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LOS PRISIONEROS

Cuando se vieron solos, tan bien encerrados y guardados por fuera, pues por entre las rendijas de la puerta atisbaron a varios isleños que rodeaban la cabaña, los tres prisioneros comenzaron a considerar en su verdadero aspecto aquella aventura, a la cual no dieron importancia alguna en un principio.

Aun cuando tenían como seguro que la viuda no había de llevar las cosas hasta el extremo de sacrificarlos en honor del difunto, pues les nikobarianos son muy respetuosos con los extranjeros, y sobre todo con los europeos, aquella inesperada prisión los preocupaba. La llegada del Nizam, que no tardaría en aparecer, les ponía los pelos de punta.

Si, como era de suponer, aquel barco anclaba en la bahía de Saoni antes de seguir explorando hacia el Sur, corrían el peligro de que los capturasen y volvieran a llevarles a la penitenciaría, de la cual con tanto peligro habían logrado escapar. La noticia del desembarco de un hombre blanco ya debía de ser conocida en las aldeas de la viuda, y, por lo tanto, no era difícil que se lo dijesen al comandante del Nizam.

—¡No creía yo que esto concluyese tan mal! —dijo el contramaestre, que iba y venía por la cabaña como un león encerrado en una jaula—. ¡He aquí una buena acción que ha sido recompensada como no era de suponer!

—¡Señor Will —dijo Palicur, que no estaba me nos furioso—, déjeme usted derribar de un empujón estas paredes, y escapemos!

—¿Sin armas? —exclamó Jody—. Los isleños nos cortarían enseguida el paso. Y, además, ¿encontraremos todavía la chalupa en la cala? Es imposible que no la hayan descubierto y remolcado a la bahía de Saoni.

—Adondequiera que la hayan llevado nos descubrirá-exclamó Will apretando los puños. —Si la ve el comandante del Nizam, obligará a estos isleños a que nos entreguen, amenazándolos con los cañones si es preciso.

—¿Qué querrá de nosotros esa viuda? —preguntó Jody—. ¡Tengo curiosidad por saberlo!

—No creo que se atreva a poner la mano sobre nosotros —contestó el contramaestre—; pero, sin embargo, desearía verme lejos de aquí.

—¡Hemos hecho una tontería dando acogida en nuestro campamento a esos dos esclavos, señor Will! —dijo el pescador de perlas.

—Cualquier europeo hubiera hecho lo mismo —repuso el marino—. Pero, en fin, ahora es demasiado tarde para arrepentimos: lo que debemos hacer es pensar en la manera de salir de este atolladero.

—¡Silencio! —dijo Palicur en aquel momento.

Ante la puerta se habían reunido algunos isleños que parecían ocuparse en quitar los troncos de árbol amontonados en ella.

—¡Van a comenzar los funerales! —dijo Jody, que miraba por una ranura desde la cual veía la plaza—. La multitud deja la hoguera y se dirige hacia una cabaña muy grande.

Inmediatamente de haber dicho esto el maquinista se abrió la puerta y entraron cuatro guerreros armados con antiguos fusiles de chispa, abandonados, probablemente, un siglo antes por los colonos daneses o austríacos, e invitaron a los presos a que los siguieran.

—¿Adónde queréis llevarnos? —preguntó Will.

—Ante la viuda de Kanai-Tur —contestó uno de ellos—. Van a comenzar los funerales.

Como no querían exasperar a aquella mujer, que, según todas las trazas, ejercía un poder absoluto sobre gran parte de los isleños, siguieron a la escolta.

La plaza estaba llena de gente silenciosa que rodeaba una montaña de troncos y ramas, encima de la cual se veía una especie de «palanquín» cubierto con una tela de seda. Era, seguramente, la pira fúnebre, pues los nikobarianos tienen la costumbre de quemar sus muertos, como lo hacen los indios de la gran península.

Condujeron a los tres cautivos de la viuda, que era una vivienda amplia y bonita, con el tejado en punta como los de los bungalows de la India. En derredor del edificio corría una terraza protegida de los rayos del Sol por telas de colores y flanqueada por magníficos cocoteros.

La viuda estaba sentada en la terraza junto a dos viejas nikobarianas, probablemente dos damas de honor. Las tres vestían amplias y largas camisas de guipur indio.

Will, que se esforzaba por mostrarse deferente con la poderosa viuda, la cual podía jugarles una mala pasada, le besó la mano que le alargaba, cosa que produjo mucho contento a la dama, que parecía haberse consolado ya de la desventura qué le acaeciera, a juzgar por la plácida serenidad de su rostro.

Los tres prisioneros se sentaron en cómodas sillas de bambú, pero detrás de cada uno de ellos se colocó un guerrero armado con su respectivo fusil; enseguida la viuda hizo una señal con un pedazo de tela blanca que tenía en la mano.

Entre la multitud que llenaba la plaza estallaron, más que gritos, aullidos ensordecedores, acompañados de un espantoso ruido producido por dos docenas de gongs y un número no menor de grandes tambores de arcilla recubiertos de piel por ambos extremos.

Al propio tiempo algunos hombres provistos de antorchas pusieron fuego a la pira, la cual debía estar abundantemente rociada con alguna materia resinosa, y otros echaban sobre los troncos inflamados los cadáveres de los esclavos sacrificados en honor del jefe para que le escoltaran en su viaje al otro mundo.

En tanto que las llamas se levantaban alcanzando monstruosa altura y envolviendo el palanquín en que dormía el muerto, la multitud danzaba cantando y aullando.

Hombres y mujeres parecían haberse vuelto locos de repente. Saltaban como bestias feroces, se echaban a rodar por el suelo levantando nubes de polvo, se arañaban el rostro hasta producirse sangre, se arrancaban puñados de cabellos, y se lanzaban entre los haces de chispas que saltaban de la pira, quemándose el cuerpo por veinte sitios.

En cambio, la viuda y las damas conservaban una calma olímpica, sin manifestar sentimiento alguno. Charlaban entre sí con toda tranquilidad, chupando de cuando en cuando pedazos de caña de azúcar, como si no tuviesen nada que ver en la ceremonia fúnebre.

—¡Cualquiera diría que no era muy grande la armonía que reinaba entre los cónyuges! —dijo Jody—. ¡Le pegaría palizas el marido demasiado a menudo!

—Lo cierto es que la viuda no me parece que está muy conmovida —contestó el contramaestre.

—¡Mientras el pueblo se araña las narices y se tira de los pelos, estas mujeres se endulzan la boca con caña de azúcar!

—Quizás después se muestren más dulces con nosotros y nos dejen marchar adonde nos llaman nuestros asuntos.

—Eso espero, Jody —respondió Will—. Supongo que la viuda no tendrá la intención de retenernos como esclavos.

—¡Se me ocurre una idea!, señor Will.

—¿Cuál?

—Desde hace algunos minutos vengo notando que mientras charla con las damas la viuda nos dirige miradas harto expresivas.

—¿Y qué quieres decir con eso?

Un ruido espantoso, que arrancó a la multitud un grito todavía más espantable, impidió que el contramaestre oyese la contestación del maquinista.

Se había hundido la pira arrastrando consigo el cuerpo del difunto, ya convertido en cenizas, y una verdadera lluvia de fuego caía sobre la plaza, obligando a huir a músicos y danzantes.

Durante algunos momentos lo envolvió todo una inmensa nube de humo; después, cuando poco a poco se fue disipando aquella nube, apareció un conjunto de troncos de árbol medio consumidos por el fuego, y todavía lanzando grandes llamaradas.

La viuda se levantó y dijo a los tres prisioneros:

—Ha concluido la ceremonia fúnebre. ¿Quieren ustedes alguna cosa?

—¡Bebería algo de buena gana: estoy medio asado! Agradeceríamos mucho aunque fuese medio barril de cerveza.

—No sé qué es eso —contestó sonriendo la viuda—; pero puedo dar a ustedes otra cosa para beber. ¡Síganme ustedes!

Dejaron la terraza, donde era insoportable el calor que despedían aquellos leños ardiendo, y entraron en una bonita sala de amplias ventanas semiovales defendidas de la luz solar por cortinas de cocotero y amueblada con cierto gusto con divanes, sillas y mesas de manufactura india.

La viuda, que se mostraba muy amable, mandó llevar a uno de sus esclavos una gran ánfora panzuda y llenó varias tazas con un líquido blanquecino, invitando a beberlo a los prisioneros.

Era una especie de vino de palma muy agradable, un poco picante, pero a propósito para apagar la sed. Después hizo que llevasen unos pastelitos bañados en jarabe de caña de azúcar, y ella misma cogió uno y se lo ofreció al contramaestre, en tanto que otras dos damas hacían lo mismo con Palicur y Jody.

—Ahora, señora —dijo Will así que hubo bebido un par de vasos—, espero que nos dejará usted proseguir nuestro viaje, pues tenemos que ir muy lejos.

—¿Adónde se dirigen ustedes? —preguntó la viuda.

—A Ceylán, señora.

—He oído hablar, pero muy vagamente, de esas tierras. ¿Qué es lo que van ustedes a hacer allí?

Tenemos negocios con los pescadores de perlas del estrecho de Manar.

—¿Y por qué no se quedan ustedes aquí? Mi isla es muy hermosa, yo soy riquísima, y mando en la mitad de sus habitantes: ofrecería a ustedes bonitas casas, plantaciones y esclavos, y ustedes se ocuparían en la instrucción de mi ejército. Yo sé que los hombres blancos, y también los indios, son guerreros famosos.

—¡Es imposible, señora! —dijo el contramaestre con voz firme—. Nuestros asuntos son demasiado graves, y no podemos detenernos.

La viuda arrugó el entrecejo mirando al marino intensamente con sus bellísimos ojos negros muy encendidos, y le dijo bruscamente:

—¿Y si les impidiese marchar? La chalupa de ustedes está en mis manos.

—¡Usted no tiene derecho para retenernos! —replicó con viveza el contramaestre—. ¡Somos hombres libres, y nuestros compatriotas podrían hacer pagar a usted muy cara esta arbitrariedad!

—¿Y cómo lo sabrían? —preguntó con ironía la viuda.

—De cualquier modo se les podría hacer saber que estamos aquí prisioneros.

—Yo no he dicho que los retenía como prisioneros —dijo la viuda—. Antes al contrario; les concedo libertad y honores.

—Nosotros no sabríamos qué hacer con esos honores.

—¡Ya veremos si rechazan lo que les ofrezca!

—Le repito a usted que lo que queremos es marcharnos.

—¡Ah! ¿Conque es eso sólo?

En aquel momento entró un esclavo diciendo:

—¡Los ministros!

Cuatro indígenas viejos, vestidos de blanco como la viuda, y empuñando grandes bastones con puño de plata, muy parecidos a los de los tambores mayores, entraron haciendo profundas reverencias. —Ya que el gran jefe Kanai-Tur acaba de partir para el reino de las tinieblas— dijo el que parecía más viejo, —el pueblo quiere, princesa, que tomes nuevo marido. ¿Has pensado en escogerlo?

—Sí —respondió la viuda levantándose—. Yo le daré a mi pueblo un jefe valeroso que hará feliz a la nación, porque pertenece a una raza de las más inteligentes que existen.

—¿Quién es? —preguntaron los ministros—. ¡Este! —respondió la viuda, señalando con el índice al contramaestre—. ¡Éste será el nuevo jefe de la isla; éste será mi marido!

—¡Cataplún! —exclamó Jody, en tanto que Will se ponía en pie furioso y Palicur quedaba medio muerto.

—¡Sí; éste será mi marido! —repitió la viuda.

—¡Señora-gritó el contramaestre, que perdía los estribos, —yo no pienso casarme más que con una mujer de mi país, y que sea blanca como yo!

—¡Yo soy la que mando, y todos mis deseos son órdenes! —dijo con voz sibilante la viuda—. ¡Usted será mi marido!

—¡Rehúso firmemente, señora!

—¡Les doy a ustedes media hora de tiempo para que se decidan! ¡Vosotros, id a anunciar al pueblo que he escogido por marido al hombre blanco! Dicho esto salió la viuda, seguida por las damas y los ministros, dejando estupefactos y más furiosos que nunca a nuestros tres amigos con aquella inesperada teja que les había caído sobre la cabeza.