UN DRAMA CINGALÉS
La penitenciaría de Port-Cornwallis, llamada más tarde el «cementerio de los europeos» por lo mortífero del clima debido a las grandes y continuas lluvias y a los inmensos bosques que cubren aquella isla, nunca llegó a ser una gran colonia penal como las australianas o la de Norfolk.
Fundada en la costa oriental de la isla más septentrional del grupo de las Andamanes y en la orilla de una profunda escarpadura, vivió lánguidamente, sin poder engrandecerse jamás, bien fuese por la vecindad de las costas de Birmania, pues la isla se encuentra frente a las bocas del Irawadi, lo que hacía fácil la fuga de los penados, bien por la violencia de los vendavales del Sudoeste, que casi imposibilitaban la arribada de los trasportes del Estado, bien por los grandes calores que alternaban con aguaceros furiosos; todo lo cual reducía en breve tiempo a los vigilantes de la colonia a un estado tal, que los obligaba a repatriarse más que aprisa.
En 1850, cuando hacía pocos años que se había fundado el establecimiento, se componía tan sólo de unas cuantas barracas para los penados, de un cuartel, de una prisión y de un hospital, el cual estaba siempre muy nutrido de enfermos. Su guarnición no excedía de cincuenta hombres, encargados de la vigilancia de trescientos o cuatrocientos penados, casi todos indios y cingaleses.
El único trabajo de aquellos desdichados era la tala de los enormes bosques que cubrían la isla, preparando de este modo campos para los futuros colonos; así, pues, la única explotación que aprovechaba el Gobierno anglo-indio era el comercio de las maderas más apreciadas, las cuales se embarcaban de cuando en cuando para la madre patria, escogiéndose especialmente las que se emplean en las construcciones navales.
No podían establecer ninguna relación con los indígenas, a pesar de los esfuerzos de los gobernantes de la colonia penal para que construyesen sus viviendas en derredor de la bahía. Aquellos isleños, desconfiados por naturaleza, se mantuvieron inaccesibles a toda tentativa de civilización y de amistad, conservándose salvajes y con las armas siempre dispuestas.
No incomodaban a la colonia, aun cuando no viesen con buenos ojos que aquellos extranjeros se asentaran en su isla. Ocultos en sus húmedos bosques, estaban dispuestos en todo momento a rechazarlos si se hubiesen decidido a entrar por el interior, y a caer encima de los penados, los cuales, sabiendo que de aquellos brutos no habían de obtener ni la vida, se guardaban mucho de huir tierra adentro.
Así fue viviendo la colonia, sin que ocurrieran más sucesos que aumentar continua y rápidamente el número de cruces en el pequeño cementerio, al cual iban a reposar para siempre los presidiarios y sus vigilantes.
La frecuencia de las defunciones dio mucho en qué pensar al Gobierno inglés, y le obligó años después a volver a dejar la isla a sus primitivos poseedores.
El contramaestre del Britannia y el malabar se encontraron juntos media hora después de la escena del bosque, encerrados en una celda de la penitenciaría, especie de camarote de dos metros cuadrados que el Sol de fuego de aquellas latitudes convertía en un verdadero horno, encadenados uno junto a otro sobre el desnudo tablado, de tal modo que ni siquiera, podían sentarse.
Después de haber dejado al alcance de su mano una especie de cazuela llena de agua y dos medios panes de maíz, los guardianes se marcharon saludándolos con un irónico «¡descansad, muchachos!», y cerrando con gran cuidado la puerta, hecha con gruesísimos tablones de tek que solamente podría hacer saltar un cartucho de dinamita.
—¡Lástima que no haya podido matarle! —dijo el malabar así que el rumor de los pasos se perdió en el fondo del corredor—. ¡Señor Will, ese hombre desbaratará nuestros planes, y la fuga se hará difícil!
—Pues es preciso que yo salga de este infierno; ¡es necesario!
—¡Es que si yo no tuviese la esperanza de poder evadirme un día cualquiera, me mataría estrellándome la cabeza contra una peña!
—¡Cualquiera diría que tienes más prisa que yo! —contestó el contramaestre—. ¡Y eso que he observado que los indios son los que menos intentan la fuga, pues se resignan con su suerte más fácilmente que los demás!
—Es verdad, señor Will —contestó el malabar—; pero es que ésos no tienen un motivo imperioso que los empuje.
El europeo volvió la cabeza y miró fijamente al pescador de perlas, sorprendido por la expresión de dolor que se trasparentaba en el rostro del hércules.
—¿Qué es lo que empuja para intentar la evasión? ¿Es el deseo de volver a verte entre los pescadores de perlas y respirar libre la brisa del mar, u otro motivo más grave? —preguntó—. No me has dicho por qué te atormenta con tanta insistencia el sueño de la libertad.
—Ya se lo hubiera dicho, señor Will, si ese condenado de cingalés no hubiera ido a interrumpir nuestra conversación. Me había decidido a contar a usted esta historia mía, hasta ahora ignorada por usted.
—Me dijeron que te han metido en esta penitenciaría porque en la bahía de Aripo mataste a un sacerdote de Buda. ¿Es cierto?
—¡Cierto! —contestó el malabar tristemente—. Le maté de tres puñaladas en las escaleras de la pagoda; ¡y si algún sentimiento tengo, es no haber podido darle cincuenta! ¡Aquel hombre merecía cincuenta veces la muerte!
—Adivino en tu vida una historia dolorosa —dijo el contramaestre—, algún drama terrible.
—Cierto, señor; es verdad —contestó el pescador de perlas—. ¡Soñar con ella, verla continuamente, oír siempre aquel grito, y estar aquí, en este infierno! ¡Es imposible que yo pueda resistir! ¡Es demasiado! ¡Es preciso que me escape!
Un ronco sollozo ahogó las últimas palabras del pescador de perlas, y sus ojos se llenaron de lágrimas. El desgraciado galeote parecía acometido por un dolor intenso que le desgarraba el corazón.
—¡Juga mía! ¡Juga mía! —exclamó por fin rompiendo a llorar—. ¡Y no tener libertad ni la perla roja!
—¡Palicur, cálmate! —dijo el contramaestre, que se hallaba hondamente conmovido ante el dolor del malabar—. ¿Quién es esa Juga? ¿Qué es eso de la perla roja? ¿Qué drama terrible hay en tu vida? Aun cuando seas indio y yo europeo, puedes considerarme como hermano tuyo. Ya te he dado una prueba de ello hace ocho días, cuando te salvé de las fauces del cocodrilo que estaba a punto de merendarte las piernas.
—¡Si; es verdad, señor Will: es usted demasiado bueno! —respondió el pescador de perlas—. ¡Le debo a usted la vida, le considero como un segundo padre, y por eso quiero contárselo todo! ¡Además, usted me prometió unir sus esfuerzos a los míos para escapar de este lugar de infamia!
—No creas que tengo menos deseos que tú de irme de aquí, mi pobre Palicur —respondió el europeo—. Los hombres de mar se adaptan mal a vivir en penitenciarías, y la existencia que llevo hace trece meses no puedo soportarla. ¡También yo tengo sed de libertad, de aire puro, y de volver a pisar un barco!
—Entonces, escúcheme, señor Will. Aun cuando no nos conozcamos sino desde hace ocho días, tengo en usted absoluta confianza, y estoy seguro de que no revelará a nadie mi secreto. Aquí no faltan cingaleses que serían capaces de notificar mi fuga a los sacerdotes de Candy y ponerlos en guardia.
—¿Qué historia es la que vas a contarme? —preguntó el contramaestre, a quien aquel preámbulo le había excitado vivamente la curiosidad.
—Ante todo, no crea usted que soy un simple pescador de perlas. Mis padres fueron en sus tiempos los soberanos de Calicut, a quienes arrojó la Compañía de la India después de haberlos vencido y depuesto por no haber querido aceptar su protectorado, con el cual se privaba de toda libertad a la península malabar.
»Despojados de su fortuna y de sus posesiones, emigraron a la India meridional; allí rodaron los últimos escalones de la suerte y de su grandeza, hasta que el último príncipe, que era mi padre, tuvo que convertirse en pescador de perlas para atender a su subsistencia.
—Ya se me había ocurrido que debías de pertenecer a alguna de las altas castas, por la pureza de línea de tus facciones —dijo el contramaestre del Britannia—. ¡Prosigue!
—Muerto mi padre por un tiburón que le partió en dos mientras recogía perlas en el estrecho de Manar, tomé el mando de su barca y me trasladé a las costas de Ceylán, donde, según decían, se encontraban las perlas más hermosas y se ocultaba la famosa perla roja robada hace años de la gran pagoda de Candy, en la cual la lucía la gran estatua de Godama.
—¿Una perla roja? —exclamó Will.
—Sí; pero de eso ya le hablaré a usted pronto —dijo el malabar—. En Nigamuwa conocí a Juga mientras exploraba los bancos perlíferos.
—¿Quién era?
—¡La muchacha cingalesa más hermosa que había visto hasta entonces! ¡Tan bella, que todos la deseaban y todas la envidiaban! Su padre era también pescador de perlas, y cuando se hizo cargo de nuestros amores no puso obstáculo alguno para que fuese mi prometida; únicamente me exigió que reuniera doscientas rupias y que se las diese como precio del matrimonio.
»Había reunido la suma, y me creía ya próximo a ver realizado mi sueño, cuando de golpe un acontecimiento inesperado destruyó todas mis esperanzas.
»Se celebraba en Candy la fiesta de Godama, y todos los habitantes de la costa se dirigían en peregrinación hacia el monte Hamales, en cuya cumbre, como usted sabe, hay un árbol consagrado al dios de los cingaleses, y donde se ve también la huella de un pie gigantesco que se supone dejó allí el dios al lanzarse al Cielo después de haber realizado sus novecientas noventa y nueve metamorfosis.
—Y nosotros, los europeos, decimos que esa huella la dejó Adán al pasar a la India antes de abandonar aquella isla maravillosa, que se ha creído que fuese el Paraíso terrenal —dijo sonriendo el contramaestre.
—El padre de Juga —continuó el malabar—, ferviente budista, me había pedido permiso para llevar a Candy a mi prometida con objeto de que asistiera a las grandes procesiones y de que recibiese la bendición del dios; yo se lo concedí, no previendo que aquel viaje había de sernos fatal a mí y a la muchacha. ¡Ay de mí! ¡No debía volver la elegida de mi corazón!
—¿Te la robaron?
—Sí; pero escúcheme, señor Will. Después de las fiestas de Candy su padre quiso seguir a los peregrinos que se dirigían a visitar el famoso árbol de Annaro Agburro, que, según las tradiciones más antiguas, lo trajo un huracán de países muy lejanos, arraigando donde hoy se encuentra para poder servir de refugio a Godama.
»Hay en aquel lugar una pagoda célebre donde reposan los antiguos bajaes de Candy que han merecido el honor de ser enterrados en aquella tierra santa por haberse distinguido en actos de piedad elevando estatuas y templos en honor del dios protector de la isla. Ésta hallase habitada por sacerdotes y sacerdotisas, escogidas las últimas entre las muchachas más hermosas del país.
»Para proveerse de sacerdotisas los monjes esperan el día en que se lleva en procesión la colosal estatua de Godama; se ocultan entre la muchedumbre de espectadores, y escogen a su gusto las muchachas que han de ser destinadas a esposas del dios.
»Nadie puede hacerles resistencia, ni la joven, ni la familia, pues no las salvaría protesta alguna. Una vez cogida por los monjes una joven, está perdida.
»Por otra parte, los padres nunca intentan oponerse: antes al contrario, se tienen por muy honrados con que sus hijas vayan a servir al dios, pues así creen que se aseguran la protección del Cielo, la remisión de los pecados y un puesto en el nirvana en la hora de la muerte.
»La desgracia quiso que uno de aquellos tiruvanska —así se llaman los sacerdotes cingaleses— echase la vista encima a Juga, que estaba al lado de su padre.
»La belleza y la juventud de Juga habían llamado ya la atención de las gentes que la rodeaban; así es que a un solo gesto del tiruvanska se arrojaron sobre mi prometida cuatro o cinco peregrinos, y se la llevaron hacia un carro donde ya se encontraban otras futuras esposas de Godama.
»Por la tarde ya estaba prisionera en la pagoda. Su padre dio el consentimiento, espantado por los horribles castigos con que le amenazaban los sacerdotes en esta vida y en la otra.
»Cuando volvió a la costa para darme cuenta de lo que había sucedido, ya no parecía sino una sombra de sí mismo: tan grande era su dolor al verse privado de aquella hija, a quien amaba con locura por ser única, y tanta era la amargura que le producía tener que presentarse a mí y darme la terrible noticia.
»El pobre padre murió tres días después de un ataque al corazón. Yo también caí malo, y estuve al poco tiempo entre la vida y la muerte.
»Apenas curado marché a Annaro Agburro, resuelto a sacar a Juga de manos de los monjes. En efecto; una noche que azotaba la montaña una tempestad furiosa, pude introducirme en la pagoda y encontrar a la mujer amada.
»Creyendo que nadie me había visto, la conduje fuera del templo, donde nos esperaban dos caballos velocísimos; pero en aquel momento dieron voces de alarma.
»En menos que lo cuento me cayeron encima una docena de monjes, los cuales me arrancaron la joven a viva fuerza.
»Ciego de rabia, saqué de la faja mi cuchillo de pescador, y poseído de locura tiré dos o tres golpes; pero pronto me vi arrojado a tierra, desarmado y atado.
»Quince días después me enviaron a las autoridades inglesas de Colombo, imputándoseme la muerte de un sacerdote y las heridas de otros dos.
»Fue vana toda defensa: me condenaron a doce años de relegación, y me trajeron a este infierno.
El contramaestre le había escuchado sin interrumpirle. Puso una mano en un hombro del pobre malabar, que se había quedado completamente abatido y que lloraba en silencio, y le dijo con dulzura:
—¡Nos escaparemos, Palicur, e iremos a libertar a la muchacha!
—¡Es una empresa muy difícil, señor! —respondió el malabar tristemente—. ¡Sería preciso que yo recobrase la perla roja!
—Pero ¿qué perla es ésa? ¿Qué tiene que ver con esta historia?
Iba a contestar Palicur, cuando resonaron en el corredor pasos pesados de gentes que se acercaban.
—¡Los vigilantes! —dijo el contramaestre—. ¡Mala señal!
Se abrió la puerta, y tres vigilantes a las órdenes de un sargento, todos armados de fusiles con las bayonetas caladas, entraron en la celda.
Por lo severo del aspecto y lo ceñudo del sargento comprendieron enseguida los dos penados que la partida de puñetazos no había terminado con la voltereta del Tuerto.
—¡Coged a ese hombre! —dijo el jefe indicando al malabar.
—¿Adónde queréis llevarme? —preguntó Palicur con voz tranquila y mirando irónicamente a los cuatro guardianes.
—¡A que te hagan sentir las delicias del gato de nueve colas! —contestó el jefe—. Con veinticinco latigazos te acariciarán las costillas, y te enseñarán a respetar a tus compañeros de trabajo.
—¡Y a respetar a los espías! —añadió de un modo burlón el contramaestre del Britannia—. ¡Esas son personas sagradas!
—¡Tú cierra el pico-gritó el jefe, —y da gracias porque no pruebas también las nueve colas!
—Por lo menos, ¿me hará el Tuerto compañía? —preguntó Palicur, que no mostraba haberse conmovido ante la perspectiva del feroz castigo que le impusieran.
—¡No tienes que cuidarte de lo que le suceda al 304!
—¡Ya; por su calidad de espía es un protegido del director!
—¡Basta! —gritó el sargento levantando el puño con ademán amenazador—. ¡Pronto; atad a este papagayo mal pintado!
Al oír estas palabras el malabar dio un grito de furor exclamando:
—¡Has de saber, sargento, que el hombre a quien has llamado papagayo es un descendiente de los bajaes de Calicut; de aquellos bajaes que tan terribles lecciones dieron a tus compatriotas antes de dispersarse por la India!
—¡Pero ahora no eres más que un presidiario!
—¡Condenado casi inocentemente, pues estaba en mi derecho al matar!
—¡Ya! ¡Todos dicen eso: siempre inocentes! —dijo el jefe riendo despreciativamente—. ¡Listos!
Los tres guardianes soltaron las cadenas que estaban sujetas a las argollas del tablado, y dejaron en libertad las piernas del malabar, que se puso en pie de un salto.
—¡Aquí estoy —dijo—; pero juro por Shiva que si ese maldito cingalés no participa del castigo, apenas pueda valerme de las piernas le mataré!
—¡Y te ahorcaremos! —contestó el sargento—. ¡Así tendremos dos bribones menos que vigilar y dos bocas menos que mantener! ¡Adelante; en marcha!
—¿Y yo? —preguntó el contramaestre, mientras guiñaba un ojo al malabar.
—Tú permanecerás aquí ocho días —contestó el jefe—. Es un descanso que no te pudrirá los huesos.
—Pero estoy enfermo, y no voy a poder resistir. Desde ayer vengo pensando en pedir que me trasladen a la enfermería, pues creo que tengo síntomas de ictericia.
—En ese particular, ya te las entenderás con el médico, si es que tiene tiempo de venir.
—Ruego a usted que se lo advierta. Tengo un temblor incesante que no me deja ni un momento.
Después de todo, soy un compatriota de ustedes.
El sargento se encogió de hombros y salió barbotando:
—¡Bueno; cuando vuelva! ¡Ahora está fuera de casa!
Cerró con estrépito la puerta, corriendo los enormes cerrojos.
—¡Canallas! —murmuró el contramaestre así que estuvo solo—. ¡Respetan al espía y torturan a ese pobre malabar! ¡Es preciso que salgamos de aquí, aun cuando la libertad nos cueste la vida, o, de lo contrario, el mejor día Palicur comete un desaguisado con el Tuerto, y le ahorcan!
»¡No debe morir ese hombre! ¡Tiene una fuerza extraordinaria, y me es muy necesario ahora que ha llegado la hora de intentar la fuga! ¡Tendremos a nuestra disposición la chalupa de vapor!
»¡Si tardásemos un mes, nos impedirían los tifones y los monzones aventurarnos en el mar!
»¡Dentro de unos minutos Palicur estará en la enfermería con el dorso ensangrentado, y el otro también! ¡Reunámonos con ellos!
Se había sentado en la postura que le consentía la longitud de la cadena, y se puso a escuchar. Como no oía ni el más ligero ruido, se abrió la camisa, y de un cinto de piel sacó con gran precaución una petaca de fibras de coco que contenía ocho cigarritos y algunos fósforos.
Los examinó con atención palpándolos varias veces, y enseguida dijo:
—¡Están perfectamente secos, y se podrán fumar! ¡Yo con la ictericia, el maquinista con los carrillos hinchados, y Palicur con las costillas medio deshechas! ¿Quién es capaz de sospechar que tres hombres reducidos a tal situación piensen en huir? ¡Esto si entretanto no descubren el cilindro de la máquina, porque en ese caso todo se habría perdido!
Encendió un cigarro y se puso a fumarlo apresuradamente; enseguida encendió otro, y después otro, continuando así hasta que los hubo consumido casi todos.
Apenas concluyó de fumar el último, cuando le acometieron unos vómitos violentísimos.
—¡La ictericia que llega! —Dijo esforzándose por sonreír—. ¡Dentro de pocos minutos estaré completamente amarillo como si fuese un enfermo de verdad, y habremos dado la tostada!