LAS ASTUCIAS DE LOS PENADOS
Las artimañas de los penados para provocarse enfermedades artificiales que los alejen por algún tiempo de los durísimos trabajos a que se ven condenados son de tal naturaleza, que causan asombro, y muy a menudo llegan a engañar a los mismos médicos.
Una de las enfermedades preferidas por ellos es la ictericia. Los enfermeros tienen que darles leche durante las varias semanas que pasan en cama los falsos enfermos. Para simular esa enfermedad hay dos medios, a los cuales recurren los penados indistintamente. Uno de ellos es poner en aceite de coco un poco de tabaco por espacio de cinco o seis horas; enseguida se seca y se le añade un poco de fósforo extraído de las mismas cerillas. Con seis o siete cigarrillos que se fumen basta para que aparezca por todo el cuerpo el color amarillento característico de la ictericia. El médico advierte enseguida cierto embarazo gástrico, con vómitos y fiebre, y no tiene más remedio que enviar al hospital al enfermo voluntario.
Hacía media hora que Will había fumado los cigarros, cuando el sargento de vigilantes, acompañado por un hombre vestido de tela blanca y con un casco también de tela, entró en su celda.
Era el médico de aspecto simpático; tenía los ojos azules, rubios la barba y cabello, y el color de la piel muy bronceado, debido, sin duda, a una larga estancia en aquella isla, tan expuesta a las furiosas rachas de los monzones indios y a los abrasadores rayos del Sol ecuatorial.
—Doctor, este es el penado que se queja —dijo el sargento—. Ya le he dicho a usted que no creo en su enfermedad, porque se me figura que la finge para ir a descansar unos días en la enfermería.
El contramaestre se había incorporado para sentarse fingiendo hacer un gran esfuerzo, y mostrando las grandes manchas que produjeron en el suelo los últimos vómitos que le habían acometido, dijo:
—Ahí está la prueba de que estoy enfermo. Ya le había dicho a usted que temía que me acometiese la ictericia. ¡Doctor, míreme a la cara!
—Estás amarillo como un melón —respondió el médico—. No hace falta que te examine. ¡Enviadle a la enfermería!
—Irá a hacer compañía al malabar —dijo riendo el sargento, en tanto que el Doctor se iba, sin cuidarse de mirar más al contramaestre.
—¿Han pegado ustedes a ese desgraciado? —preguntó Will apretando los dientes.
—¡Ya lo creo! ¡Le hemos hecho chillar, y lo hizo mejor que un papagayo amaestrado! Tú, que has sido marinero, ya sabes cómo acaricia las espaldas el gato de nueve colas y cómo sabe manejarlo ese querido Fok. ¡Qué puño tan firme! ¡Es raro que haya hombre que resista sus latigazos!
—¿Y el Tuerto?
—A los inocentes no se los castiga.
—¡Es decir, a los espías! —corrigió con ironía el contramaestre.
—Eso es una suposición tuya.
—Todo el mundo sabe que el cingalés es el espía de aquí.
El jefe de los vigilantes se encogió de hombros con un movimiento de enojo, y enseguida dijo:
—¡Arriba! Ven, si es verdad que estás enfermo. ¡Ese doctor es un hombre demasiado bueno! ¡Si yo estuviera en su lugar, te hubiera enviado a cortar árboles al bosque en lugar de enviarte a la enfermería!
Will creyó oportuno no contestar.
El jefe le quitó la cadena, y enseguida le empujó rudamente del tablado abajo, diciéndole:
—¿Supongo que no tendrás la pretensión de que te lleve yo? ¡Echa a andar!
El contramaestre hizo un movimiento de protesta ante tanta brutalidad. Le miró a la cara, cruzándose de brazos al mismo tiempo, y dijo con voz sibilante:
—¿Me tomas por un indio, Foster? ¡Eres un bruto, puesto que no sabes respetar la desgracia!
—¡Cuidado, Will, con tomarse tanta confianza! —respondió el jefe—. ¡No te permito que me tutees!
—¡Soy un compatriota!
—Para mí no eres más que un número. ¡Basta! ¡Echa a andar, o apenas te hayas puesto bueno mando que te acaricien con el gato de las nueve colas!
El contramaestre hizo un esfuerzo supremo y se contuvo. Salió lentamente de la celda seguido por el jefe, que llevaba en una mano el extremo de la cadena.
Recorrieron un largo corredor donde hacía un calor infernal, y subieron unas gradas en lo alto de las cuales había un centinela armado con una carabina y calada la bayoneta.
—¿Ha entrado alguien más en la enfermería? —preguntó el jefe al centinela.
—Sí; ha entrado otro —respondió el guardián.
—¿Quién?
—Jody, el maquinista.
—¿También ése está enfermo?
—Hace poco que entró, con los carrillos tan hinchados que parecían dos botas.
—¡Lo siento, porque es un pobre diablo!
Hizo abrir la puerta, e introdujo a Will en una vasta habitación que iluminaban media docena de ventanas provistas de dobles rejas y llena de camastros muy bajos dispuestos en dos hileras.
Dos cabezas se levantaron sobre los cabezales de dos camas para mirar al nuevo enfermo, y enseguida se bajaron, desapareciendo bajo las sábanas.
—Ve a acostarte —dijo el jefe empujando a Will—; apenas el médico haya concluido de comer y de jugar una partida de whist con el Gobernador, vendrá por aquí.
El contramaestre se dirigió hacia una cama, se desnudó, y se dejó caer encima sin abrirla, fingiéndose muy débil, en tanto que el cabo cerraba la puerta diciendo de nuevo:
—¡Vendrá después del whist! Apenas había salido se oyó una voz burlona que decía:
—¡Vaya; ya estamos aquí todos! ¡Procuremos curarnos pronto, y todo marchará a pedir de boca!
—¿Está concluido el cilindro?
De una de las camas se irguió una cabeza entrapajada y con los carrillos monstruosamente hinchados. En aquella cara deforme y de color bronceado lucían dos ojillos muy negros, muy vivos y muy inteligentes.
—¿Verdad, señor Will, que no estoy muy guapo? —dijo riendo.
—¡Cierto que no, mi buen Jody! —contestó el contramaestre.
—¡Ah, señor Will! —dijo otra voz en aquel momento—. ¡Cómo me han puesto esos perros rabiosos! ¡Me parece que me han roto las costillas!
En una cama cercana se levantaba otra cabeza: era la del malabar. El desgraciado indio estaba desfigurado; su rostro había perdido el color de bronce y parecía gris, que es el tono de la lividez en su raza. Debían de haberle zurrado de un modo horrible, y seguramente tendría las espaldas hechas una pura llaga, pues el gato de las nueve colas no es menos cruel que el knout ruso.
El gato es un látigo de nueve ramales de cáñamo trenzado, y cada ramal termina en una bolita de plomo; cada uno de esos ramales produce un desgarramiento o una fuerte equimosis en las carnes de la víctima.
—¿Cómo estás, mi pobre Palicur? —le preguntó el contramaestre, conmovido al verla cara de espectro del malabar.
—¡No estoy bien, señor Will! —contestó el pescador de perlas esforzándose para sonreír—. ¡No me han perdonado ni un solo latigazo! Afortunadamente, soy robusto, y, además, nosotros los indios tenemos el pellejo un poco duro.
—¿Para cuántos días tendrás?
—Lo menos para ocho, señor Will.
—¿Te vendaron bien las heridas?
—Sí, señor, y antes me las desinfectaron. Pero ¿cómo es que usted también está aquí?
—Tengo la ictericia.
—¿La de verdad?
—¡Sí; como la hinchazón de los carrillos de Jody! —respondió el contramaestre.
El malabar, que se había incorporado un poco, miró al otro enfermo, y a pesar de los dolores que le atormentaban no pudo contener una carcajada.
—¡También está enfermo el mulato! —exclamó—. ¿Y ahora quién queda al servicio del barco de vapor?
—Por ahora, nadie —contestó Jody—. Tienen que esperar a que me cure si quieren servirse de él, porque no hay nadie que pueda sustituirme, y mi enfermedad no se curará hasta que vosotros estéis en pie.
—¿Cómo te has arreglado para hincharte de ese modo las mejillas? —preguntó Will—. ¡Estás monstruoso!
—Con una operación de nada, señor Will. Me perforé profundamente con un alfiler las mucosas de la boca, y un penado complaciente me sopló con una paja hasta que las mejillas se hincharon como ve usted.
»¡Que no se les olvide la receta! ¡Pudiera serles útil alguna vez para que los envíen al hospital!
—Espero que no tendremos necesidad de ella —dijo el contramaestre gravemente—. Está todo dispuesto; ¿no es verdad?
—Si no fuera así, no estaría yo en este sitio. Ya le había advertido a usted que apenas hubiese terminado el cilindro me pondría malo. Lo terminé ayer por la tarde, y como hace poco supe que iban a hacerles probar el gato de las nueve colas, me puse malo inmediatamente para venirme aquí con ustedes.
—¡Ah! ¿Tú creíste que también iban a aplicarme el atroz suplicio?
—Sí, señor Will, porque había visto que le encerraban a usted en la misma celda que a Palicur. Me alegro mucho de que le hayan respetado.
—¿Entonces? —preguntó en voz baja el pescador de perlas, que había estado escuchándoles con gran atención.
—No esperamos más que a ti —dijo Jody.
—¿Has logrado sustraer los víveres? —preguntó el contramaestre.
—Hace ya tres semanas que vengo escondiendo todos los días un par de galletas, y que amontono cocos también.
—¿En dónde?
—En una hendidura de la escollera.
—¿Y armas?
—Pude coger en la armería un par de pistolas y doscientos cartuchos sin que los vigilantes hayan podido sospechar nada. Además, que nadie desconfía de mí.
—¿Y hay carbón en la chalupa?
—Lo más para un par de días, señor Will. Cierto que es poco y que no podremos ir muy lejos; pero tengo preparado un mástil, y escondidas dos cubiertas de lona que nos servirán de velas.
—Yo armaré la chalupa y la haré marchar lo mismo —dijo el contramaestre.
—Pero ¿adónde vamos a ir? —preguntó Palicur con cierta inquietud.
—¡Con tal de marcharnos, tanto me da ir a una parte como a otra! —contestó el mulato—. La India o Birmania me son lo mismo.
—¡No temas, Palicur! —dijo el contramaestre, que se había hecho cargo de la profunda angustia que torturaba el corazón del pescador—. Iremos a Ceylán antes de nada, si no nos capturan en alta mar.
—En ese camino hay varias islas, y en caso de peligro nos echaremos a la costa. Conozco el Nikobar, señor Will —dijo el malabar—. Lo que debe preocuparnos es la manera de salir de aquí.
—Desde esta ventana hasta la playa, no hay más que doscientos pasos —dijo Jody.
—¡Y cuatro centinelas, querido!
—Cuatro centinelas que la noche que tomemos soleta estarán borrachos, señor Will. Ya sabe usted que yo soy amigo de todos los vigilantes, y que, en mi calidad de maquinista de la chalupa del Gobernador, me conceden ciertos favores y cierta libertad, además de una paga que vosotros no tenéis, y que me permite adquirir algunas botellas de ginebra.
—¡Ya sabemos que eres un hombre afortunado!
—Sí, señor Will: en comparación con los demás, ¡ya lo creo! —contestó el mulato.
—Entonces, ya no queda más que serrar un par de barrotes de la reja y dejarnos caer en el tejado del almacén, que está debajo de nosotros.
—¿Y quién va a serrarlos?
—Usted, señor Will. Le he construido una maquinita que cortará el hierro como si fuese madera, sin que haga ruido alguno; un juguete maravilloso, se lo aseguro.
—Si has logrado construir el cilindro, ya no dudo de que hayas sido capaz de inventar cualquiera otra cosa extraordinaria. ¡Eres un mecánico de primera fuerza!
—¡Bueno; muchas gracias, y continúo! —dijo el mulato—. Yo estaré en la orilla esperando, y les indicaré el sitio donde han de refugiarse.
—¿Y tú? —preguntaron al unísono Will y Palicur.
—Yo no puedo salir enseguida de la penitenciaría. ¿Cómo voy a poder encender la máquina sin que lo adviertan los vigilantes? Tengo que esperar a que haya salido el Sol.
—¡Es verdad! —dijo el contramaestre después de algunos momentos de reflexión—. ¡Prosigue!
—Aun cuando me vean encender de día la máquina, ninguno se preocupará por eso, pues, como está sin el cilindro, que desmontan siempre por miedo de que yo me escape, creerán que pruebo algo. Apenas tenga presión, pongo mi cilindro, voy corriendo a buscaros, ¡y fuera, hacia alta mar!
—Ya sé que procurarán darnos caza; pero nosotros estaremos lejos, quizás en la pequeña Andamana.
—Sin ti, no hubiéramos podido darles nunca a las piernas —dijo Will.
—Y yo, señor, sin usted hubiera concluido quizás donde no hubiera vuelto a ser marino.
—¡Ten cuidado con el Tuerto!
—¿Ese cingalés del demonio?
—Debe de haber oído algo de cuanto hemos hablado esta mañana Palicur y yo. Sospecha que intentamos fugarnos, y ese perro espía nos vigilará muy de cerca.
—Me guardaré de él, señor Will. Creo que hasta ahora, por lo menos, usted no dudará de mí. Así, pues, si pretende darme algún disgusto, le agujerearé el vientre con una buena cuchillada.
—¡Silencio! —dijo el contramaestre—. ¡Ahí viene el médico! ¡Echémonos, y finjamos sentirnos peor de lo que realmente estamos!