LA PRINCESA DE KARNIKOBAR
Ante la amenazadora intimación del contramaestre cesó de repente todo rumor, y las hojas y ramas que hacía un momento se agitaban como si alguien procurara abrirse paso volvieron a su inmovilidad.
Nada satisfecho con silencio tan repentino, Will avanzó algunos pasos, en tanto que el maquinista preparaba la pistola y el malabar cogía un tizón en llamas para servirse de él como de una antorcha.
—¡Quién vive! —repitió el marino deteniéndose a quince pasos de la linde del bosque—. ¡Contestad, o hago fuego!
—¿Habrá sido algún mono? —preguntó Jody—. Si fuera un isleño, ya hubiera salido, conociendo, como conocen, el poder de las armas de fuego.
—Los monos no bajan de los árboles, sobre todo por la noche —contestó el contramaestre—. He oído hablar bajo, en medio de aquella manigua.
—¡Puesto que no se atreven a salir, vamos nosotros a descubrirlos en la madriguera! —Dijo el pescador de perlas soplando en el tizón—. ¡Tenemos armas, y no somos hombres que nos asustamos tan fácilmente!
Se dirigieron hacia la espesura, y el malabar apartó las ramas, iluminando aquella parte del bosque con la llama del tizón.
—¿Qué es lo que hacéis ahí, y por qué os ocultáis? —preguntó enseguida.
Bajo las hojas había dos hombres escondidos, uno al lado del otro. Parecían más asustados que dispuestos a luchar con los extranjeros; además, no tenían arma alguna.
—¡Salid afuera; no temáis nada! —dijo el pescador en lengua india—. Al contrario; si tenéis hambre, podemos ofreceros una abundante cena.
Los dos isleños se miraron, se irguieron, y clavaron los ojos en el contramaestre, que seguía amenazándolos con la carabina.
—¡No nos mate! —dijo al fin uno de ellos con voz temblorosa.
Como Jody y Will conocían también la lengua india que se habla, con algunas variantes, en todas las islas que se extienden a Levante y Poniente de la gran península indostánica, el segundo contestó:
—No somos enemigos vuestros, y no queremos haceros daño. ¡Seguidnos! También podéis sentaros al lado del fuego, y comer hasta saciaros.
Ambos isleños no se hicieron rogar, y, aun cuando temblando de miedo, se dejaron conducir sin rebelarse hacia donde estaba la colosal tortuga.
Eran dos hombrecillos de metro y medio escaso de estatura y muy flacos: tanto, que se les señalaban las costillas; de epidermis casi negra, los labios más bien gruesos, la nariz muy ancha, la barbilla muy abultada, y con los ojos algo oblicuos, como los de los mogoles. No llevaban adorno alguno en el cuello ni en los brazos, y su vestimenta consistía en un taparrabos de fibras vegetales.
—Comed, y después hablaréis —dijo Will, viendo que miraban con ansia la tortuga.
Iba a darles una concha llena de carne, cuando de repente se alzó en medio de la espesura un gran clamoreo, seguido de gritos y aullidos que resonaban de un modo agudísimo, alternando con un cántico que parecía fúnebre salmodiado en un ritmo monótono y acompañado de golpes de gong y de tam-tam.
Los dos isleños se levantaron de un salto mirando hacia el bosque. Hallábanse dominados por un espanto indescriptible, y temblaban como si los hubiese acometido la fiebre.
—¿Qué es lo que sucede allá abajo? —preguntó el contramaestre, que también se había levantado, imitándole el maquinista y el malabar.
—¡Ha muerto el jefe del poblado! —dijo uno de los isleños, que procuraba esconderse detrás del inglés como si se viera amenazado de algún peligro.
—¿Y ésos son los funerales que le hacen?
—¡Sí, hombre blanco!
—Pero ¿por qué tiemblas?
El isleño permaneció perplejo un instante, y después dijo:
—¡Nosotros somos esclavos del jefe!
—¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó el contramaestre.
—Que, como somos sus esclavos, tenían que sepultarnos vivos con el jefe para escoltarle y servirle en la otra vida.
—¿Y os habéis escapado?
—Sí, señor, hombre blanco.
—¿Quién era ese jefe?
—¡Un hombre muy poderoso, señor de cuatro poblados!
—¿Y sus herederos querían sepultaros con él?
—Ésa es la costumbre, señor.
—¿Y habéis dejado allá algunos compañeros?
—Cuatro; entre ellos, dos mujeres: a estas horas ya estarán muertos.
—¡Son unos bribones! —gritó Will indignado—. ¿Os han visto escapar?
—No, señor; pero no tardarán en buscarnos —dijo el isleño, que no cesaba de temblar.
—¡Pues si se atreven, que vengan a buscaros aquí, a nuestro campo! —dijo Palicur—. ¡Jody, apaga el fuego y lleva leña a la chalupa!
—Y pongámonos en disposición de poder marchar —añadió Will—. ¡No puedo permitir que maten a estos pobres diablos! ¡Que maten cerdos si quieren dar una escolta al muerto!
—¡Y, además, le serán más útiles, porque pueden aprovechar los jamones! —dijo Jody riendo.
Apagaron la lumbre, con objeto de no atraer la atención de los que persiguiesen a los fugitivos; cargaron la chalupa con trozos de troncos y ramas gruesas cogidos en las lindes del bosque, y después de haber dado de comer a los dos esclavos se dirigieron hacia un espeso bosquecillo para que no los descubrieran fácilmente.
Sin una gran necesidad, no querían dejar por el momento la isla, sobre todo antes de haberse asegurado bien acerca del rumbo del Nizam, porque estaban seguros de que el barco de la penitenciaría no habría interrumpido la caza. Además, querían embarcar suficientes víveres para poder llevar a efecto la travesía del Océano sin correr el peligro de morir de hambre o de sed.
Verdad es que más al Sur no faltaban islas; pero hubiera sido preciso perder varios días y exponerse al riesgo de que los alcanzase y los hiciera prisioneros el Nizam antes de que pudiesen arribar a ninguna de ellas.
—Si nos descubren —había dicho el contramaestre—, nos embarcaremos, pero sin alejarnos mucho, e iremos a buscar algún refugio hacia las costas meridionales.
Los cánticos y los gritos no habían cesado todavía. Seguían oyéndose, juntamente con los golpes de gong y de tam-tam, que retumbaban con fragor infernal bajo la espesura.
—¿Cuándo enterrarán al muerto? —preguntó Palicur a uno de los isleños, el cual escuchaba angustiado aquellos gritos.
—Mañana, al despuntar el Sol.
—¿Y seguirán gritando y cantando toda la noche?
—Sí, señor. La viuda ha puesto a disposición de los isleños mucho arak para beber.
—¡Entonces, va a ser un poco difícil descabezar un sueñecillo! —dijo Jody.
—¡Ponte un poco de estopa en los oídos! —dijo el contramaestre—. Debes de tener alguna en la caja.
—Prefiero esperar a que esos cantores estén borrachos y que ya no tengan fuerzas para seguir berreando. Porque supongo que esos isleños no tendrán forrada en cobre la garganta.
—Por mi parte, dormiré lo mismo. Estoy acostumbrado a los rugidos del mar y a los silbidos del viento, y no despertaré hasta que me toque mi cuarto de guardia. ¿Quién quiere hacer el primero?
—Yo lo haré, señor Will —dijo el maquinista.
—Abre bien los ojos, y dirige también alguna mirada de cuando en cuando hacia el mar: a pesar de su máquina asmática, el Nizam no debe de tardar en aparecer. Échate ya, Palicur, y deja descansar tus espaldas, que todavía necesitarán reposo. Cogió el maquinista la carabina, el contramaestre y el malabar se tumbaron encima de una espesa capa de hojas, y ambos cerraron los ojos, sin preocuparse por los diabólicos aullidos de los isleños. Los dos esclavos, siempre poseídos de profunda angustia, aun cuando las palabras del hombre blanco los habían tranquilizado algo, se acurrucaron detrás del mulato, vigilando con ansiedad las lindes de la floresta.
Al parecer, los súbditos del jefe muerto no se habían hecho cargo todavía de la fuga de aquellos desgraciados, porque los gritos resonaban muy lejos. Ocupados en emborracharse, seguramente no se habrían movido. Por lo menos así lo pensaba Jody, viendo que no parecía nadie por la parte de los bosques ni por la del mar.
Su cuarto de guardia trascurrió sin incidentes, y cuando hacia la media noche despertó al indio todavía seguían en el mismo estado las cosas en los alrededores del campamento, y los gritos, menos agudos que antes, continuaban oyéndose a mucha distancia.
—Creo que estos dos hombrecillos están asustados sin motivo-le dijo el pescador de perlas. —Nadie piensa en ellos. Sin embargo, vigila con cuidado, Palicur.
—¿Has visto algo por la parte del mar? —preguntó el pescador.
—No ha aparecido punto luminoso alguno. O el Nizam tiene la máquina descompuesta y está muy lejos todavía, o ha renunciado a la persecución. ¡Buenas noches!
El malabar hizo un rápido y breve registro, llegando hasta el límite del bosque y hasta la chalupa, y, ya más tranquilo, volvió al campamento, donde los esclavos, a pesar de sus angustias, habían concluido por dormirse.
Poco a poco fueron debilitándose los gritos de los isleños. Únicamente se oían de cuando en cuando las agudas notas del gong y los golpes del tam-tam.
El arak debía de haber triunfado de los cantores, paralizándoles la lengua y las piernas. Sin embargo, el indio, receloso y desconfiado como todos sus compatriotas, vigilaba atentamente, quizás con mayor cuidado que el maquinista, haciendo muy a menudo pequeñas salidas hacia la floresta y deteniéndose a escuchar.
En una de aquellas requisas notó una cosa que le preocupó. Iba a volverse al campamento, cuando oyó volar y chillar entre la espesura a varios pájaros, entre ellos algunos de los llamados tamo, que remontaron el vuelo.
Otro cualquiera no hubiese hecho caso de ello; pero el malabar se alarmó. Aquellos volátiles, que no son de la familia de los nocturnos, debían de haberse asustado de algo cuando en la mitad de la noche abandonaron sus nidos.
—Puede haber sido algún animal el que los ha obligado a huir, o quizás una serpiente-murmuró; —pero también puede serla presencia de un hombre.
Se replegó prudentemente hacia el campamento, que, como hemos dicho, estaba en una gran espesura de plátanos silvestres, y se puso a escuchar.
Trascurrieron algunos minutos, y en la misma dirección resonaron las notas del canto de un cuco, especial de aquellas islas.
—¡Cantar de noche! —murmuró el malabar—. Esto no es natural. ¡También ése se ha asustado!
Se inclinó sobre Will, y le despertó sacudiéndole con fuerza.
—¡Preparémonos para irnos, señor! —le dijo—. ¡Ya volveremos después para completar nuestras provisiones!
—¿Qué, nos amenaza algo? —preguntó el contramaestre.
—Tengo la seguridad de que los isleños han descubierto nuestro campamento, y la prudencia aconseja que nos embarquemos. El Nizam puede aparecer de un momento a otro, y los isleños comunicarían a su comandante la presencia de un hombre blanco en estas costas.
—¡Despierta a todos!
Ya el malabar había hecho levantarse al maquinista y a los dos esclavos, cuando de pronto una banda de hombres armados con hachas, fusiles viejos y mazas desembocó de la floresta y se dirigió a la carrera y gritando hacia la espesura donde estaban los prófugos.
Era ya demasiado tarde para huir hacia la chalupa, que se encontraba medio varada en la arena y a un centenar de metros de distancia.
—¡Poneos detrás de mí! —gritó el contramaestre a los esclavos, que gritaban de un modo desgarrador, como si ya tuviesen el cuchillo levantado sobre su cabeza.
Le quitó a Palicur la carabina y apuntó de un modo resuelto a los isleños, gritando en indio:
—¡Quietos, o hago fuego!
La banda se detuvo. Se componía de unos cincuenta salvajes de estatura más elevada que la de los esclavos, y también más robustos; llevaban adornos de conchitas blancas en derredor del cuello y en los brazos, y peines de bambú muy altos metidos en los cabellos, teñidos de ocre rojo.
También habían salido de la espesura otros siete u ocho indios con ramas resinosas que ardían como si fuesen antorchas, escoltando a una mujer de baja estatura, todavía joven y de bellísimas facciones, pues las nikobarianas gozan fama de ser las más hermosas isleñas del Océano índico.
Por la especie de túnica o camisa con hilos de oro y de tejido muy fino que vestía, por sus grandes brazaletes de plata y por la diadema formada con rupias y perlas, el contramaestre comprendió enseguida que aquella mujer debía de pertenecer a una alta casta.
—¿Quién eres? —le preguntó así que estuvo cerca—. ¿Y qué quieres? Yo soy un europeo, y, por lo tanto, inviolable para vosotros.
La mujer lo miró con cierta curiosidad, y los guerreros ensancharon las filas respetuosamente.
—Vengo a reclamar dos esclavos que se han escapado de mi poblado y que debían seguir a mi marido, el gran jefe Kaina Tur, el cual será sepultado tan pronto como amanezca.
—¡Esos dos hombres están bajo mi protección, y no se los entregaré a nadie, sea quien sea! —dijo el contramaestre con voz firme.
La mujer arrugó el entrecejo, asombrada quizás de no verse obedecida en el acto, y contestó enseguida:
—Ésta no es tu patria, y nadie te ha llamado; por lo tanto, eres un extranjero, y, como tal, debes obedecer las leyes del país. ¡Esos dos esclavos me pertenecen, y los tendré!
Hizo una seña a sus guerreros. Inmediatamente la horda, con un movimiento rápido, inesperado, se arrojó como un solo hombre sobre los tres penados lanzando alaridos salvajes.
Creyendo que los espantaría, Will descargó la carabina por encima de sus cabezas; pero aquel tiro no hizo otra cosa que ponerlos más furiosos.
Cuatro guerreros se echaron encima del contramaestre y le sujetaron, en tanto que los demás rodeaban al maquinista y al pescador de perlas. En lugar de aprovecharse del tumulto para ponerse en salvo en los bosques, los dos esclavos seguían detrás del inglés, esperando quizás su protección; pero de pronto se sintieron cogidos por veinte manos.
—¡Ay de quien los toque! —gritó Will, que procuraba en vano libertarse de los que le sujetaban.
Su voz se perdió entre los gritos y clamores de los furiosos isleños.
Arrastraron a los dos esclavos a algunos pasos de distancia, y de dos formidables golpes de maza cayeron muertos enseguida uno sobre el otro.
Temeroso el malabar de que les tocase igual suerte a todos, dio un irresistible empellón a los que le cercaban y se desembarazó de ellos.
—¡A mí, Jody! —gritó—. ¡Barramos a esta canalla y libertemos al señor Will!
Si esto era posible para aquel gigante, el cual, como ya hemos dicho, tenía una fuerza hercúlea, no lo era para el mulato, a quien, además de no ser muy robusto, le habían quitado las pistolas antes de haber podido servirse de ellas.
Aun cuando no se viera secundado, sin embargo, el pescador de perlas no dudó un momento en empeñar la lucha. Con dos puñetazos terribles derribó a dos guerreros que habían intentado cerrarle el paso, y enseguida se lanzó contra el grueso de aquella tropa, procurando deshacer sus filas. Iba a dar cima a su empeño, cuando sintió que le caía encima una red que le aprisionaba de pies a cabeza, paralizándole por completo todo movimiento.
—¡Somos muertos! —dijo el contramaestre al ver a los salvajes que se precipitaban encima del hércules sujetándole con cuerdas—. ¿Cómo terminará esta aventura? ¿Nos harán sufrir la misma suerte que a los dos esclavos, para honrar mejor la memoria del difunto jefe?
Después de haber cargado los cadáveres de los esclavos sobre unas angarillas de ramas hechas apresuradamente, los isleños se metieron de nuevo por la espesura conduciendo consigo a nuestros desgraciados amigos. La viuda del jefe precedía a la tropa, escoltada por hombres que alumbraban el camino con antorchas.
Un cuarto de hora después llegaba la horda a un vasto descampado en medio del cual se veían unas doscientas o trescientas cabañas de muy bonita apariencia, con las paredes de bambú y los techos cubiertos con hojas de cocotero, todas provistas de pequeñas plataformas.
Todavía estaba despierto el vecindario. Veíanse hombres y mujeres tendidos en derredor de la inmensa hoguera, en la cual asaban cuartos de buey enteros, bebiendo de paso grandes tragos de arak y cantando hasta desgañitarse.
Hicieron pasar a los cautivos casi a la carrera por entre la multitud, y enseguida los metieron en una de aquellas viviendas. La viuda, que los había precedido, los esperaba en la puerta.
—¿Qué es lo que quiere usted hacer con nosotros? —le preguntó Will apenas la vio—. ¡Tenga cuidado con lo que hace, porque yo soy europeo, y estos dos hombres que me acompañan, amigos míos, y no olvide que dentro de poco llegará un barco a la bahía de Saoni, y que ese barco tiene cañones!
—Primero asistirán ustedes a los funerales de mi marido —respondió la isleña—, y después los subjefes de los cuatro poblados que dependen de mí decidirán de su suerte.
Les hizo seña para que entrasen, después de haber ordenado que les quitasen los cordeles y las redes, y cerró a sus espaldas la puerta, mandando que la atrancasen con algunos troncos de árboles para impedirles la fuga.