LOS VAMPIROS DEL OCÉANO
Pasado el primer momento de estupor, y, digámoslo también, de espanto, los tres fugitivos, que chorreaban como si los hubiesen metido en un baño de tinta, se apresuraron a levantarse; Will cogiendo la carabina, y Palicur la pistola de Jody, que había encontrado a mano.
Después de aquel imprevisto encontronazo la chalupa se detuvo de pronto, a causa, probablemente, de alguna avería en la máquina o en la hélice, cabeceando entre las anchas oleadas de espuma que se levantaron en derredor de ella y de aquel ser misterioso que la inundó de tinta, así como a los tres hombres.
Will, que había sido el primero en llegar a la proa, dio un grito de horror.
—¡Oh! ¡Un monstruo horrible! ¡Adentro, amigos! Un animal de enormes dimensiones, de cuerpo fusiforme, de media docena de metros de longitud, de color rojizo, con ocho brazos armados de ventosas que le rodeaban la cabeza y de más de siete metros de largo, se agitaba ante la chalupa abriendo y cerrando la boca, de medio metro de extensión.
Sus dos ojos, cuyo desarrollo era espantoso, aplastados, glaucos, con un ligero resplandor amarillento que daba miedo, se fijaron enseguida en el contramaestre como si pretendiese fascinarle.
El espolón de la chalupa debía de haberle herido, porque se le escapaba por entre dos tentáculos un líquido negruzco y viscoso que formaba una espuma de color rojo oscuro.
—¡Un milpiés! —gritó Palicur, que se había reunido con el contramaestre.
—¡Un cefalópodo colosal! —añadió Will—. ¡Cuidado, Palicur! ¡Si te coge uno de esos tentáculos, te sorberá la sangre hasta la última gota!
—Señor Will, conozco a esas bestias —contestó el malabar, que no parecía asombrado ni mucho menos—. He matado algunas en los bajos fondos del Manar, aunque es cierto que no eran tan grandes.
El gigantesco calamar, que debía de estar furioso por la herida recibida, no parecía dispuesto a marcharse sin tomar antes venganza.
Agitando de un modo terrible sus ocho brazos, dos de los cuales eran más largos que los otros, se lanzó como un rayo sobre la chalupa con intento de volcarla; cosa, ciertamente, no muy difícil para él.
—¡Estad con cuidado, amigos! —gritó Will, apuntando la carabina a la boca abierta del monstruo, aun cuando no ignorase el poco efecto que podía producir una bala en aquella masa gelatinosa que no ofrecía resistencia alguna.
Jody había acudido también armado de un gran cuchillo, única arma eficaz para combatir con tales monstruos.
La chalupa, aferrada entre aquellos brazos poderosos que la rodeaban por todas partes, quedó suspendida fuera del agua.
Jody y Will dieron un grito de espanto creyendo que iban a volcar: únicamente Palicur no perdió su sangre fría.
Con un rápido movimiento arrancó el cuchillo al mulato, y saltó al agua gritando:
—¡Dejadme hacer a mí!
Desapareció un instante, y volvió a aparecer detrás del monstruo. En la diestra esgrimía el cuchillo.
Mientras tanto Will había hecho fuego en la boca del monstruo. La llama que le quemó aquella especie de pico de papagayo que le formaban los labios, más bien que la herida que le produjo el proyectil, obligó al calamar a soltar la chalupa, la cual volvió a flotar.
Al propio tiempo el malabar se zambulló de nuevo.
—¡Palicur! —gritaron el contramaestre y Jody al verle tan cerca del monstruo.
—¡Loco! ¿Qué haces? ¡A bordo!
El intrépido pescador de perlas, acostumbrado a hacer frente a los formidables habitantes de los fondos submarinos, no era tan loco como creían, porque enseguida vieron que el calamar vomitaba toda su reserva de tinta, retrocedía rápidamente, y sus tentáculos batían el agua de un modo desesperado.
El malabar le había acometido por debajo, y hundía con furia el cuchillo en aquella enorme masa gelatinosa, introduciendo dentro de ella el brazo para partir los tres corazones que poseen tales monstruos.
El cefalópodo se debatía en vano de un modo horrible para desprenderse de aquel enemigo que se le había adherido. Sus tentáculos silbaban al azotar el aire con la velocidad de otras tantas fustas, y los sumergía tratando de agarrar al audaz pescador y desangrarle; sus ojos, ya enormes de por sí, se dilataban, y sus carnes perdían el color rojizo, convirtiéndose en una masa blancuzca y casi transparente.
De pronto replegó sus terribles brazos y se dejó caer a fondo, después de haber descargado en dirección de la chalupa un último chorro de tinta. El contramaestre y Jody, llenos de una angustia fácil de imaginar, habían asistido a la lucha empeñada por el atrevido pescador de perlas con aquel adversario formidable.
Por un instante creyeron que Palicur había sido arrastrado a fondo por la enorme masa que se hundía, cuando de pronto le vieron aparecer a diez pasos de la chalupa, empuñando todavía el cuchillo.
—¡Aquí, Palicur! —gritaron a un tiempo Jody y el contramaestre.
De unas cuantas brazadas llegó a la chalupa, izándole enseguida a bordo sus compañeros.
—¿Estás herido en alguna parte? —preguntóle Will.
—No —contestó el valeroso indio sonriendo—. No pudieron tocarme sus tentáculos; pero aun cuando me hubiesen cogido, me hubiera apresurado a cortarlos con una buena cuchillada.
—¡Has estado loco! ¡Exponerte de ese modo!
—Si no acometo al calamar debajo del agua, hubiera concluido por volcar la chalupa. Esos horribles monstruos tienen una fuerza extraordinaria, especialmente en los brazos; yo lo sé por haberlo experimentado.
—¿Dónde? —preguntó Jody.
—En los bancos de Manar. Por dos veces, mientras buscaba perlas a diez metros debajo del agua, me encontré frente a frente de esos monstruos, habiendo podido huir milagrosamente de una muerte segura.
—Cuenta…
—Atiende antes a la máquina, Jody —dijo al contramaestre—. Si se ha detenido la chalupa, es porque hay alguna avería.
—La máquina funciona, señor: la hélice es la que debe de haberse torcido o roto bajo la presión de los tentáculos de ese animalucho. Afortunadamente, tenemos otra de recambio, y me será fácil montarla.
—Basta con que carguemos hacia la proa el repuesto de carbón de modo que el árbol motor quede al descubierto.
—¡No perdamos tiempo! ¡No hay que dudar que tenemos el Nisam a nuestra espalda!
—¿Nos perseguirá todavía? —preguntó Palicur.
—¡Eso, ni dudarlo! —contestó el contramaestre—. Nuestros perseguidores deben de saber que el carbón que tenemos no puede durarnos mucho tiempo, y esperarán a que lo hayamos consumido para sorprendernos.
—¡Cierto! —dijo Jody—. ¡A trabajar, amigos! ¡Tengo miedo de volver a ver esa maldita barcaza con cañones!
Se pusieron a la labor, levantando el carbón que había en el centro de la chalupa y acumulándolo en la proa.
En veinte minutos lograron que la hélice quedase al descubierto. Como Jody había previsto, los tres palos se habían torcido de tal manera, que ya no servían para nada.
—¡Bonito negocio si no llegamos a tener una de recambio! —masculló. Quitó la inservible, y montó la otra que iba en una caja.
—¡Partamos! —dijo en cuanto hubo terminado la operación.
Volvieron a echar parte del carbón en derredor de la máquina para mejor equilibrar la chalupa, y a eso de las cuatro de la madrugada, en el instante mismo en que el primer rayo del Sol iluminaba las aguas del Océano índico, volvían a emprender la marcha hacia el Sur, sosteniéndose a un par de millas de la costa.
Apenas habían recorrido unos tres cables de distancia, cuando descubrieron a flor de agua una masa blanquecina que arrastraban las olas.
—¡El calamar! —exclamó Palicur, que fue el primero que lo había visto—. ¡Un buen bocado para los tiburones!
—¿Está muerto? —preguntaron a un tiempo Jody y Will.
—Si estuviese vivo, tendría color rojizo.
—¿Es decir, que esos monstruos cambian de color como los camaleones? —preguntó el mulato.
—Ni más ni menos, Jody.
—¿Son buenos para comer?
—No he visto a nadie comer esa carne, que apesta. Y eso que en Manar se matan muchos.
—¡Ah, es verdad! ¿Y tú también has corrido el peligro de que te desangrasen, Palicur?
—Sí, Jody; y te aseguro que aquellas dos veces me vi muy apurado.
—Cuenta algo, malabar, ya que por ahora no nos amenaza ningún peligro.
—Y así engañaremos mejor el tiempo —dijo el contramaestre.
—El primero que maté lo encontré en la entrada de la bahía de Condatsci. Estaba yo registrando un banco en un sitio donde el agua tenía una profundidad de diez metros, pero tan limpia y transparente, que se podían distinguir los grupos de ostras perlíferas, cuando vi que de una grieta de una de las rocas submarinas salían como dos especies de brazos.
»Atraído por la curiosidad de saber qué era aquello, pues yo era entonces un habilísimo nadador que podía resistir bajo el agua hasta minuto y medio, me dejé ir a fondo, apretando entre las piernas la piedra de forma de pilón de azúcar de la cual nos servíamos para descender con más rapidez.
»Apenas había tocado el fondo, cuando me sentí cogido por medio del cuerpo, al mismo tiempo que experimentaba una sensación parecida a una cortadura.
»En un principio no pude distinguir nada, porque había removido la arena; pero cuando el agua se aclaró vi con sorpresa que era uno de esos vampiros del Océano.
»Se había adherido a mi cuerpo, plantándome en él todos sus tentáculos, y los ojos del monstruo, esos ojos enormes y glaucos, se clavaban en mí como para saborear mejor mi suplicio, a través de aquel cuerpo transparente veía yo trasvasarse mi sangre, corriendo por las ventosas a la boca, y de allí al ventrículo.
—¡Me pones los pelos de punta, Palicur! —dijo Jody.
—¡Y a mí, la piel de gallina! —añadió el contramaestre del Britannia.
—Reuní todas mis fuerzas, logré coger el cuchillo, y me puse a apuñalar al monstruo con tanta rabia, que le obligué a que me soltase.
»Sin embargo, no había concluido todo. La barca que yo utilizaba era conducida por un muchacho cingalés, y aquel estúpido, viéndome cogido por el monstruo y luchando con él, en lugar de esperarme huyó hacia la orilla.
—¡Yo me hubiera dejado desangrar por el monstruo! —dijo Jody.
—Pues yo no pensaba en eso, ni mucho menos —contestó el pescador de perlas—. Cuando se tienen veinte años, no se deja uno vencer fácilmente por esa idea. Además, morir en el fondo del mar y de este modo no halaga a nadie.
»Cuando volví a la superficie en busca de la canoa y no la vi, me puse a nadar para ganar la orilla; pero de pronto me sentí cogido de nuevo por las piernas y arrastrado debajo del agua.
»Excitado por las primeras succiones de sangre que me había hecho el calamar, parecía resuelto a extraérmela por completo.
»Toqué fondo a cinco o seis metros de profundidad, y habiendo podido librarme por segunda vez de los tentáculos del vampiro, busqué la manera de llegar a la orilla, que no debía de hallarse muy lejos. La empresa no era fácil, pues, además de que el banco era muy escabroso en aquel sitio, el calamar me perseguía con verdadero encarnizamiento.
»Moviéndome con gran trabajo y con mucha lentitud, defendiéndome con los pies y con las manos, concluí por llegar a las aguas bajas, y pude sacar del mar más de medio cuerpo. El pulpo, que había ido siguiéndome, intentó entonces Un último ataque: se arrojó sobre mí y se me adhirió con sus terribles ventosas.
»Pero entonces ya pude hacerle frente: rápido como el pensamiento, le volví cual si fuese un guante la especie de capucha que forma su cabeza, y perdió enseguida todas sus fuerzas.
»Mis compañeros, los pescadores de perlas, me habían enseñado aquel golpe, y pude realizarle tan bien, que vi en el acto cómo los tentáculos perdían su forma redonda, cómo, no pudiendo hacer el vacío en las ventosas, se desprendían de mi cuerpo, y, cual un saco que se vacía, caer lacios en derredor de mí.
»El pulpo estaba muerto.
—Fue una prueba terrible —dijo el contramaestre del Britannia—, que pocos hombres habrían podido soportar.
—La segunda todavía fue peor, señor Will —dijo el malabar—. Había descendido al fondo del mar un poco al Norte del banco de Manar, porque quería hacer un buen registro en aquellas arenas y aquellas rocas antes de que descendieran mis nadadores; y como supiese que en aquellas arenas eran muy frecuentes los peces perros, bajé armado con un palo de hierro muy agudo, y provisto de cierta cantidad de protóxido de calcio envuelto en una hoja, para cegarlos si me acometían.
»Hallábame ante un montón de peñascos, cuando, al echar un vistazo en derredor, vi entre las rocas los ojos de un enorme vampiro que me miraba fijamente. Antes de que me fuera posible acometerle me echó encima tal huracán de tinta, que ya no pude ver nada.
»Abandoné la piedra para remontarme a la superficie, cuando, con gran terror, vi que el pulpo se deslizaba por encima de mi espalda y que me cogía con fuerza tal por un brazo, que parecía la presión una mordedura.
»Ya saben ustedes que soy fuerte. Pues reuniendo todas mis energías musculares procuré ponerme en condiciones de poder utilizar el palo. ¡Fatiga inútil! Para colmo de desventuras, uno de los tentáculos se me había fijado en el ojo izquierdo, de manera que no veía más que a medias. ¡Imagínense ustedes todo el horror de mi situación!
»Quedé casi ahogado, casi privado de sentido; pero a pesar de todo tuve suficiente fuerza de voluntad para dominar mi agitación, esperando que alguno de mis compañeros, no viéndome volver a la superficie, fuese en mi socorro.
»Esto me salvó. Un amigo mío, imaginando que me había sucedido algo grave, rompió un coco y echó algunas gotas de aquel aceite sobre el agua para poder discernir lo que me acaecía allá abajo.
»Viendo el pulpo, se sumergió rápidamente armado con un gran cuchillo, y acometió al monstruo con tanto vigor, que éste me dejó, yendo a esconderse en la arena.
»Cuando volví a la superficie estaba exhausto. Me brotaba la sangre por los ojos y por los oídos, y tenía el vientre tan hinchado como una bota a causa de la enorme cantidad de agua que había tragado.
»Creía que había perdido el ojo izquierdo por efecto de la succión del vampiro, y para reponerme, tanto de la sangre extraída como de la emoción, tuve que estar en cama más de cuarenta días.
—¡Pues después de tal aventura ya puedes esperar a que yo le haga frente a un animalito de ésos! —dijo Jody—. ¡Estoy seguro de que me moriría de miedo! ¡Cierto que yo no he nacido para pescador de perlas!