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No hubo más movimiento hasta el anochecer y cuando lo hubo fue cauteloso, receloso, como el de un animal que sale por la noche a beber. De repente había aparecido un banco de nubes y Vera no podía ver con detalle. Solo vio la sombra, ligeramente más oscura sobre el fondo gris de la colina, y estuvo a punto de descartarla al tomarla por un corzo. Había esperado algo menos sutil, alguien más determinado y seguro de sí mismo.

La silueta siguió la línea del arroyo desde la trampa para cuervos hasta la mina, deteniéndose de vez en cuando. Vera pensó que no era por cansancio, aunque debía de llevar la pala, además de una mochila, sino para observar y escuchar. Estaba ya tan oscuro que Vera tenía que hacer un gran esfuerzo por concentrarse para no perder ningún movimiento. En un momento insólito de duda se preguntó si no tendría que haber pedido refuerzos, enrolar a los especialistas con sus visores nocturnos y sus aparatos de rastreo. Con la tecnología sentiría que tenía más control, habría sabido con seguridad lo que estaba viendo. Entonces pensó que la persona que se movía cautelosamente por la colina se los habría olido, conocía tan bien aquel paisaje que la presencia de forasteros, por muy bien ocultos que estuvieran, no le habría pasado desapercibida.

Tenía la sensación, casi supersticiosa, de que su presa captaría cualquier movimiento que hiciera, de modo que Vera se quedó donde estaba, totalmente inmóvil. Sabía cuál era su destino y qué podía pasar allí. Tenía que esperar porque todavía no tenía pruebas. No iba contra la ley caminar junto al arroyo en una noche oscura. En cierto momento, perdió por completo de vista la figura. Contuvo la respiración, perforó el cristal sucio con la mirada hacia la penumbra. Entonces se encendió una cerilla, hubo un breve destello de luz, y la claridad suave de la vela señaló el hueco rectangular donde antes había estado la puerta del edificio de la mina.

Llamó a Ashworth, hablando en susurros, aunque no hubiera nadie que pudiera oírla.

—¿Dónde estás?

—En la linde del bosque.

—Acércate. Nos veremos allí. Pero en silencio.

Con cuidado, despacio, Vera se puso los pantalones y se ató las botas. Fuera todavía hacía calor, el aire olía a madreselva y a hierba aplastada, las fragancias de las tardes de verano. No había viento que ocultara el sonido de su movimiento. No quería arriesgarse a encender la linterna; sus ojos se adaptaron enseguida a la luz grisácea, a los contornos borrosos.

Al acercarse al arroyo se dio cuenta de cuánto lo estaba disfrutando. Pensó que así debían de sentirse Hector y Connie cuando asaltaban los nidos de las águilas doradas del distrito de los Lagos, acercándose furtivamente al lugar, sabiendo que el guarda dormía cerca en su tienda y la Policía había prometido hacer rondas regularmente. Lo hacían por la emoción.

Dios mío, pensó. Debo de estar exaltada. ¡Creer que entiendo a aquellos dos! Es culpa de tanto ejercicio. Y de no haber comido nada en todo el día, aparte de un paquete de galletas.

Ya oía el agua, el arroyo en el punto donde estaba canalizado para producir la energía del motor que hacía funcionar la mina. Se oían guijarros chocando. Pensó que debía de ser Ashworth, pero cuando se volvió a mirar no vio ningún movimiento y estaba demasiado oscuro para distinguir nada. Aquella noche la luna estaba cubierta por una nube baja y densa que se había desplegado como una niebla. Del armazón de la sala del motor llegó otro sonido, la fricción de metal contra la piedra y la tierra. Vera se acercó más. Respiraba fatigosamente después de la caminata desde la casa, pero el ruido procedente del edificio le daba la tranquilidad de no ser oída. Por fin estuvo lo bastante cerca para poder ver.

La mujer estaba de pie con la espalda en el hueco de la pared. Llevaba una falda larga y unas botas negras. Había aflojado una baldosa del rincón del recinto y la había movido para poder excavar en el suelo de debajo. La tumba debía de ser poco profunda porque Vera ya pudo ver un fragmento de hueso, crema como el marfil, ceroso a la luz de la vela. La mujer se puso en cuclillas y excavó en la tierra con los dedos.

Vera tenía la espalda contra la pared exterior del edificio, mirando al interior por el ángulo de un agujero. Lo único que tenía que hacer era esperar a Ashworth. Empezó a relajarse.

De repente, detrás de ella, tan cerca que sonó como un grito, oyó la voz de otra mujer. Después pasos ruidosos y Neville Furness gritando:

—¿Quién anda ahí? ¿Qué sucede?

Mierda, pensó Vera. Lo que me faltaba. Creía que estarían dentro toda la noche revolcándose como conejos.

La mujer que estaba en el interior de la casa de motores se incorporó y se volvió en un movimiento, soltando un gemido gutural de asombro. Agarró la pala que había dejado apoyada contra la pared. No podía ver a Vera, que seguía escondida fuera, pero Rachael, recortada en el umbral, debía de ser visible a la luz de la vela. La mujer avanzó. Antes de que Vera pudiera detenerla se abalanzó hacia delante con la pala. Se oyó el ruido de metal chocando contra la carne y el hueso. Después corrió y desapareció inmediatamente en la oscuridad.

Un segundo después todo se iluminó como en un escenario por el foco de la linterna de Ashworth. Neville Furness estaba sentado sobre la hierba abrazando a Rachael. Ella estaba consciente. Tenía sangre, probablemente la nariz rota. Vera la oyó jadear de dolor, pero estimó que estaría mejor atendida por Neville que por una detective de mediana edad. Se volvió hacia Ashworth, parpadeando deslumbrada.

—¿Ha pasado alguien a tu lado?

—No.

—Entonces es que no ha vuelto al coche.

—¿Qué quiere que haga?

—Pide ayuda por radio. Necesitaremos un médico para Rachael. Después quédate aquí. Está lo suficientemente loca como para volver.

—¿Y usted?

—Creo saber adónde se dirige. Territorio amigo.

Mientras se alejaba, oyó cómo Ashworth le gritaba que no fuera estúpida, que no era el momento de jugar a policías y ladrones, que ya la arrestarían por la mañana. Pero las palabras parecían muy lejanas, tanto como los murmullos de consuelo de Neville y los gemidos sofocados de Rachael. Se volvió una vez para decirle algo a Neville.

—Sé lo que hago. También es territorio familiar para mí.

Pero él seguía gritando, abriendo y cerrando la boca a la luz de la linterna y Vera no supo si la había oído.

Subiendo la colina hacia el lago sintió que conocía aquel lugar. Mucho mejor a oscuras que a la luz del día. De niña siempre había ido allí con su padre después del anochecer o antes del amanecer. La escala parecía diferente —entonces el lago le parecía enormepero la geografía era la misma. Iban allí a robar los huevos de somormujo de cuello negro. Su padre vadeaba el agua con botas de goma hasta el muslo. Connie esperaba en la orilla, aplaudiendo de pura emoción.

La nube se deshizo ligeramente para dejar pasar una luz de luna difusa y lechosa. No había líneas definidas ni contornos. Era como ver la escena oscurecida por el filtro de un fotógrafo. En un cierto punto pensó que había visto la sombra de la mujer desapareciendo delante de ella, pero supuso que lo más probable era que fueran imaginaciones suyas, la neblina que le jugaba una mala pasada. O bien la mujer había corrido demasiado deprisa y le llevaba mucha ventaja, o bien Vera se equivocaba sobre el lugar adonde se dirigía. Ya no importaba mucho. Tomó el mismo sendero que había recorrido por la mañana, entonces sin el agotamiento ni la irritación. Tenía la energía de una niña de diez años y podría haber caminado toda la noche. Desde lo alto de la orilla podía ver las luces tenues de Langholme. El pub seguiría abierto. La gente estaría en su casa viendo la televisión, disfrutando de una cena tardía de viernes con tranquilidad, bebiendo cerveza.

Antes de que pudiera darse cuenta, había llegado a la verja de los cinco listones y el paso en el muro. No había farolas en la calle de detrás de la iglesia, pero sí en la calle principal del pueblo, además faros y el ruido del tráfico.

Sobre la puerta del porche de la Abadía había una bombilla —elementos energéticos eficientes— montada dentro de una lámpara de hierro forjado. Aparcado en la entrada estaba el Fiat de Anne Preece, pero no el Volvo de Jeremy. Eso no significaba que no estuviera guardado en el garaje.

Se acercó más, caminando por el césped, no por el paseo, para que no se oyeran sus pasos. Había una luz en la habitación que daba a la calle. No tenía cortinas y la ventana de guillotina estaba abierta. De dentro salió una voz, la de Anne Preece, ansiosa pero ligeramente irascible, como si le hubiera caído encima un problema que no le apetecía afrontar.

—Tienes un aspecto horrible. ¿Qué te ha pasado?

Hubo un murmullo que Vera no distinguió, pero que Anne sí entendió y que la dejó estupefacta.

—¿Te lo ha hecho él? —preguntó—. Pues tienes que llamar a la Policía.

Vera fue a la puerta principal y giró el picaporte. Se abrió sin hacer ruido. La habitación en la que estaban los dos se encontraba a su derecha y aquella puerta ya estaba abierta. Se plantó en el umbral y echó mano de su voz de tía soltera despreocupada.

—¿Quién dice que nunca se encuentra un policía cuando se lo necesita? Al menos una mujer policía. Espero ser útil.

Anne levantó la cabeza. Estaba aturdida y pálida. Era una habitación agradable que Vera no había visto en su anterior visita. Un sofá cómodo con una funda de rayas de color limón y blanco. Dos sillones con el mismo estampado. Muchas plantas y flores. La otra mujer estaba sentada en uno de los sillones con la cabeza entre las manos. Barbara Waugh, vestida con elegancia con una falda y una chaqueta de color negro, y botas de piel, pero embarrada, llorosa, temblando.

—Ha huido de su marido —anunció Anne—. Debe de haberla aterrorizado. Mira en qué estado está.

—Oh, no —aclaró Vera—. No es su marido quien la ha aterrorizado. —Echó una mirada divertida, bastante ufana a Anne—. Si alguien lo ha hecho, he sido yo.

Y delante de ella, con las piernas separadas y las manos en las caderas para cerrarle el paso, leyó sus derechos a Barbara Waugh, y le dijo con una voz neutra e indiferente que estaba arrestada. Después esperó a que Ashworth le mandara refuerzos.