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LAS ISLAS NIKOBAR

Veinticuatro horas después los fugitivos, que no habían cesado de hacer consumir carbón a la máquina, decididos a alejarse lo más posible del Nizam, descubrieron antes de agotar el combustible las altas montañas de las islas de Nikobar, junto a las cuales contaban con detenerse algunos días para proveerse de víveres antes de emprender la travesía del Océano Indico occidental.

Para no perder tiempo, y también por temor a que los prendiesen y matasen los isleños, no habían puesto pie en tierra en ninguna parte de las Andamanes, que, especialmente en aquella época, gozaban de una fama malísima, no obstante la cercanía de la guarnición anglo-india de Port-Cornwallis.

Sin embargo, era preciso detenerse en alguna parte, porque la provisión de carbón estaba a punto de agotarse, y porque durante aquella caminata no habían comido más que dos bizcochos, los únicos que habían encontrado por casualidad en la caseta del maquinista, olvidados allí quién sabe de cuánto tiempo, ni tampoco habían bebido una sola gota de agua.

—Dirijámonos directamente hacia Karnikobar —había dicho el contramaestre del Britannia, que conocía casi todas las islas diseminadas en el vastísimo Océano índico, tanto a Poniente como a Levante de la Península indostánica—; allí encontraremos agua y víveres, y esperaremos a que pase el Nizam.

Sobre todo, os recomiendo que estéis siempre lejos de los isleños, para que no puedan dar parte de nuestra presencia a los que nos persiguen.

Después de esto cargaron el hornillo hasta la boca para acelerar la marcha, pues el Sol estaba ya próximo al ocaso.

Las Nikobar forman un archipiélago de diez islas bastante distanciadas unas de otras, y la gran Nikobar, que es la más meridional, tiene una longitud de quince leguas. Las que le siguen en importancia son: Sambelaug, Ketchoul, Komarta, Nancoverg, Priconta, Peressa, Pebraourie, Pabonin y Karnikobar.

Todas ellas son muy montañosas y están cubiertas de bosques, especialmente de cocoteros, beteles, arecas, teks y otra porción de árboles muy estimados.

El clima es muy malsano por efecto de las lluvias que caen sin cesar, producidas por los monzones; son tan terribles las fiebres en esas islas, que han hecho imposible su colonización por los europeos. Por lo demás, su riqueza es grande, y hay en sus costas segurísimas bahías en las cuales podrían hacerse magníficos puertos de refugio.

La chalupa, que consumía vorazmente los últimos restos de carbón, con gran sentimiento de Jody, llegaba una hora después de la puesta del Sol a unos cuantos cables de distancia de la costa occidental de Karnikobar, la cual aparecía cubierta de espesísimos árboles. Pasaron de largo la bahía de Saoni, pues el contramaestre sabía que allí había aldeas; rebasó un paso abierto en el banco coralífero, y fue a embarrancar dulcemente en la arena del fondo de una rada pequeñita que parecía desierta y en la cual desembocaba un riachuelo.

Apagaron el fuego para no consumir aquel poco carbón que quedaba, y después de haber atado fuertemente la chalupa saltaron a tierra, llevando consigo la carabina, la pistola y dos grandes lonas para taparse, únicas que poseían, y con las cuales contaban hacer unas velas.

Ambas orillas del riachuelo estaban obstruidas por enormes árboles que proyectaban una sombra muy densa sobre las blanquecinas aguas. Era probable que entre aquellos árboles hubiese algunos frutales.

—Ante todo busquemos algo para cenar —dijo Will, que parecía hallarse muy contento de encontrarse en tierra y a tan gran distancia de la penitenciaría—. ¡Creo que pasaremos una buena noche!

—¿Hay habitantes en esta isla? —preguntó Palicur.

—Hay algunas aldeas; pero no deben preocuparnos los indígenas. Aunque nos descubriesen no nos incomodarían, pues han aprendido a respetar a los europeos.

—¿Es verdad que tienen rabo, señor Will? —preguntó Jody.

—Eso se creyó en otro tiempo —dijo el contramaestre riendo—. Cierto que, vistos a una distancia determinada, parece como que lo tienen; pero es que estos isleños llevan una tira de piel a lo largo del dorso, colgándoles un extremo hasta casi tocar en el suelo.

—¿Vendrá a buscarnos hasta aquí el Nizam? —preguntó Palicur.

—Es probable que llegue a la bahía de los Saonis para interrogar a los indígenas. Por esa razón me gustaría que no nos viesen.

»Este sitio me parece desierto, y en medio de estos bosques no han de encontrarnos con facilidad.

»Jody, ve a buscar ostras y cangrejos a la playa; mientras tanto, nosotros buscaremos fruta.

—Señor Will —dijo el maquinista deteniéndose—, ¿hay aquí animales feroces? ¡Porque yo no quisiera caer entre las uñas de cualquier tigre!

—Tigres, no; cocodrilos, y, mejor aún, caimanes, además de serpientes muy venenosas, abundan mucho. ¡Mira dónde pones los pies!

En tanto que el maquinista se dirigía hacia la playa el inglés y el malabar se metieron en el bosque, deteniéndose a poco ante un árbol cuyas ramas se doblaban bajo el peso de una cierta fruta rugosa y del volumen de una cabeza de niño.

—Aquí tenemos un carum que nos proveerá de cuanto pan necesitemos —dijo Will, que lo reconoció enseguida.

—Un mellori, señor —dijo el malabar.

—Sí; así lo llaman los portugueses.

—Podremos cargar la chalupa.

—Y conservar la pulpa, si tenemos la precaución de hacerla fermentar bajo tierra durante unos días —añadió el contramaestre—. ¿Puedes subir, Palicur?

—Las heridas ya no me incomodan, señor Will.

El pescador de perlas se agarró a algunas plantas parásitas de nepentes que sostenían sus correspondientes vasos vegetales repletos de agua más o menos limpia. Desde allí dejó caer al suelo una docena de aquellas grandes frutas. Ya iba a descender, cuando oyeron hacia la playa gritos de Jody.

—¡Pronto; acudan ustedes, o se me escapa!

El contramaestre dio un salto hacia la carabina, que había dejado apoyada en el tronco de un árbol, y el malabar se dejó caer en tierra.

—¡Pronto, Palicur! —dijo Will lanzándose a una desenfrenada carrera—. ¡Alguien amenaza a Jody!

Atravesaron con la velocidad del rayo el trozo de floresta que habían recorrido, y se dirigieron hacia la playa, donde el mulato sostenía una lucha a garrotazo limpio con una cosa enorme y difícil de definir a la primera ojeada.

—¿Qué es eso, Jody? —gritó el contramaestre disponiéndose a hacer fuego.

—¡Ayúdenme ustedes a derribar esta montaña de carne! —contestó el maquinista—. ¡Se necesita una grúa!

El contramaestre y el malabar se detuvieron ante una tortuga de tan colosales dimensiones como nunca habían visto otra; pero la reconocieron enseguida.

—¡Es una tortuga elefante! —exclamó Will—. Tienes razón en decir que es una montaña de carne; pero no podremos volcarla los tres reunidos.

¡Serían necesarios diez mozos de cuerda para mover esta masa!

En efecto; aquel reptil era extraordinariamente grueso: no tendría más de metro y medio; pero su espaldar negro y fortísimo se levantaba en forma de cúpula, bajo la cual debía de haber, por lo menos, 200 kilogramos de carne.

Esos monstruos, que evocan los estupendos y extraños animales de la época antediluviana, no son raros aun hoy día en el Océano índico, y abundan también en ciertas islas, como en las Maldivas, en las Nikobar, y sobre todo en las islas de Francia y de la Reunión, donde se criaban dentro de estanques cerrados con objeto de que sirviesen de entretenimiento a los muchachos, pues algunos de dichos reptiles llevaban sobre el caparazón a varias personas.

Ante la granizada de estacazos con que el maquinista la saludaba, la tortuga había retirado la cabeza y se había detenido, segura de que nadie había de sacarla de su fortaleza ósea, y de que tampoco podrían volcarla patas arriba. Sin embargo, echó mal sus cuentas. En vista de que no quería ofrecer la cabeza al cuchillo del malabar, Will le disparó por dentro un pistoletazo, saltándole el cráneo.

—¡Ya está inmovilizada para siempre! —dijo el marino.

—¿Quién será capaz de abrir esta concha? Nosotros, por de contado, no, pues carecemos de un hacha o de una sierra. Además, que no bastaría: ¡serían precisos unos picos de acero muy fuertes!

—No es necesario hacer más que una sola cosa —dijo el malabar.

—¿Cuál? —preguntó Jody.

—Rodearla de leña seca y asarla donde está. En cuanto se haya carbonizado la concha, se romperá con facilidad.

—¡Ahí tienes una idea que no se me hubiese ocurrido nunca! —dijo riendo el mulato—. ¡Si yo me encontrara solo aquí, me moriría de hambre al lado de esta montaña de carne!

—¡Qué animalazo! ¡Es tan grande como un pipote de cinco hectolitros! ¡Qué lástima no poder comer toda esta carne, tan exquisita como es!

—¡Pues invita a una docena de nikobarianos! —dijo Palicur—. Y aún podría suceder que no fueran suficientes para comerse todo eso.

—¿Dónde has sorprendido a ese animal? —preguntó Will.

—Estaba aquí, en medio de esta duna, luchando con otro no tan grande como él. La otra tortuga anduvo más lista, y se puso en salvo a tiempo zambulléndose en el mar.

—¡Luchaban! —exclamó el malabar—. ¡Tan pesadas como son!

—Y se mordían ferozmente en el cuello, y, sobre todo, procuraban volcarse mutuamente.

—Ése es, generalmente, el golpe que intentan cuando luchan; porque si llegan a vencer al contrario, el vencedor queda libre para siempre de su enemigo —dijo Will.

—¿Es decir, que se matan si caen sobre el dorso? —preguntó Jody—. ¡Pues a mí no me parece que se les resienta fácilmente la espina dorsal, llevándola tan defendida con ese caparazón!

—No mueren por eso —contestó Will—; mueren porque, como ya no pueden volver a ponerse en su posición natural por causa de lo corto de las patas y de su peso, demasiado grande, quedan así en tal postura para siempre, y mueren de hambre y abrasadas por el Sol.

—¡No creía yo que las tortugas tuviesen tanta malicia! Efectivamente; he visto que la más pequeña procuraba meterse debajo de la otra, sin duda para tumbarla.

»Y como vi también que con cualquiera de ellas tendríamos carne suficiente para darnos un banquete, me propuse cazar una, acordándome de que hace veinticuatro horas que no hemos probado bocado. Así, pues, podríamos dejar la conversación para después de cenar.

—¡Tienes razón! —dijo Will—. ¡Vamos a buscar leña!

No tuvieron que andar mucho para encontrarla. Tanto bajo los árboles como en las orillas del Océano había ramas secas y hierbas en cantidad fabulosa. Cubrieron por completo la colosal tortuga y prendieron fuego a aquel montón de combustible, sin ocurrírseles que aquella llamarada podía ser vista por los indígenas, y quizás también por el Nizam.

Mientras el pobre reptil se freía en su propia grasa esparciendo en derredor un exquisito perfume, y Palicur recogía el aceite que en gran cantidad se escapaba por las aberturas de las zampas, depositándolo en grandes conchas, el contramaestre mondaba la fruta, dejando al descubierto la pulpa, de un hermosísimo color amarillento y tan trabada como la masa del pan, y cortándola en largas rebanabas las colocaba sobre las brasas para que se tostasen.

Media hora después dejaron que el fuego se extinguiera, y el malabar rompió la coraza superior de la tortuga, ya carbonizada, dándole unos golpes con el mango de un gran cuchillo; enseguida, con una concha bastante grande y de bordes muy cortantes extrajo varios kilogramos de carne, que debía de ser riquísima a juzgar por el perfume que exhalaba.

—¡Señores, a la mesa! —dijo colocando a guisa de fuente ante el inglés y el mulato una magnífica haliotis gigantea, o sea una de las más grandes y más hermosas conchas de nácar de las que produce el Océano índico—. ¡Aquí hay para todos, y allí queda todavía carne para veinte hombres más!

Los tres fugitivos, que tenían un apetito feroz, acometieron vigorosamente a la cena, alabando entre bocado y bocado la delicadeza de aquella carne asada.

Iban a declararse más que saciados, cuando por el lado del bosque llegaron hasta ellos ruidos de ramas movidas precipitadamente y como de pasos apresurados.

Will se puso en pie de un brinco, y montando el gatillo de la carabina grito:

—¿Quién vive?