcionarse el alimento necesario.

»Otro nombre tienen también: el de pyschon-ky, que significa «pájaros que huyen de los árboles», porque tienen horror a los bosques.

—Por lo visto, también los nikobarianos conocen las costumbres de estas aves, puesto que las tienen aquí. Pero ¿cómo es que estos isleños poseen tales gallinas, que usted vio tan lejos?

—Puede ser que se produzcan en estas islas —contestó Will.

—¿Y por qué toma tantas precauciones la Princesa contra los que puedan robárselas, si también aquí las hay?

—Para comerlas ella sola —dijo Palicur—. Si es verdad que son tan exquisitas, se las hará servir en las grandes ocasiones.

—¡Qué lástima que no tengamos medios para asar una! —dijo el maquinista.

—¡Ya les harás los honores el día de mi boda! —Dijo el contramaestre—. ¡No escaparemos hasta después de haber celebrado el gran banquete!

—¿Qué banquete, señor Will?

—¡Déjame a mí; yo me entiendo! ¿Crees que no tengo preparado ya mi plan? ¡Y qué soberbio plan! La Princesa lo tomará mal; pero por mí, que se la lleve el Diablo.

»No tengo ganas de seguir a sus dos primeros maridos, ni de…

Dos cañonazos, disparados uno detrás de otro, le interrumpieron.

—¿Qué es lo que hace el Nizam? —preguntó Jody—. ¡Esos disparos no auguran nada bueno!

—¡Pólvora en salvas! —dijo el contramaestre con el oído atento a los ecos de las detonaciones, que habían repercutido hasta dentro de la sala subterránea.

—¿Qué significará eso, señor Will? —preguntó con ansiedad Palicur.

—Por ahora, una simple intimación —dijo Will—, o un modo de amedrentar como otro cualquiera. Los isleños, que primero le habrán dicho al comandante que tres hombres, uno de ellos blanco, habían arribado a esta isla, ahora, siguiendo las órdenes de mi futura mujer, habrán negado a la tripulación lo dicho, y ésta tratará de espantarlos haciendo retumbar los cañones.

—¿Y vendrán hasta aquí para asegurarse de si estamos escondidos?

—No lo dudo —contestó Will.

—¿Y si llegan a descubrirnos?

—¿Y quién es el que va a atreverse contra todos esos bis-cobras? En cuanto los vean los marineros saldrán huyendo como rayos. ¡Por Baco! ¡Tenemos en esa habitación unos centinelas que valen más que todos los guerreros de la isla! ¡Silencio! ¡Escuchemos, a ver si siguen disparando cañonazos!

En vez de las detonaciones oyeron descender por aquella especie de lucerna de la sala de las gallinas un rumor de fuertes gritos.

Parecía que todos los isleños se habían puesto furiosos.

—¿Habrán asaltado el poblado los marinos del Nizam? —preguntó Palicur, que escuchaba atentamente.

—No oigo ningún tiro de fusil —contestó Will—. Es probable que los soldados enviados por el comandante hayan llegado a la aldea.

—¡Deberían llevarse a la Princesa! —dijo Jody.

—¿Y dejarme viudo antes de casarme? ¿Crees que mi corazón es un pedazo de corcho? ¡Sangraría durante muchos años!

—¡Es usted un bribón, señor Will!

—¡Silencio! —dijo Palicur.

Habían cesado los gritos; pero se oía un rumor confuso, como si una multitud discurriese por el poblado hablando animadísimamente.

Aquello duró un cuarto de hora; enseguida reinó un profundo silencio. Parecía que todos los habitantes se habían retirado a sus cabañas.

—¿Qué deduce usted de todo esto, señor Will? —preguntó el pescador de perlas.

—Supongo que los soldados del Nizam habrán acampado en la plaza de la villa, dejando para mañana el trabajo de buscarnos —contestó el contramaestre.

»Y ya que por el momento no corremos peligro, os propongo que nos preparemos una cama lo más cómoda posible, para que también nosotros podamos dormir.

—No veo lecho alguno, señor Will —dijo Jody.

—¿No podían servirnos de algo las jaulas? Nosotros estamos acostumbrados a dormir sobre tablas.

—¡Muy buena idea, señor Will! Me tenía preocupado lo de dormir en el santo suelo, pues he visto un ciempiés de mil puntas dando vueltas en ese rincón.

Quitaron cinco o seis jaulas y las pusieron en medio de la sala, unas al lado de las otras; las taparon con las telas que habían llevado cubriendo los cestos, y se tendieron encima, seguros de que nadie había de ir a molestarlos, teniendo, como tenían en la sala inmediata, aquellos centenares de venenosos y horribles lagartos.

Estaban tan cansados, que no despertaron hasta que amaneció. Por la especie de lucerna de la cúpula descendía un hermoso haz de rayos luminosos, suficiente para iluminar todos los rincones de la habitación subterránea, y con la luz descendía también un rumor, de cuando en cuando acentuado por agudos gritos.

También debían de haber despertado los habitantes del poblado, que parecían protestar contra la presencia de los marinos del Nizam.

—Dejemos que ellos se las arreglen, y entretanto tomemos algún bocado —dijo Jody saltando de las jaulas al suelo—. No sé si es el aire que entra por ese tubo o el miedo de que vuelvan a ponerme preso conduciéndome otra vez a Port-Cornwallis a comer aquella pésima sopa, pero lo cierto es que tengo un apetito de tigre.

Destapó los dos cestos, y fue sacando sucesivamente media docena de tortuguitas asadas, galletas hechas con la fruta del árbol del pan, un magnífico pichón asado al horno y varios cocos, ya medio abiertos y que debían proporcionar una bebida gustosísima, porque todavía no estaban maduros.

Iban a desplegar un ataque en regla contra tan abundante desayuno, cuando de repente comenzaron a resonar golpes formidables en una puerta, como si alguien tratase de echarla a abajo en fuerza de hachazos.

Jody dejó caer la nuez de coco que estaba bebiendo, y Will y Palicur se pusieron en pie de un salto, ambos muy pálidos.

—¡Echan abajo la puerta exterior! —exclamó el contramaestre mirando en derredor como para buscar un arma.

—¡Están ahí los bis-cobras, señor Will! —dijo Jody recogiendo la nuez y acercándosela ávidamente a los labios—. ¡No me frustren ustedes el desayuno con el miedo!

—¡Te digo que echan abajo la puerta de la primera sala!

—¡Bueno; pues les morderán las piernas esos lagartos tan feos! Porque me figuro que no habrán sido tan estúpidos los isleños que les hayan provisto de las ramas que los espantan.

Seguían con furia los hachazos y los golpes de fusil dados contra la puerta de la habitación de los ciempiés y de los lagartos; los tablones de tek oponían gran resistencia, pues esa madera es tan dura como el palo de hierro del Brasil. En fuerza de golpes y hachazos la puerta cedió al cabo por los goznes, y los tres prófugos la oyeron caer al suelo con estrépito.

Pero enseguida resonaron gritos de espanto.

—¡Atrás!

—¡Está lleno de bis-cobras!

—¡Que el Infierno se trague a estos imbéciles isleños!

—¡Corriendo! ¡Corriendo!

Estas palabras, pronunciadas en inglés, advirtieron a los presidiarios que, en efecto, eran marineros europeos, y no nikobarianos. Los lagartos habían sido más que suficientes para ponerlos en fuga.

—¡Se han ido! —dijo Will respirando con fuerza—. ¡Te confieso, Palicur, que he tenido un momento de terror!

—¡Estos isleños han tenido una idea magnífica al escondernos aquí dentro! Porque ¿quién podría suponer que haya hombres escondidos entre tantísimo animal venenoso?

—¡Por esta vez, también hemos escapado!

—¡Ahora aprovechemos el tiempo para comer! —Dijo Jody, que tenía la boca llena—. ¡Esos curiosos me han quitado un poco de apetito! ¡Ojalá se los trague a todos el mar con su asmática barcaza!

Seguros de que los ingleses no habían de volver a buscarlos, se sentaron en derredor de los canastos, abriendo una brecha más que regular en las provisiones, y, sobre todo, vaciando varios cocos.

—¡Este es un verdadero desayuno de príncipe! —dijo Jody, que había comido por cuatro—. ¡Si ahora pudiera fumarme una pipa, sería el hombre más feliz del mundo!

Previendo que los isleños no irían a ponerlos en libertad demasiado pronto, por miedo a los ingleses, volvieron a tenderse en las jaulas y procuraron descabezar otro sueñecillo para reponerse de los insomnios pasados en el mar; pues, como ya sabemos, no habían podido cerrar los ojos ante la amenaza constante de que los descubriera el Nizam.

En efecto; solicitados por el silencio que reinaba, pues las gallinas no hacían el más pequeño ruido, no tardaron en dormirse profundamente. Nadie sabe el tiempo que habrían seguido roncando, si no los hubiese despertado el rechineo de una llave. Entonces se irguieron rápidamente llenos de sobresalto.

Era el ministro que los había conducido hasta allí, que entraba acompañado de media docena de guerreros, provistos todos de las misteriosas ramas con cuyo olor se lograba apartar a los bis-cobras.

—¿Y los ingleses? —preguntó Will saltando de la jaula.

—¡Se han ido! —contestó alegremente el ministro—. No he querido impedirles que buscasen a ustedes.

—¿Cuándo se han marchado? —Hace dos horas—. ¿Levaron anclas?

—Sí; se han dirigido hacia el Sur.

—¿Hacia el Sur, o hacia el Norte?

—No, hacia el Sur: eso han dicho los correos que hemos enviado a la bahía de Saoni.

El contramaestre arrugó el entrecejo. Hubiera preferido que se hubiesen vuelto a Port-Cornwallis, porque, prosiguiendo el rumbo hacia el Mediodía, podrían encontrarlos todavía en el Océano Indico.

—¡No desesperemos! —murmuró para sí. En seguida preguntó al ministro:

—¿Han cometido alguna violencia?

—No, señor: primero amenazaron con poner fuego al poblado y con llevarse prisionera a la Princesa.

—¡Qué lástima que no se la hayan llevado de verdad! —murmuró Jody.

—Señores, la Princesa espera a ustedes para, comer-prosiguió el ministro. —Hay que ir disponiendo las fiestas con que se ha de obsequiar al pueblo en el día de la boda.

—¡Sí, hay que celebrar fiestas tales, que quede en la memoria de todos recuerdo imperecedero! —contestó Will con ligera ironía.

—A usted corresponde, como futuro príncipe de Karnikobar, dar las órdenes oportunas, pues todo deseo de usted será obedecido por nosotros.

—Quiero que ese día esté muy alegre todo el pueblo; y como hay que excitar la alegría, usted dispondrá de modo que puedan prepararse grandes cantidades de arak. ¡Tienen que correr verdaderos ríos de licor por la plaza! ¡En lo demás ya pensaré!

—Pondremos a disposición de usted, señor hombre blanco, todas las plantaciones de caña de azúcar que pertenecen al Estado; así podremos preparar arak bastante para inundar media isla. ¡Síganme ustedes, porque la Princesa se impacientará!

Atravesaron la habitación de los bis-cobras barriendo el suelo con las ramas para alejar a los lagartos, y salieron de la antigua pagoda desfilando por entre dos apiñadas filas de isleños que los saludaban con gritos, aplausos y saltos tan cómicos, que hacían reír a carcajadas al buen Jody.