LA FUGA DE LOS PENADOS
Mientras el valiente mulato preparaba la fuga el contramaestre del Britannia y el pescador de perlas se disponían con gran sangre fría para la realización de la terrible empresa que podía costarles la vida, pues no ignoraban que los centinelas colocados en derredor del establecimiento penal tenían orden de hacer fuego sobre todo el que saliera por la noche de los dormitorios de la enfermería.
Por una combinación afortunada, no había ingresado aquellos días ningún enfermo en su departamento, y, por lo tanto, podían maniobrar sin testigos.
Después de la visita nocturna del médico se habían fingido dormidos, con lo cual Foster bajó la luz de la lámpara. El irlandés se había guardado muy bien de ceder a nadie el primer cuarto de guardia, para no perder la botella prometida por aquel buen mulato, por aquel joven de corazón tan grande.
Tumbados en sus camas respectivas, ambos penados esperaban llenos de angustia a que sonase la campanita que anunciaba el cubre-fuego, y la visita de Jody, que lo mismo que la noche anterior, debía llevarles un par de vasos de ginebra.
El contramaestre sacó de su escondrijo la sierrecita circular, una verdadera obra maestra de me canica que movía un sistema de relojería haciendo funcionar el disco dentado contra las barras de hierro de la reja; por su parte el malabar, cuyas heridas se habían cerrado, cogió dos sábanas de una de las camas, y las anudaba rápidamente para deslizarse por ellas sobre el tejado del almacén sin correr el peligro de romperse la cabeza.
Unos pasos rápidos que resonaron en el corredor, de ambos penados bien conocidos, y una exclamación gozosa de Foster, les advirtieron que había llegado el momento de ponerse a la obra.
Jody había entrado, llevando la botella prometida al borracho del irlandés para volverle ciego y sordo.
—¡Te esperaba, hijo mío! —dijo el guardián—. ¡Nunca he tenido sed tan grande como esta noche!
—Yo siempre cumplo mi palabra —respondió el mulato—. Es una botella igual a la de ayer, y viene de la bodega del Gobernador.
—¡Hijo mío —dijo el irlandés—, no quisiera que fuesen tus manos, sino las del señor Gobernador, las que sacan estas botellas de las tinieblas de la bodega a la luz! Tanta generosidad con un presidiario por parte de ese señor, me parece poco natural. ¡Cuidado, Jody, porque yo ante todo soy un caballero y no tiendo la mano a los ladrones!
—¡Oh señor Poster! —exclamó el maquinista fingiéndose dolorido e indignado al propio tiempo—. ¿Me cree usted capaz de robar al Gobernador? Puede usted beberla tranquilamente. Es verdad que he matado, y por eso me condenaron, pero no he robado nunca.
—¡He sido un estúpido sospechando de ti! —dijo el irlandés—. ¡Dame la botella, corazón de oro, y hagamos las paces!
—Si me lo permite usted, voy a llevar un vaso a los enfermos.
—¡Sí; anda, hijo mío!
Como la noche anterior, Jody llenó los dos vasos, y mientras el irlandés daba unos tientos a la botella entró en la enfermería, cerrando tras sí la puerta.
El contramaestre y el malabar se levantaron en el acto.
—¡Todo va bien! —dijo rápidamente el maquinista—. No hay más que dos centinelas a lo largo del camino, y les he prometido beber con ellos un litro de ginebra. Pasad por detrás de la muralla, e id a esperarme en la chalupa.
—¿Y Foster? —preguntó Will.
—Está bebiendo, y dentro de poco estará tan borracho, que no oirá ni verá nada. ¿Ha montado usted la sierra?
—Sí.
—Anden ustedes deprisa, mientras yo entretengo a ese borrachón durante algunos minutos, y no desciendan hasta que me vean salir.
—¿Y el Tuerto? —preguntó Palicur.
—De ése es de quien deben ustedes guardarse. Ese perro estará vigilando: no lo duden. ¡Aprisa! Beban ustedes, apaguen la luz, y salgan enseguida. Si esta noche no logramos evadirnos, ya no podremos escapar nunca, pues temo que el Tuerto haya adivinado nuestros designios.
Le devolvieron los vasos, les hizo una seña para que no hiciesen ruido, apagó la lámpara, y fue a reunirse con el vigilante, que no había cesado de empinar la botella.
Apenas había cerrado la puerta oyeron que el mulato decía al irlandés:
—¡Esos pobres diablos se han dormido! ¡No están acostumbrados a la ginebra del Gobernador!
El contramaestre y el malabar se deslizaron de las camas, llevando consigo la sierrecita y las sábanas anudadas.
—¿Puedes sostenerte? —preguntó Will al indio.
—¡No tenga usted cuidado por mí! Si todavía están mal las costillas, los huesos están intactos, y los músculos sólidos.
Se quedaron escuchando un momento; y como oyesen charlar en el corredor al maquinista y al irlandés, se acercaron a una de las ventanas, precisamente a la situada junto al ángulo del edificio, pues era la que estaba más próxima a la puerta de entrada.
Muy pronto comenzó a girar la sierra con rapidez, y a saltar el hierro sin producir rumor alguno. Siguiendo las instrucciones del mulato, Will la había untado con el aceite de la lámpara para evitar que rechinase.
—¡Este aparatito es maravilloso! —dijo el contramaestre, que sentía saltar pequeños fragmentos metálicos—. ¡Hay pocos mecánicos tan hábiles como Jody! ¡Esta sierra vale un tesoro!
—¿Sierra bien? —preguntó en voz muy baja el malabar.
—Dentro de medio minuto quedará serrada esta barra.
—Nos veremos precisados a serrar cuatro, y, por lo tanto, a repetir ocho veces la operación.
—Es cuestión de cinco minutos. ¡Mira: ésta ya está!
—¿Serrada?
—Sí.
—¡Al otro lado, señor Will!
El contramaestre volvió a dar cuerda al resorte, y emprendió de nuevo la tarea en el extremo opuesto de la barra.
Mientras tanto resonaban en el corredor la voz un poco nasal del mulato y la bronca del irlandés. El primero entretenía al segundo contándole historietas alegres que le hacían reír de cuando en cuando, pero que le impedían hacer una visita a la enfermería; cosa, sin embargo, muy problemática, por lo menos mientras hubiese ginebra en la botella.
Al cabo de cinco o seis minutos estaban en tierra los cuatro barrotes de la reja.
—¡Ya, está hecho esto! —dijo el contramaestre respirando a plenos pulmones la brisa fresca de la noche—. ¡Dame las sábanas!
Anudó sólidamente una punta a una de las barras superiores, enseguida miró afuera, y las dejó colgar.
—Llegan al techo del almacén —dijo al malabar—. La medida es justa. ¿Ves a alguien?
—Únicamente veo los árboles.
—¿Estará debajo algún centinela, o delante de la puerta del almacén?
—Yo creo que Jody nos lo hubiera advertido.
—Coge una barra, porque podrá servirnos como arma defensiva en caso de peligro, y desciende tú primero.
—Sí, señor Will.
El malabar se puso a horcajadas en el alféizar, enseguida se agarró a las sábanas y se dejó escurrir, sosteniendo entre los dientes una de las barras cortadas.
En cuanto el contramaestre le vio tocar el tejado, hizo la misma operación. —¡Despacio, señor!— susurró el tejado es de estopa, y crujirá bajo nuestros pies. Además, puede haber algún vigilante durmiendo ahí dentro.
—Es probable —contestó el contramaestre enjugándose la frente—. ¡Demonio! ¡Yo que no había pensado en eso!
—¡No hagamos ruido, señor! ¡Los centinelas no titubearían en hacernos fuego si alguno diera la voz de alarma!
—Es verdad, y en este momento estaba pensando en el Tuerto.
—¿Quiere usted asustarme, señor Will? No es que yo tenga miedo a ese hombre. ¡Si le viera delante, no le salvaría ni la Paz y Caridad!
—¡Dios querrá que esté durmiendo! ¡Adelante, y despacio; cuidado adonde se ponen los pies!
Se habían echado boca abajo, arrastrándose suavemente y con infinitas precauciones, temblando de que el tejado, que oscilaba bajo el peso de ambos, cediera cuando menos lo pensasen.
Se detenían con frecuencia para escuchar y para dirigir una mirada llena de terror a todas partes. A cada momento les parecía distinguir sombras de personas que avanzaban por el camino, o brillar los cañones de las carabinas.
Cerca de unos cinco minutos emplearon en recorrer un trozo de unos cuantos metros, hasta que por último llegaron al ángulo del tejado.
Había que dar un salto de unos nueve pies para caer en un pequeño huerto, en el cual habían plantado los guardianes legumbres de Europa para hacer ensalada, y que, gracias al asiduo cuidado de los cultivadores, crecían de un modo colosal. La tierra estaba removida, y, por lo tanto, apagaría el rumor del salto.
Antes de dejarse caer Will miró con atención en todas direcciones, temiendo que cualquier centinela adelantase por el camino. No viendo nada, iba ya a dar el salto cuando oyó gritar a unos cincuenta o sesenta pasos:
—¿Quién vive?
Creyéndose descubiertos, los dos fugitivos se dejaron caer en el borde del tejado. Una voz, contestando en el acto al centinela, les volvió un poco de calma:
—¡Soy yo; Jody!
—¡Espera un momento para saltar, Palicur! —murmuró rápidamente el contramaestre del Britannia.
Se asomó un poco, y vio que el maquinista marchaba por el camino llevando en la mano una cosa que parecía una botella.
Así que desapareció bajo los árboles, donde le esperaba el vigilante de guardia para beber juntos un sorbo de brandy o de gin, Will y Palicur se dejaron caer en medio de las plantas sin producir ruido alguno.
—¡Ahora, piernas! —dijo el contramaestre—. ¡Y abre bien los ojos, Palicur! ¡Puede haber algún guardián cerca del embarcadero!
—¡O el Tuerto! —dijo el malabar apretando los puños—. ¡Me alegraría de encontrarle antes de abandonar para siempre la penitenciaría!
—Por mi parte, prefiero no encontrarle en este momento —contestó Will—. Daría voces de alarma, y nos prenderían enseguida. ¡Échate por dentro de la espesura, y no hagas ruido!
El camino estaba flanqueado por una doble hilera de espesísima maleza que hacía el oficio de un muro. Los fugitivos ganaron la de la derecha y se pusieron en marcha en dirección de la playa. Andaban con grandes precauciones, siempre mirando y escuchando, no atreviéndose a levantar la cabeza, y apartando con gran cuidado las ramas que les impedían el paso.
En la orilla izquierda se oían las voces de los dos centinelas y la de Jody; delante de ellos, la monótona rompiente de las olas que el mar empujaba sin cesar sobre la arena.
Ya habían recorrido todo el camino, y no oían las voces de los guardianes, cuando divisaron una figura humana que estaba inmóvil ante un dammar que crecía a pocos pasos del embarcadero. Will apenas pudo contener una blasfemia.
—¡Está cerrado el camino! —murmuró el malabar—. ¿Qué hará ahí ese hombre? ¡Jody no nos dijo que había un centinela cerca del embarcadero! ¿Cómo vamos a ir a la chalupa sin que nos vea?
—Señor Will, ¿será el Tuerto? —preguntó el pescador de perlas.
—También yo he sospechado lo mismo.
—¡Si es él, voy a matarle, suceda lo que quiera! —dijo Palicur.
—¡Y estropearás nuestro negocio! ¡Espera! ¡Ante todo, veamos quién es!
Apartó las ramas con mucho cuidado y miró con atención a aquel hombre, que estaba a diez pasos de distancia solamente, con la espalda vuelta hacia ellos, y que apoyaba ambos brazos en la carabina, que tenía calada la bayoneta.
—Es un guardián —dijo al cabo—. El Tuerto estará durmiendo en su barraca. Tengo la seguridad de que no le darían un arma de fuego, aunque sea el espía del penal.
—¿No podríamos pasar por otra parte?
—Ese hombre nos vería lo mismo, porque la chalupa está atada delante de él.
—Entonces, ¿qué hacemos, señor Will? Jody estará aquí dentro de poco, y su presencia puede alarmar a ese centinela.
—¡Dame la barra! —dijo de pronto el contramaestre con acento resuelto.
—¿Qué quiere usted hacer, señor Will?
—¡Sorprender a ese guardia y tenderle en tierra de un solo golpe! ¡Tanto peor para él si muere! ¡Si dudamos, no saldremos nunca de este infierno!
—Déjeme usted hacer a mí, señor Will; soy más fuerte que usted, aun cuando tenga los lomos medio deshechos. Los indios somos más hábiles para las sorpresas que los europeos.
—¡Bueno, sea! Pero estaré pronto a ayudarte. Sobre todo, no hay que olvidar la carabina y los cartuchos de ese hombre. Su arma puede prestarnos algún servicio.
—¡Sígame sin hacer ruido!
El malabar se había tendido en tierra y avanzaba silenciosamente, reteniendo hasta la respiración. Por fortuna, el guardián estaba de espaldas y parecía dormitar apoyado en el fusil.
La distancia iba acortándose poco a poco. El malabar había empuñado ya la barra de hierro.
Iba a lanzarse, cuando el vigilante, alarmado quizás por algún rumor, se volvió. Al ver delante de sí aquellas dos sombras hizo un movimiento para levantar el fusil, pero Palicur no le dejó tiempo para utilizarlo ni para dar la voz de alarma.
La barra de hierro le cayó en la cabeza, haciéndole rodar por el suelo como herido por un rayo, y sin que hubiese lanzado ni un suspiro.
Probablemente el golpe no fue mortal, porque el casco debía de haber amortiguado el efecto contundente.
Palicur cogió la carabina mientras que Will se apoderaba de la cartuchera, que estaba repleta; enseguida se lanzaron al embarcadero, ante el cual se mecía dulcemente la chalupa de vapor.
No parecía que nadie hubiese advertido la caída del pobre vigilante, pues el ruido que produjo el cuerpo al caer debía de haber quedado ahogado por el de la rompiente de la resaca.
—¡Pon fuego al horno, Palicur —dijo Will alargándole algunos fósforos—, y enseguida echa dentro carbón hasta que lo llenes! ¡Es preciso que la máquina tenga mucha presión, o no!…
Se interrumpió bruscamente. Mar afuera había resonado un largo mugido, que parecía el de la sirena de un barco de vapor. Se le escapó una imprecación.
—¡Condenado del Infierno! ¿Quién viene?
En aquel momento vieron que una sombra se precipitaba fuera de la maleza y que saltaba hacia la playa, mientras bastante cerca gritaba una voz:
—¡A las armas! ¡Han matado a Bakson!
—¡Jody! —exclamaron a un tiempo Will y el malabar al reconocer aquella sombra.
En efecto; era el maquinista, que llegaba anhelante y pálido como un muerto.
—¡Huyamos! —dijo el mulato saltando a la chalupa—. ¡Va a llegar el Nizam, y los centinelas han descubierto el cadáver de Bakson! ¡Listos! ¡Coged los remos, y vamos corriendo a la escollera antes de que nos divisen!
En el mismo momento gritó una voz amenazadora:
—¡Quietos, o disparo!
—¡Vosotros, a los remos! —dijo el contramaestre, armando precipitadamente la carabina cogida al vigilante—. ¡Yo respondo!
—¡Fuego a la máquina, Palicur! —mandó Jody.
—¡Ya llamea! —respondió el malabar, en tanto que por el tubo salía un humo densísimo que apestaba a petróleo y a materias grasas.
—¡A los remos! ¡Arranca!
La misma voz de antes resonó en el silencio de la noche:
—¡A las armas! ¡Que huyen los penados!
Inmediatamente hendió las tinieblas un relámpago seguido de una detonación, y una bala pasó silbando por encima de la cabeza de los fugitivos.
Palicur y Jody se habían precipitado sobre los remos, en tanto que la máquina comenzaba a retumbar sonoramente.
El contramaestre del Britannia, tendido en el banco de proa con la carabina en la mano, esperaba a que se mostrasen los vigilantes de guardia para abrir a su vez el fuego sobre ellos.
Mar afuera continuaba silbando la sirena del vapor, anunciando su arribo a los centinelas del penal.
Sus faroles, verde y rojo en la proa y blanco en el palo del trinquete, brillaban con nitidez en el oscuro horizonte.
—¡Cuando llegue, ya nosotros habremos salido de la escollera y tendremos la presión necesaria para huir; y si ese barco quiere darnos caza, le haremos correr! —dijo el maquinista.
—¡Fuerza, Palicur! ¡La chalupa es pesada; pero dentro de poco bogará como un pez!
Un segundo disparo le interrumpió.
—¡Bergantes! —exclamó—. ¡Un poco más baja, y quiebran mi cabeza como si fuese un coco!
—¡Para vosotros! —Gritó el contramaestre apuntando la carabina—. ¡También nosotros estamos armados, y, además, tenemos el derecho de defendernos!
Un vigilante bajaba hacia la playa a todo correr gritando a voz en cuello:
—¡A las armas! ¡A las armas!
Will apuntó el fusil, miró algunos instantes, y apretó el gatillo con lentitud.
El vigilante cayó dando un grito, en tanto que por el camino del embarcadero se oían varias voces que preguntaban a gritos:
—¿Dónde están?
—¡Hacia el bosque!
—¡No; escapan a bordo de la chalupa!
—¡Alto; alto, u os echamos a pique!
—¡Bueno; venid a prendernos! —gritó el contramaestre, que había cargado rápidamente la carabina.
—¡Da fuerte, Palicur! —Bramó Jody—. El Nizam avanza, y puede echarnos a fondo con un par de cañonazos.
Empujada por aquellos cuatro brazos vigorosos, la chalupa había ganado entretanto tres o cuatrocientos metros y corría hacia la punta meridional de la escollera, donde los fugitivos pensaban embarcar sus provisiones. Todavía no había tenido la presión necesaria para poner en movimiento la máquina; pero el agua no debía de tardar en evaporizarse, pues las materias grasas y la leña, abundantemente rociadas con petróleo, desarrollaban mucho calor.
—¡Echaos por detrás de los escollos! —gritó el contramaestre a Jody, viendo que cinco o seis guardianes corrían hacia el embarcadero y otros hacia el sitio donde estaban las chalupas del penal.
—¡Dentro de un momento se pondrán a darnos caza!
—¡Y se quedarán atrás! —contestó el mulato haciendo deslizar la barcaza por detrás de un escollo.
—¡La máquina comenzará a funcionar enseguida!
De la orilla hicieron una descarga, y algunas balas pasaron rozando la popa, que todavía estaba al descubierto.
—¡Demasiado tarde, queridos! —gritó Will dejándola carabina para coger también los remos, en tanto que Jody se lanzaba a la máquina.
—¿Tenemos presión? —preguntó Palicur.
—¡Sí! —contestó el mulato—. ¡Ahora, que nos cojan! ¡Ni el mismo Nizam puede alcanzarnos, porque es menos rápido!
—¡Pronto; embarquemos los víveres! —ordenó Will—. ¿Dónde están?
—¡Detrás de aquella punta…, en una hendidura!… ¡Satanás! ¿Qué ruido es ése? ¿Oye usted, señor Will?
—¿Qué?
—¡Como algo que cayese al agua!
El contramaestre volvió a coger la carabina, mientras Jody tomaba de un banco una pistola, única arma que había extraído de la pequeña armería del penal.
—¡Echa la chalupa hacia el escondrijo! —dijo Will.
—Pero ¿no oye usted? —preguntó Palicur.
—¡Sí; tú, Palicur, al timón!
La chalupa giró en derredor de la punta extrema del islote, y se ocultó entre dos filas de escollos cuyas puntas emergían entre las tormentosas aguas de la resaca.
De pronto el maquinista lanzó un grito de furor. En aquel momento salía un hombre de la hendidura donde estaban las provisiones y arrojaba al mar una caja de hojalata, que enseguida se fue a fondo.
—¡Ah, miserable! —bramó Jody descargando su pistola.
El hombre que había arrojado la caja lanzó también un grito y saltó hacia las rocas altas, procurando alcanzar un grupo de cocoteros.
—¡El Tuerto! —gritó Will—. ¡Muere, perro!
El cingalés, que con aquel rápido movimiento se había librado del pistoletazo del maquinista, no pudo salvarse del tiro de la carabina.
No había concluido de apagarse el ruido de la detonación, cuando los fugitivos le vieron caer detrás de la cresta de las rocas y desaparecer por la otra parte del islote, gritando al mismo tiempo:
—¡Me han matado!
Después se oyó el golpe de un cuerpo en el agua. Jody saltó rápidamente en tierra y se dirigió hacia la hendidura, que formaba como una pequeña caverna, en la cual apenas cabían dos hombres.
—¡Ah, canalla! —gritó, mientras se llevaba con desesperación las manos a la cabeza—. ¡Lo ha tirado todo al mar! ¡Nos ha arruinado!
—¡Baja, y no te detengas! —dijo Will—. ¡Mira que ya llegan los guardianes! ¡Oigo el golpe de los remos!
—¡Ni siquiera tenemos un bizcocho! ¡Todo, todo lo tiró al agua!
—¡No importa; ven, o nos prenden!
Comprendiendo al fin que no era aquél el momento más oportuno para desesperarse, el maquinista volvió a la orilla y saltó a la chalupa, mientras retumbaban algunos disparos en la otra parte de la escollera.
—¡Jody, a toda máquina! —ordenó el contramaestre del Britannia.
La chalupa se separó de la orilla y se alejó rápidamente hacia el Sur, en tanto que en la altura aparecían algunos vigilantes.
En el mismo instante una voz formidable, la del Tuerto, resonó potente entre las tinieblas:
—¡Nos veremos —gritó—, y te disputaré a Juga, perro Palicur! ¡Acuérdate de Davati!