A LA CAZA DE LOS FUGITIVOS
El estupor producido por las misteriosas palabras que había pronunciado aquel hombre, que ya creían muerto y en el fondo del agua, fue tan profundo, que durante algunos minutos olvidaron los fugitivos las chalupas de los vigilantes que se habían lanzado detrás de ellos con la esperanza de alcanzarlos.
«¡Te disputaré a Juga!» Este era el desafío lanzado. ¿Cómo aquel hombre conocía a la infeliz prometida del pescador de perlas?
La explicación no parecía fácil. Únicamente habían sabido los fugitivos que la encarnizada vigilancia del cingalés para impedirles la fuga, mejor dicho, para impedírsela a Palicur, tenía un motivo muy distinto del que hasta entonces habían supuesto.
Iba a abrir la boca el malabar, cuando el contramaestre se adelantó diciéndole:
—¡Ya hablaremos de eso después! ¡Ahora procuremos poner en salvo el pellejo! ¡También el Nizam tercia en la partida, y tenemos que guardarnos de sus cañones!
Efectivamente; los fugitivos no podían considerarse en salvo: cuatro chalupas montadas por los mejores tiradores del penal y por los remeros más robustos se destacaron en la escollera y procuraban dar caza a la barca de vapor.
Sin embargo, no eran éstos los que preocupaban al contramaestre. La máquina ya funcionaba, y aquellos remos, por muy poderosamente que los manejasen, no podían competir con la hélice, que giraba de un modo furioso aumentando sus revoluciones por momentos.
Era el Nizam el que constituía el verdadero peligro, al menos por el momento, pues si la chalupa estaba fuera del alcance de las carabinas, se encontraba, en cambio, bajo el tiro de los cañones. El barco que cada quince días llevaba las provisiones destinadas a la penitenciaría, instruido enseguida de la fuga de los tres penados, se había puesto a su vez a darles caza.
Era un vapor viejo de tres a cuatrocientas toneladas: cierto que no tenía la máquina en estado muy satisfactorio; pero iba bien provisto de combustible, lo tripulaban cincuenta hombres de la marina del Estado, y montaba cuatro piezas de artillería puestas en barbeta.
La chalupa tenía un buen horno vertical, y podía ganar ventaja desarrollando una velocidad de once nudos por hora; pero ¿durante cuántas? El combustible que Jody acumuló duraría, todo lo más, cuarenta, y aun así economizándolo, mientras que el Nizam llevaba carbón probablemente para varias semanas.
—¡Jody, echa carbón! —dijo el contramaestre, que se había puesto de timonel—. ¡El Nizam está remontando la escollera!
—¿Y las barcas?
—¡No te cuides de ellas!
Al ver los vigilantes que la chalupa huía hacia el Sur para ponerse a cubierto de una punta rocosa que avanzaba mar adentro, abrieron un fuego violentísimo con las carabinas, pero completamente ineficaz, pues los fugitivos se encontraban fuera del alcance de sus tiros.
A su vez apareció el Nizam, que apresuraba la marcha mostrando sus tres faroles, los cuales brillaban clarísimamente en medio de las tinieblas.
Casi enseguida lució en la proa del vapor un relámpago acompañado de una gran detonación. Se oyó por el aire el ronco zumbar del proyectil, y poco después brotó un chorro de espuma que saltaba a treinta metros de la proa de la chalupa.
—¡Tantean! —dijo Will—. ¡Al tercer disparo, si aún estamos a tiro, nos tocarán! ¡Jody, carga la válvula, o deshacen la chalupa!
En el puente del barco retumbó otra detonación, y la bala se sumergió a cuarenta o cincuenta metros de la popa de la barcaza fugitiva. Will se volvió rápidamente para mirar al Nizam.
Las chalupas de los vigilantes se habían detenido, y comenzaban a dirigirse con lentitud hacia Port-Cornwallis, pues habían comprendido que gastaban en balde fuerzas y municiones.
En cambio, el vapor forzaba la máquina para alcanzar a los fugitivos antes de que pudieran ponerse fuera del alcance de su artillería.
De la chimenea salían turbiones de humo y escorias que se alzaban al cielo, teñidos de rojo por la reverberación de las llamas.
—¡Si se equivocan en la puntería, estamos en salvo! —murmuró el contramaestre—. ¡Medio minuto más, y sus cañones serán inútiles! ¡Palicur, Jody, dispuestos para tirarse al agua! ¡Si nos agujerean la chalupa, la repararemos en la costa, si es que vivimos todavía! Un tercer relámpago, esta vez hacia la popa, brilló en el vapor.
Instintivamente el contramaestre bajó la cabeza, salvando la vida con este movimiento, porque un instante después pasaba la bala rasando la chalupa y yendo a caer en el mar a muy breve distancia.
—¡Estamos en salvo! —gritó—. ¡Jody, a toda máquina! ¡Ya no nos cogen!
La chalupa llegaba a la peninsulilla que avanzaba tanto espacio mar adentro, poniéndose a cubierto por entero de los tiros del Nizam. El contramaestre dejó que bogase durante un poco tiempo a lo largo de la costa, y cuando creyó que habían ganado la distancia necesaria para no temer a las balas volvió a lanzar la chalupa hacia el Sur.
Como tenían una ventaja de tres nudos por hora sobre la embarcación que los seguía, aun cuando se dejaran ver, ya no corrían peligro.
Efectivamente; el cuarto proyectil que les envió el Nizam cayó a más de cien metros de la popa.
—¡Buenas noches, señores! —gritó Will—. ¡Otra vez será! ¡Por ésta, no es posible!
—Yo le aseguro a usted, señor Will, que no renunciarán a darnos caza —dijo Jody, que miraba lleno de angustia la provisión de carbón—. ¡Esperarán a que hayamos consumido nuestro combustible para caer sobre nosotros!
—Hay muchos escondrijos a lo largo de la costa, y en alguno encontraremos leña —dijo Palicur—. En estas islas abundan las plantas resinosas.
—No digo que no.
—¿Cuánto tiempo podremos sostener esta velocidad? —preguntó el contramaestre.
—Hasta pasado mañana al amanecer.
—Se podría aminorar un poco, y economizaríamos el carbón.
—Prefiero que vayamos así —respondió Will—. En veintiocho o treinta horas, sin tener que detenernos, llegaremos a la última isla del grupo.
—Olvida usted una cosa, señor Will.
—¿Cuál?
—Que no tenemos ni un bizcocho siquiera que llevarnos a la boca.
—¡Ya nos proveeremos de cualquier modo!
—Y no tenemos tampoco ni una gota de agua.
—¡Aquel canalla lo tiró todo, incluso los cocos!
—Haremos una recalada en la costa lo más tarde posible. Es preciso ante todo que perdamos de vista ese barco.
—Al mediodía le llevaremos una ventaja de treinta nudos.
—Entonces, esperaremos al mediodía.
Miró hacia el Norte: todavía brillaban los faroles en la oscura línea del horizonte; pero tan pequeños, que no podía tardar el momento en que desapareciesen.
Aquel barco viejo perdía camino a ojos vistas, y quemaba inútilmente el carbón en los hornos de su vieja máquina.
—Ahora ya podemos hablar de nuestros asuntos —dijo mirando al malabar, que parecía sumido en profundos pensamientos—. Por el momento nadie nos amenaza, y la ruta que llevamos no requiere vigilancia. Palicur, ¿qué impresión te han producido las palabras del cingalés?
—¡Yo creo que me vuelvo loco, señor Will! —respondió el pescador de perlas—. Hace media hora que doy vueltas en la memoria y que me atormento en vano el cerebro para explicarme este misterio. ¡Davati! ¿Quién será? Y, sin embargo, ese nombre yo creo que lo he oído alguna vez.
—¿A quién?
—A Juga.
—¿A tu prometida?
—Sí, señor Will. Estoy seguro de que ha pronunciado ese nombre. ¿Cuándo? Yo no lo sé; no lo recuerdo.
—Expliquémonos. ¿Habías visto antes de ahora al Tuerto?
—No, me parece…
—¡Recuerda bien!
—He pensado macho, señor, y no hago memoria de haberle visto fuera del penal.
—Entonces, ¿cómo quieres que conozca a Juga? El hecho es que ese hombre es tu rival, y que debe de estar enamorado de la joven que tú amas.
—¡Ah; ya, señor Will! Recuerdo que me habló una noche el padre de la muchacha de que un pescador de perlas le había pedido antes que yo la mano de Juga; pero no he sabido quién fuese, porque nadie volvió a decirme una palabra.
—Sospecho una cosa —dijo Will—. Sospecho que el Tuerto no ha sido extraño al rapto que los tiruvanskas del monasterio de Annaro Agburro cometieron con Juga: es posible que fuese él quien se la señaló, pues así se vengaba de las calabazas que le dieron.
—También me parece a mí lo mismo, señor Will.
—Pero si estaba perdida para ti, también lo estaba para él —dijo Jody, que hasta entonces se había limitado a escuchar a sus compañeros.
—Hubiera podido rescatarla con la perla roja; ¡esa perla maldita que después del rapto de Juga he estado buscando durante más de dos meses!
—¡La perla roja! —exclamó el contramaestre—. Esta es la segunda vez que te oigo nombrarla, sin que hasta ahora haya podido saber qué es eso.
—Era una perla famosísima que adornaba como si fuese un tercer ojo la frente de la gigantesca estatua de Godama, que está en el monasterio de Annaro Agburro —dijo Palicur.
—¿Y qué tiene que ver Juga con esa perla?
—Tiene que ver, porque solamente el que la encuentre puede rescatar una de las jóvenes esposas del dios. Si yo la encontrase, Juga volvería a mí.
—¿Y dónde está esa perla? —En el fondo del estrecho de Manar.
—¿Y quién la arrojó allí?
—El que la robó; mejor dicho, no la tiró, porque debe de estar metida en la herida, una herida horrible que aquel desgraciado se produjo en el costado izquierdo.
—Sí; también conozco yo esa historia —dijo Jody.
—Pues yo no entiendo nada-repuso Will. —Explícate mejor, Palicur. Ya no se ven las luces del Nizam, y podemos hablar a nuestro gusto.
—Esa historia se remonta a dos años —dijo el malabar—. Con motivo de una peregrinación un pescador de perlas, hombre astuto y de valor, hizo la promesa de coger la perla que adornaba la frente de Godama, la cual admiraba todo el mundo por su tamaño y por su esplendor.
»La empresa no era fácil, y, sin embargo, no se sabe cómo, logró quitar al dios aquella piedra inestimable.
»Si el robo había sido posible cometerlo, no era ya tan hacedero ocultar lo robado. Se dio la voz de alarma, se cerraron todas las puertas del monasterio, y todos los pasos que conducían a la montaña se interceptaron. No salió ningún peregrino sin que antes sufriese un registro riguroso.
»Pero el ladrón pudo pasar. Con ayuda de un cómplice, un indio viejo pescador de perlas lo mismo que él, según se cree, se produjo una incisión profundísima en el costado derecho, y en tan horrible herida ocultó la joya.
»Así salió de Annaro Agburro sin que le molestasen, fingiendo que se había herido casualmente con un hacha durante la fiesta. Nadie podía suponer que llevase la perla dentro de sus propias carnes.
—¿Era gruesa? —preguntó el contramaestre, a quien interesaba grandemente aquel relato.
—Del tamaño de una nuez, según me han dicho —contestó Palicur.
—Con tal estorbo, ese hombre debía de sufrir atrozmente.
—Así era, en efecto, y tuvo que alquilar unos hombres para que le llevasen en palanquín hasta la costa.
—¿Y no vendió allí la perla?
—No tuvo tiempo; el viejo indio que le había hecho la incisión para esconderla, asustado con los anatemas que lanzaron los tiruvanskas contra los autores del delito, denunció al ladrón veinticuatro horas después.
»En seguida se pusieron en su seguimiento, y le alcanzaron en el mismo momento en que se disponía para hacerse a la mar en una chalupa con dirección a Travancore.
»Al verse perdido, antes que devolver la perla se hundió en el agua en la extremidad septentrional del banco de Manar, disparándose un pistoletazo en un oído.
—¿Se hundió con la perla en la herida?
—Sí, señor Will.
—¿Y no han encontrado su cadáver?
—No; porque allí la profundidad del agua es de más de sesenta metros, y ningún pescador de perlas puede descender tanto.
—Con una buena escafandra, se hubiera podido pescar al hombre y la perla —dijo el contramaestre.
—¿Y qué es una escafandra? —preguntó el malabar.
—Ya te lo diré. Ahora sigue relatando.
—Se ha terminado la historia, señor Will.
—¿Y tú has buscado también la perla?
—¡Ya lo creo! Apenas recobré la salud me fui al banco, con la esperanza de encontrarla y de rescatar con ella a Juga; pero nunca logré llegar al fondo. Entonces fue cuando, convencido de no poder conseguir mi objeto, intenté robar a la muchacha. Will hizo un movimiento con la mano, y dijo como si hablase para sí:
—Si se pudiera saber con exactitud el sitio donde ese hombre se dejó irá fondo, quizás…
—Yo lo sé, señor Will-repuso el malabar. —Me lo indicó exactamente uno de los hombres que persiguieron en el mar al ladrón.
—¿Y si algún tiburón devoró al ratero juntamente con la perla? Además, en dos años se habrá deshecho el cadáver, o Dios sabe adónde le habrán llevado las corrientes y dónde estará el tercer ojo de Godama.
»Sin embargo, no desesperemos —añadió, viendo palidecer a Palicur—. La perla puede estar mezclada con la arena. —Se quedó un momento silencioso, y dijo de nuevo—: Quisiera saber por qué está el Tuerto en el penal. Eso es un punto oscuro que hay que esclarecer.
—Yo lo sé —dijo Jody—: me lo contó Foster una noche que estaba medio borracho.
—¡Cuenta!
Iba el mulato a abrir los labios, cuando un golpe violentísimo levantó la chalupa, mientras que en el mismo instante un chorro de materia negra como la tinta y que despedía un fuerte olor acre caía sobre los bancos, y derribaba con los pies por alto a los tres penados inundándolos de arriba a abajo.