EL PROMETIDO DE NAJA
Jody, que era el más indiferente de los tres, pues no tenía interés alguno en ir o no ir a Ceylán, rompió el silencio de sus compañeros con una carcajada tan ruidosa, que hizo acudir corriendo a los tres guerreros que habían quedado en la terraza.
—¡Oh señor Will! —exclamó apretándose los costados—. ¡Usted ha nacido con fortuna! ¡Escapar del presidio para convertirse horas después en príncipe de Karnikobar!
—¡Y te ríes, bribón! —gritó el contramaestre, que maldito lo contento que estaba con aquella fortuna que se le venía encima como llovida del Cielo.
—¡Cómo! —exclamó el mulato fingiéndose indignado—. ¿Se le ofrece a usted una hermosa viuda con un par de ojos espléndidos, joven todavía, y además un reino, y se pone usted a rabiar? ¡Pues, señor, los hombres blancos son ustedes muy exigentes!
—Lo que se me ofrece es una prisión —dijo Will—; y como no tengo deseo alguno de plantar ajos en esta isla ni de fundar una familia de color de café con leche, rehúso el reino y la hechicera viuda. Además, he prometido a Palicur ayudarle, y mantengo mi palabra.
—¡Vamos a ver, señor Will! —dijo el malabar, que era el más preocupado y el más interesado en salir lo más pronto posible de la isla—. ¿Cree usted que si nos negamos a acceder a sus deseos sea capaz esa mujer de dejarse llevar de algún movimiento de violencia contra nosotros?
—Me parece que no es de las que tienen ganas de bromas —contestó Will—. Es omnipotente, y, lo que es peor, la obedece todo el mundo. Puede darnos graves disgustos y exponernos al peligro de que vuelvan a prendernos.
—¡Que es el mayor! —dijo Jody—. ¡Me había olvidado del Nizam!
—Sí —dijo Will—; lo que tenemos que hacer es ganar tiempo. Alargaré la celebración del matrimonio el mayor tiempo posible.
—Si ella accede —dijo el mulato—. Tendrá prisa por ser la mujer de un hombre blanco, señor Will. ¡Qué honor para ella!
—¡Tú tienes todas las trazas de tomarlo a broma, Jody!
—¡Nada de eso, señor Will; tengo envidia de la buena suerte de usted!
—¡Te la regalo! ¡Te cedo de muy buena gana la viuda y el poder!
—¡Desgraciadamente, mi piel es de color azafranado! En aquel instante se abrió la puerta y volvió a aparecer la viuda con sus damas, los cuatro ministros y siete u ocho guerreros armados hasta los dientes; probablemente, los jefes más altos del ejército nikobariano.
—La bala de cobre acaba de hundirse ahora mismo —dijo ella mirando a Will con aire de desafío—. ¿Qué es lo que han decidido ustedes? Mi pueblo espera con impaciencia su respuesta.
—¿Y si hubiera pensado en rehusar? —preguntó el contramaestre con voz tranquila.
—En ese caso, no tengo más que hacer una señal a estos guerreros, y esta noche los tiburones de la bahía de Saoni no se quedarían sin cenar.
—¡Esto es un demonio que ni yo mismo tomaría por mujer! —murmuró Jody—. ¡A la primera reyerta que tuviéramos, mandaría que me metiesen en la boca de un caimán!
—¡Vamos! —gritó la viuda dando con el pie en el suelo, llena de impaciencia.
—Cedo ante la imposición de usted —respondió el marino—; pero con la condición de que nuestro matrimonio se verifique en la noche de la luna nueva, pues ésta es la costumbre de mi país.
—¡Sea! —respondió la viuda—. Durante estos seis días, tanto a usted como a sus compañeros se los vigilará muy de cerca para que no puedan escapar. Además, les advierto que la chalupa de ustedes la he mandado echar a pique en la bahía de Saoni para quitar a ustedes toda esperanza de poder alejarse de la isla.
Will contuvo con trabajo una imprecación; Jody masculló cuatro insultos contra la Princesa, y Palicur estuvo a punto de emprenderla a puñetazos y puntapiés con ministros y guerreros.
—¡Ha hecho usted una tontería, señora! Esa chalupa tenía una máquina de vapor, la cual le imprimía una gran velocidad, y hubiera sido un gran refuerzo para nuestra flota.
—No la echaremos de menos —contestó la viuda—. ¿Tiene usted alguna otra cosa que decir?
—Sí; tengo otra cosa que decir —añadió Will—. Si quiere usted que permanezca aquí, ordene a sus súbditos, especialmente a los que habitan en las inmediaciones de la bahía de Saoni, que contesten al barco que esta noche o mañana arribará que hace mucho tiempo que no ha desembarcado aquí ningún extranjero. Si los marinos de ese barco saben que estamos aquí, bajarán a tierra a libertarnos.
La viuda le miró con asombro.
—¡Cómo! ¿Va a venir a buscaros un barco? —exclamó.
—Sí —contestó Will.
—¿Y tiene muchos marineros ese barco? —preguntó la dama, que se había sobresaltado bastante.
—Y también cañones.
—¿Y no se dejarán libertar ustedes por esos marinos?
—No; quiero permanecer aquí, puesto que me he decidido a ello. Tenga usted cuidado con que no se les escape la menor palabra a sus súbditos, porque esos marinos no saldrían de esta isla sin llevarme consigo, aun cuando tuviesen que emplear la fuerza contra usted.
—¡Este Will es un verdadero maestro en truhanería! —murmuró Jody—. ¡Salva la cabra y los cabritillos y nos pone en seguro a todos!
—¡Ya estaba yo segura de que concluiría usted por aceptar mi proposición! —dijo la viuda llena de alegría—. Venga usted: nuestro pueblo está reunido en la plaza y nos espera para aclamarnos.
—¡Perdone usted, princesa! —dijo Jody adelantándose e inclinándose profundamente—. Y de mí y de mi compañero, ¿qué es lo que piensa usted hacer? Todavía no sabemos cuál es la suerte que nos espera, pues suponemos que no iremos a servir de cena a los tiburones de la bahía.
—Mi marido pensará en el cargo que ha de concederos a cada uno.
—El indio es un valiente marino —dijo Will.
—Le nombraremos jefe de nuestra flota —respondió la viuda.
—Y éste —prosiguió imperturbable el contramaestre, indicando a Jody— goza fama en su país de ser un gran guerrero.
—Será el comandante supremo de nuestro ejército. ¡Venga usted, hombre blanco; nuestro pueblo se pondrá contentísimo viéndole a mi lado!
Cogió por una mano a Will y le condujo a la terraza, seguida de las damas, de los ministros y de los guerreros.
Jody no debía participar, al menos por el momento, d«aquellos honores, y prefirió quedarse cerca del ánfora que contenía aquel excelente licor, y al lado de Palicur.
—¡A la salud de mi colega el ministro de Marina y gran almirante! —dijo con cómica gravedad vaciando dos o tres copas, una detrás de otra.
—¡A la salud de mi colega el ministro, de la Guerra! —respondió el malabar haciendo un esfuerzo por sonreír.
—¡Qué bien arreglaría yo las cosas si esas damas fuesen más jóvenes! —dijo al maquinista.
—¿Casarnos con ellas?
—Deben de pertenecer a la más alta aristocracia nikobariense, mi querido Palicur. ¡Es lástima que no tengan veinte años menos!
—Te dejo las dos de muy buena voluntad —contestó el pescador de perlas—. ¡Mi corazón no late más que por Juga!
Se pasó una mano por la frente como para arrojar de sí un recuerdo triste, y dio un largo suspiro.
—¡No —dijo después—; aun cuando me cueste la vida, yo no permaneceré aquí! ¡A los pescadores de perlas no les da miedo el mar!
Vació de un solo trago la taza que le había llenado Jody, mientras allá fuera la multitud parecía haberse vuelto loca aclamando a Will y a la viuda. Gritaba de tal modo el pueblo soberano, que retemblaban las paredes de la casa.
Cuando los novios entraron en la habitación ambos sonreían y mostraban gran contento. El contramaestre llevó su galantería hasta ofrecer el brazo a la Princesa.
—¡Qué hipócrita! —murmuró Jody—. ¡Si supiese la viudita que en este momento está pensando en la mejor manera de plantarla antes de la noche de bodas!
Los penados se entretuvieron hablando con las tres mujeres, los ministros y los jefes del ejército hasta después de ponerse el Sol; por lo tanto, cuando todos los habitantes del poblado, que no podían tenerse en pie, ni tenían la garganta sana después de lo que habían gritado, se habían marchado a sus respectivas viviendas a descansar, el nuevo príncipe y los nuevos ministros fueron conducidos a una de las casas de propiedad de la viuda, poco distante de la que ella habitaba, y en la que vivió con el difunto jefe. La vivienda era muy bonita y tenía terraza y techados a ambos lados como si fuesen marquesinas.
Los acompañó una escolta de veinte soldados, armados la mayor parte con mosquetones daneses: dicha escolta se quedó bajo los techados de la vivienda con objeto de vigilarlos.
—¡Muy bien, señor Will! —dijo el maquinista así que estuvieron solos—. ¿Durará mucho esta comedia?
—Lo menos posible, amigos míos —respondió el contramaestre—. Espero que antes del día fijado para el matrimonio estaremos muy lejos de aquí.
—Pero ¿podremos marcharnos con la escolta que nos ha encasquetado esa tunanta?
—Yo no digo que podamos emprender el vuelo esta noche —contestó el marino—; pero dentro de algunos días mi amada prometida no dudará ya, que no quiero abandonarla. ¡Dejadme a mí la tarea de conquistar su entera confianza!
—Son pocos ocho días, señor Will —dijo Palicur.
—En una semana se pueden hacer muchas cosas, mi valiente malabar. Mientras tanto tú dirás mañana que quieres ir a la bahía de Saoni para ver la flota antes de encargarte de su mando.
—Y yo diré que quiero pasar revista a mi ejército —añadió Jody riendo a carcajadas.
—Lo que debe interesarnos es la Marina —dijo el contramaestre—. Naja me ha dicho…
—¿Quién es Naja? —preguntó Jody.
—¿Quien ha de ser? ¡Mi prometida!
—¡Tiene nombre de reptil! ¡Ah, señor Will; no se deje usted coger entre los anillos de esa serpiente! ¡Esa mujer debe de tener el corazón de una naja negra!
—Te diré que mientras la multitud nos aclamaba oí que uno de los ministros manifestaba a otro compañero el temor de que me tocase la china que envió al otro mundo al segundo marido.
—¿Cómo? ¿Sería usted el tercero?
—Así parece —contestó Will.
—¿Habrá envenenado a los otros dos? —preguntó Palicur—. ¡De una mujer que se llama Naja no puede esperarse otra cosa! Esos reptiles son terriblemente venenosos, y no se conoce antídoto alguno contra sus mordeduras. ¡En guardia, señor Will!
—No le dejaré tiempo para que me inyecte el veneno que debería mandarme al otro mundo a hacer compañía a sus dos primeros maridos —contestó el contramaestre—. Levantaremos el campo antes; y para eso es preciso que tú, Palicur, te cerciores del estado de la flotilla nikobariana. Ya que no tenemos la chalupa, escogeremos el mejor barco de la escuadra para intentar la travesía.
—Me cuidaré de eso —respondió el malabar—; conozco los barcos de estos isleños.
—Que serán pésimos, de seguro —dijo Jody.
—No tanto como tú crees. Saben labrar muy bien sus embarcaciones. Cierto que son pequeñas.
—¿Y en qué fecha, poco más o menos, será nuestra huida?
—Escaparemos la noche de mi matrimonio, amigo Jody —dijo Will—. Antes de ese día no nos es posible, teniendo, como tenemos, una escolta que no nos perderá de vista ni un momento. He trazado mi plan, y tengo la seguridad de que tendrá un éxito completo.
»Primero, grandes fiestas; después, borrachera general del pueblo; enseguida, retirada con antorchas; después, silencio absoluto, y en su casa todo el mundo, castigándose con la muerte al que desobedezca mis órdenes; después, la fuga…
—¡Saludada con cañonazos! —gritó Jody, que había dado un salto.
Una fuerte detonación que hizo retumbar las paredes resonó en aquel momento en dirección de la bahía de Saoni, extendiéndose su eco por los bosques vecinos.
—¡El Nizam! —exclamaron el contramaestre y Palicur lanzándose hacia la terraza.
—¡Que saluda el próximo casamiento de usted, señor Will! —dijo Jody.
Aquel cañonazo inesperado, que habían oído todos, pues el poblado de la Princesa estaba a unos kilómetros de distancia de la bahía, hizo salir de sus respectivas cabañas a todos los habitantes y correr hacia la vivienda de Naja a los jefes militares.
—¡No puede ser otro barco más que el Nizam! —dijo el contramaestre algo emocionado—. ¡Es preciso expedir inmediatamente mensajeros a los que habitan las playas para que no digan al comandante que hay aquí un hombre blanco! ¡Una palabra que se les escape, y estamos perdidos!
—¡Si nos cogen, volverán a llevarnos a la penitenciaría! —dijo Palicur.
Iban a llamar a los guerreros de la escolta, cuando llegó anhelante uno de los ministros de la Princesa.
—¡Señor hombre blanco! —dijo precipitándose en la terraza donde estaban los penados—. ¿Ha oído usted el cañonazo?
—Sí —contestó el contramaestre, procurando dominar su inquietud.
—La Princesa me envía a preguntar a usted si es ése el barco que ha de llevarlos a ustedes.
—Sí —respondió Will—; y mande usted advertir a los ribereños y habitantes de la costa que nieguen la llegada a esta isla de un hombre blanco acompañado de un indio y de un mulato, porque si no, querrán llevarnos.
—Inmediatamente expediremos correos.
—¡No se retarde usted ni un solo minuto!
El ministro salió corriendo, en tanto que en la plaza se reunieron rápidamente varios grupos de guerreros, en previsión de que la tripulación del barco intentase invadir el país.
Después del cañonazo no se había vuelto a oír ningún otro. Era más que probable que hubiese atracado alguna chalupa a cualquiera de las aldeas de la costa con objeto de interrogar a los isleños, y este temor preocupaba vivamente a los fugitivos. Si los correos llegaban tarde, casi podría tenerse por seguro que alguno de los que asistieran a los funerales habría dejado escapar algo acerca del hombre blanco y del hundimiento de la chalupa de vapor en la bahía de Saoni.
Varios guerreros jóvenes escogidos entre los más ágiles habían salido inmediatamente en distintas direcciones para dar cumplimiento a las órdenes que dictara la viuda. ¿Llegarían a tiempo? Esta duda era lo que turbaba sobre todo el ánimo del contramaestre.
Juntos en la terraza y poseídos de una verdadera angustia esperaban los tres desgraciados el regreso de alguno de los correos para interrogarle.
Así, entre una ansiedad grandísima, trascurrió inedia hora, cuando de pronto los fugitivos vieron llegar precipitadamente al ministro de antes, acompañado de algunos guerreros que llevaban ramas resinosas, con las cuales sustituían, bien o mal, las antorchas.
—¡Vengan ustedes enseguida conmigo! —Dijo precipitadamente a Will—. ¡Nuestros correos han llegado demasiado tarde, y viene hacia el poblado una escuadra de soldados blancos!
—¡Sois unos estúpidos! —gritó Will—. ¡Nos habéis perdido!
El ministro hizo un movimiento de asombro.
—Pero ¿no son esos marineros los de ustedes? —preguntó.
—¡Si; son marineros que nos llevarán a la fuerza al barco y os dejarán sin vuestro nuevo jefe!
—¡Es que nosotros estamos decididos a no entregar a ustedes! ¡Ya están en armas todos los guerreros!
—Pero ¿ustedes tienen cañones con que contestar a los del barco?
—Nunca hemos tenido esas grandes bestias de hierro.
—Entonces, no podrán ustedes resistir. ¡Lo mejor que deben hacer es escondernos!
—Precisamente para eso me ha enviado Naja —dijo el ministro—. Los esconderemos en el sitio donde se custodian las gallinas que producen la seda. En ese sitio no se atreverán a entrar los hombres blancos.
—¡Llévenos usted con mil de a caballo, aunque sea a una caverna marina! ¡Poco importa, con tal que no nos encuentren esos marineros! —Dijo Will—. ¡Y, sobre todo, no perdamos tiempo!
—¡Síganme ustedes!
Atravesaron a la carrera el poblado y se metieron en la floresta, deteniéndose al poco tiempo ante una construcción que recordaba un poco las antiguas pagodas cingalesas y birmanas, y que tenía la forma de medio huevo de colosales proporciones, coronada por un asta rodeada de flores parecidas a las campanillas.
Con una gran llave abrió el ministro una puerta maciza de madera de tek, tan gruesa, que podía desafiar las balas de un cañón de mediano calibre, e introdujo a los perseguidos en una habitación subterránea y muy húmeda, entregándoles al propio tiempo unas ramas de árbol con muchas hojas, las cuales cogió de un rincón.
—Tengan ustedes esto —les dijo.
—¿Y para qué necesitamos estas ramas? —preguntó el contramaestre.
—Para alejar los bis-cobras y a los ciempiés. Únicamente con el olor que despiden estas hojas basta para alejarlos e impedirles que muerdan a ustedes. ¡Miren!
El ministro levantó la antorcha que llevaba en la mano, y a su claridad vieron huir por el húmedo suelo una verdadera legión de grandes lagartos erizados de puntas, que por entre la entreabierta boca enseñaban la lengua, dividida en su extremidad en dos puntas, a las cuales tenían adheridos dos dardos cónicos muy agudos, con los cuales aquellos asquerosos animales inoculaban un activísimo veneno.
—¡Los bis-cobras! —exclamó Will dando un salto atrás—. ¿Para qué tienen ustedes aquí estos horribles y venenosos lagartos?
—Para que los ladrones no roben las gallinas que vomitan la lengua azul, y que pertenecen únicamente a nuestra soberana.
—¿Gallinas que vomitan lengua azul? —murmuró Jody—. ¿Qué embuste nos cuenta este hombre?
—¡Adelante! —dijo el ministro moviendo a un lado y a otro su rama.
Los bis-cobras, que, por lo visto, no podían resistir el olor que despedían las hojas, huían precipitadamente hacia los ángulos más oscuros de la sala subterránea, dejando libre el paso.
Atravesada la sala, el ministro abrió una segunda puerta e hizo entrar a los extranjeros en otra sala circular, que durante el día debía de recibir la luz por un agujero abierto en lo alto de la gran cúpula, y que era una especie de conducto perfectamente liso. En derredor había un gran número de polleras de bambú, en las cuales se agitaban gran número de volátiles del tamaño de gallinas ordinarias.
—Éste es un asilo seguro —dijo el ministro—. Los marineros no se atreverán a atravesar una habitación habitada únicamente por bis-cobras.
Mandó dejar en tierra dos grandes cestillos que había llevado un soldado, añadiendo:
—Aquí encontrarán ustedes cuanto les haga falta. Estén ustedes tranquilos: en cuanto haya zarpado el barco vendré a buscarlos.
—¡Nos deja usted en bonita compañía! —dijo Jody—. ¿Nos habremos convertido en pollos?
El ministro había cerrado ya la puerta, después de haber mandado poner en la hendidura del suelo algunas antorchas, y se marchó con su escolta.