LAS MANIOBRAS SOSPECHOSAS DE EL «TUERTO»
Cinco días después el mulato, cuyas mejillas se habían deshinchado por la sencilla razón de que dejó cerrarse la herida sin hacerse soplar de nuevo dentro de ella, salía de la enfermería y volvía a encargarse de la chalupa de vapor de la colonia.
De acuerdo por completo con el contramaestre del Britannia, apresuró su curación para dar la última mano a los preparativos, y, si era posible, aumentar la provisión de víveres para no verse acometidos por el hambre en pleno Océano.
El alma de la empresa era el contramaestre: sin él, hubiera sido una locura lanzarse a través del Océano índico, peligro grande que solamente puede afrontar un marino muy experimentado.
Como ya hemos dicho, por su calidad de maquinista el mulato gozaba de cierta libertad. Hacia la caída de la tarde podía marcharse a pescar los grandes crustáceos que tanto abundan en las escolleras de las islas Andamanes, utilizando la chalupa grande de vapor del director del penal, pero, naturalmente, con los fuegos apagados. Así no podía servirse de ella para huir.
Curado ya, volvió a su puesto y a sus habituales costumbres, esperando a que el malabar pudiera a su vez ponerse en pie.
Con precauciones sin cuento había logrado sustraer algunos víveres del almacén, en el cual tenía entrada libre, pues muy a menudo llevaba provisiones de boca a los penados que trabajaban un poco lejos. Las sustracciones que hacía las escondía en una profunda grieta de la escollera de delante de la penitenciaría, adonde solía ir para pescar.
Hasta entonces, y sin que nadie se hubiese hecho cargo de la maniobra, había reunido media caja de bizcochos y algunos kilogramos de pescado seco y de legumbres.
Sin embargo, en la tarde del tercer día de su salida de la enfermería, en ocasión en que volvía del mar empujando fatigosamente la chalupa, que, como es sabido, llevaba apagada la máquina, se quedó un poco sorprendido viendo sentado al Tuerto en la playa, cuando él le creía trabajando en uno de los varios aserraderos del bosque.
—¡Buenas tardes, Jody! —le dijo el cingalés con acento ligeramente burlón, que no se le escapó al mulato—. ¿Qué es lo que has pescado de bueno a lo largo de la escollera?
—Un hermoso cangrejo para el Director —contestó el maquinista.
—¡Eres un pescador afortunado! Yo nunca logro coger uno, así recorra toda la playa. ¡Y tanto como me gustan!
—Aquí no se dejan ver. Prefieren pasear por aquellas escolleras.
—Una tarde me llevarás contigo: quiero ver cómo haces para sorprenderlos.
—Es preciso tener buen golpe de vista y las manos muy ágiles, querido.
—Tú me enseñarás, si eres un buen camarada, como creo, y mañana por la tarde me llevarás contigo.
—No tienes permiso para ir de pesca, y yo no quiero quebraderos de cabeza. Si supieran que te había llevado conmigo, sería capaz el Gobernador de enviarme a una celda con cadena doble.
—¡No te preocupes por eso! Aun cuando sepan que me has llevado a bordo, nadie ha de incomodarte.
El mulato le miró fijamente con cierto temor. Aquella insistencia comenzaba a preocuparle.
—¿Habrá sospechado algo? —pensó—. ¡Pongámonos en guardia! —En seguida, alzando la voz, dijo:
—Si me aseguras que nadie ha de hacerme observaciones, y eso te gusta, bueno. Mañana por la tarde te espero aquí, antes del anochecer.
—¡Eres un buen muchacho! —contestó el cingalés con un ligero acento de ironía.
—¿Dónde trabajas mañana?
—En ninguna parte. Tengo la fiebre, y me han concedido dos días de descanso.
—¿En lugar de darte una parte del gato de las nueve colas que le aplicaron a ese pobre diablo de Palicur?
—Él fue quien me insultó —dijo el Tuerto.
—Sí, es verdad —respondió Jody—; pero yo creo que has nacido bajo una buena estrella, porque nadie tiene más suerte que tú. ¿Has traído de Ceylán algún talismán?
—Sí; un fragmento de la falange de un dedo de Godama —dijo el Tuerto riendo—. ¡Buenas noches, Jody; hasta mañana por la tarde!
El cingalés, que quería cortar la conversación, pues había comprendido a lo que aludía el mulato, volvió la espalda y se fue hacia uno de los techados, donde entraban ya los penados que trabajaban en las talas, llamados para el descanso nocturno.
Jody, en cambio, permanecía en la playa con un pie en el borde de la chalupa, que había atado a un poste, siguiendo con la mirada al espía y profundamente preocupado.
—¡No es por los cangrejos por lo que me ha pedido que le lleve a la escollera! —murmuró—. ¿Tendrá razón el contramaestre en desconfiar tanto de este bribón? Todos afirman que es el espía de los vigilantes.
»¿Habrá sabido que estamos preparándonos para desfilar? ¿Le habrán hecho sospechar mis idas y venidas de todos los días a la escollera? ¡Me parece que corremos el peligro de terminar en una celda con doble cadena si no nos apresuramos a irnos!
»Es preciso que yo vea al contramaestre, y que mañana por la noche tentemos el golpe, suceda lo que quiera.
»¡Ante todo, vamos a informarnos de quién está de guardia en la enfermería!
Cogió el cangrejo que había pescado en la escollera, verdaderamente monstruoso, pues debía de pesar varios kilogramos, y fue a llevárselo a uno de los centinelas de la casa del Gobernador; enseguida se informó de quién estaba de guardia en la enfermería aquella noche.
—¡Es Foster —dijo—; un gran amigo de los licores! ¡Seguramente que no rehusará el ofrecimiento de vaciar conmigo una botella de ginebra!
Se fue a su cabaña, que le habían construido detrás de la vivienda del Gobernador; se metió en los bolsillos un par de vasos y una botella de licor de Holanda, y después se dirigió a la enfermería.
Como gozaba de privilegios especialísimos, nadie le impedía el paso; así, pues, pudo llegar hasta el corredor donde vigilaba Foster, un irlandés feísimo, con un bosque de cabellos rojos y con una nariz enorme y colorada de bebedor impenitente.
—¡Oh Jody! —dijo el guardián al verle—. ¿Ya vuelves otra vez a la enfermería? Te has apresurado mucho a salir de ella, muchacho.
—¡No tengo ninguna intención de venir a freírme entre las sábanas! —contestó el mulato—. Prefiero andar por el mar y respirar la fresca brisa.
—Entonces, ¿a qué vienes por aquí?
—Porque quería rogar a usted que me permitiese obsequiar con un poco de ginebra del Gobernador a esos dos pobres diablos que se encuentran en la enfermería. Esto probablemente les haría más provecho que la medicina que está haciéndoles tragar el médico. ¿No le parece a usted, señor Foster?
—¡Las medicinas! Nosotros en Irlanda curamos a nuestros enfermos con tragos de buena ginebra o de brandy. ¡Y si vieses cómo saltan después de una docenita de vasos! En nuestro país no se conocen las medicinas. Pero tú, muchachito, dime: ¿voy a estar yo chupándome la lengua mientras beben los otros? ¡Ya sabes que los irlandeses siempre tienen sed! ¡Bedah! ¡Harrah!, es nuestro grito de guerra.
—No soy tan mal hombre que no haya pensado también en usted, señor Foster. Para los enfermos, con un vaso hay bastante; el resto es para usted.
El irlandés fijó los ojos con ansia en la botella cuadrada que el mulato había sacado de un bolsillo.
—¡Bedah! ¡Ginebra de Holanda! —exclamó—. ¡El Gobernador es espléndido contigo! ¡Esto debe de abrasar la garganta! ¡Vale lo menos media esterlina! ¡Mi buen Jody, dame un sorbo!
—¡Diez, veinte sorbos, señor Foster! ¡Déjeme llenar estos dos vasos!, y el resto es para usted.
—¿Y tú?
—¡Bah! ¡No soy gran aficionado a los licores! —respondió el mulato.
—¡Tú no sabrás apreciar nunca la suprema felicidad de una borrachera, amigo mío; y lo siento por ti! ¡Dame la botella para que la acaricie!
Jody, que reía interiormente, llenó los dos vasos y dio la botella al irlandés, que enseguida se la puso en los labios.
—¡Harrah! —exclamó el borracho después del primer trago—. ¡Canela fina! ¡Ya se conoce que es del Gobernador! ¡Si yo pudiese meter un pie tan sólo en su bodega, entonces Foster sería el hombre más feliz del mundo!
—¿Me permite usted que lleve estos dos vasos a los enfermos?
—¡Anda, hijo mío, ve! ¡Eres un gran muchacho! ¡La doctrina ordena que demos de beber al sediento, y Dios te lo agradecerá! ¡Yo soy un buen cristiano, y me entiendo! Abre y entra. ¡Puedes estar hasta que yo trinque esta deliciosa sangre de micer Belcebú, el rey del fuego!
—¡Y compadre tuyo! —añadió para sí el mulato, entrando en la enfermería y cerrando tras sí la puerta, aun cuando estaba seguro de que hasta que hubiese terminado la ginebra el irlandés no había de ir a interrumpirlos.
La gran sala de la enfermería estaba alumbrada por una apestosa lámpara de aceite.
Todavía no se habían dormido el contramaestre del Britannia ni el malabar; ambos estaban hablando en voz baja. Al ver aparecer de improviso al maquinista, comprendieron enseguida que algo grave ocurría.
—Vienes a darnos alguna mala noticia; ¿verdad, Jody? —le preguntó Will, que a pesar de aparentar mucha calma había palidecido ligeramente.
—¡Despacio, señor! —contestó el mulato—. Podría ser un simple capricho del Tuerto; pero, sin embargo, les aconsejaría que estuviesen ustedes dispuestos para mañana de diez a doce de la noche.
—¿Para escapar?
—¡Baje la voz, señor Will!, a pesar de que Foster está muy ocupado en este instante en vaciar una botella de ginebra, sin embargo, mejor es ser prudente. Puede haber (y los hay) oídos siempre dispuestos a escuchar lo que hablamos.
Ofreció a los enfermos los vasos de ginebra, y enseguida les dio cuenta en pocas palabras de la proposición que le había hecho el cingalés.
—¿Te habrá visto sustraer los víveres del almacén? —preguntó Will así que concluyó el mulato—. ¡Es imposible!
—¡Ese maldito cingalés es un brujo! Cuando te ha pedido que le lleves a pescar cangrejos a la escollera, es que debe de sospechar algo.
—Eso mismo me parece a mí —dijo el malabar—. ¡Ese es peor que una serpiente de cascabel, señor Will!
—¿Y has consentido en llevarle en la chalupa? —preguntó el inglés después de reflexionar algunos momentos.
—Si me hubiese negado, entonces sí que le hago confirmarse en sus sospechas —respondió Jody.
—Es verdad: has hecho bien en no oponerte mucho a su deseo. ¡Ese perro de Tuerto medita algo malo; debe de saber alguna cosa de nuestros proyectos!
—Estuvo escuchándonos el día que nos echamos a la sombra de aquel plátano —dijo el malabar.
—Pero yo no nombré a Jody —dijo el contramaestre, que estaba muy pensativo.
—Señor Will —dijo el mulato—, es preciso tomar una resolución. Si mañana por la noche no escapamos, el mejor día nos descubren, y entonces sí que ¡adiós esperanzas! ¡Con la cadena doble encima, ya no se escapa nadie!
—Mañana por la noche… Yo sí, porque me río de la ictericia; pero ¿podrá venir Palicur?
—Cierto que mis heridas todavía no se han cerrado por completo —dijo el malabar—. Sin embargo, estoy bastante fuerte para levantarme y bajar por la ventana, y aun para matar de un puñetazo a ese perro cingalés si intentara oponerse a nuestra huida. Por mí no se preocupe, señor Will. Mañana por la noche estaré dispuesto. Mi curación se terminará mejor en el mar de la India.
—Señor Will, ¿tiene usted ahí la maquinita? —preguntó el mulato.
—La he escondido en el colchón.
—¿Ha entendido usted cómo hay que manejarla? Basta con cargarla, y la sierrecita circular girará sola sin producir el menor ruido.
»Ya la he prestado dos veces, y últimamente sirvió para la fuga de aquel pobre Bed, que murió devorado por los tigres en las orillas de Silak.
»Me ha costado un año de trabajo; pero es mejor que todas las limas del mundo.
—¡Si es que en lo mejor de la faena no viene a sorprendernos el vigilante de guardia en el corredor! —dijo Will.
—Le diré a Foster que haga él la guardia, y me encargaré de emborracharle. Así que tiene delante una botella, ya no se mueve hasta que la vacía.
—¿Y los centinelas?
—No hay más que dos, y ésos beberán también. Échense ustedes afuera por la parte del almacén, y sigan el camino que conduce al embarcadero. Yo respondo de todo.
»Hasta mañana, entre las once y la media noche, suceda lo que quiera. ¡O nos matan, o pasado mañana estaremos lejos de las Andamanes! —¿Y tú, dónde vas a estar?— preguntó Will. —Al lado de los centinelas, con un par de botellas; pero antes os advertiré si os amenaza algún peligro. Los guardias no rehusarán la invitación, y mientras yo los tengo ocupados con la ginebra vosotros desfiláis y vais a esconderos en la chalupa.
»El horno estará lleno de cáñamo bien empapado en petróleo y grasa para tener enseguida la presión necesaria.
»¡Buenas noches, y descuiden en mí!
—¡Una palabra! —dijo el contramaestre—. No vayas con el Tuerto sin llevar un arma.
—Llevaré en el bolsillo un buen cuchillo; y si trata de descubrir nuestro pequeño depósito, le mataré sin misericordia —respondió el mulato con resolución—. ¡Hasta mañana, y no vacilar!
—¡Vete tranquilo! —contestaron Will y Palicur.
El mulato, que no quería despertar sospechas en el vigilante, abrió la puerta y salió al corredor. El irlandés estaba sentado ante una mesita, con los codos apoyados y la cabeza entre las manos, como en adoración ante la botella cuadrada, que ya no debía de contener ni una gota de ginebra.
—Me he hecho esperar demasiado, ¿verdad, señor Foster? —dijo Jody.
El irlandés levantó la cabeza, le miró con ojos mortecinos, y sonriendo beatíficamente barbotó:
—¡Excelente!… ¡Bedah…, harrah! ¡Excelente! ¡Jody…, eres un gran muchacho…; tienes un gran… corazón…, hijo mío!…
—¡Sí; la ginebra del Gobernadores exquisita! —respondió el mulato—. Mañana también tendré otra botella. He descubierto un sitio donde se reúnen muchos cangrejos de mar, y mañana por la noche pienso llevarle al Gobernador lo menos cinco.
—¿Y te regalará otra botella?
—El Gobernador es muy espléndido conmigo.
—¿Me convidarás?
—Se la ofreceré como esta noche, para que usted me permita dar un vasito a los dos enfermos. Pero si usted no está aquí de guardia, no va a poder ser.
El irlandés le miró casi llorando.
—¡Buen muchacho!… ¡Excelente corazón…, mi buen amigo…, flor de los caballeros!… ¡Tú no debías estar en este país…, hijo mío!
—¡Desgraciadamente, usted no es el gobernador! —dijo Jody riendo.
—Pero si lo fuese…; si lo fuese… yo… yo… —Me vigilaría usted con más cuidado; ¿verdad, señor Foster? El irlandés protestó con la cabeza y las manos.
—¿Con que estará usted aquí mañana por la noche? —preguntó Jody.
—¿Querrías que yo renunciase… a ese… a ese… dulce néctar…, néctar?…
—Pues, entonces, usted tendrá la botella. ¡Buenas noches, señor Foster!
—¡Adiós, bravo… muchacho…, mi dulce… amigo…, corazón de oro!
—¡Y finísimo tunante! —murmuró el mulato alejándose rápidamente—. ¡La botellita te costará un mes de prisión!
Salió del edificio para irse a su cabaña; pero apenas dio algunos pasos, cuando vio destacarse del muro una sombra y deslizarse silenciosamente por entre un espeso grupo de dammar que surgía en el extremo del camino que conducía al embarcadero.
—¡Me espían! —murmuró el mulato con sobresalto—. ¡No puede ser nadie más que ese perro del Tuerto!
Buscó en el bolsillo, sacó una navaja, que al abrirse produjo un golpe seco, y se lanzó camino abajo, con la esperanza de sorprender al espía. No distinguió a nadie ni oyó ningún rumor. Se fue hacia el grupo de árboles, y lo recorrió en todas direcciones, sin encontrar rastro.
—¡Si no fuera por no comprometernos y echar a rodar la fuga en proyecto, le mataba! —dijo—. ¡Ten cuidado, Tuerto! ¡Pudiera suceder que no volvieses de la escollera y que concluyeras devorado por los cangrejos!