65

El instinto le decía a Vera que esperara. Los páramos de Black Law parecían vacíos, pero estaban expuestos. No había forma de que pudiera ir en coche sin correr el riesgo de que la viera un agente forestal, un pastor o un excursionista, y lo último que quería era que en Langholme se propagara el rumor, como un incendio forestal, de que la Policía volvía a investigar. Era un lugar pequeño. Pronto lo sabrían todos.

Desplegó el mapa sobre la mesa. Así habían planificado Hector y Connie sus expediciones, buscando escondites, la mejor ruta para llegar a los nidos de águilas pescadoras y somormujos de cuello negro, esquivando a los voluntarios y los guardas. De nuevo sintió que estaba reviviendo el pasado.

La única forma que veía de llegar a Baikie’s y la mina sin riesgo de ser vista desde lejos era aparcando en la pista de la plantación de la Comisión Forestal. Desde allí podía caminar hasta la colina pasando por la trampa para cuervos. Pero eso era imposible. Era el camino que esperaba que utilizara el asesino.

Era viernes por la mañana. Después de que Christina y Patrick se marcharan, había dormido unas tres horas, muy profundamente, y se había despertado con el canto del gallo del vecino y el primer tren. Había llamado a Edie y la había despertado.

—¿Puedo hablar con Rachael?

—No está en casa. Ayer salió con Neville y se quedó con él. —Hubo una pausa—. Oye, está bien. Me llamó para decírmelo y me dio el teléfono de Neville. Si quieres te lo doy.

—No te preocupes. Lo tengo.

—¿Ha pasado algo? —Edie ya estaba lo bastante despierta como para empezar a asustarse.

—No. —Vera habló con calma, casi tranquilizándose a sí misma—. ¿Irá a trabajar?

—No, se ha tomado el día libre. Se van a Black Law.

—Por supuesto. —Como si lo hubiera olvidado—. ¿Sabes a qué hora pensaban salir?

—Creo que después de almorzar. Oye, ¿quieres que los llame? Puedo preguntar qué planes tienen.

Vera sopesó la idea. Era mejor no interferir. Nadie debía saber que su interés estaba puesto en Black Law ese día.

—No. No los llames. Que tengan un par de días de tranquilidad sin pensar en la investigación. No quiero estropearles el fin de semana.

Se sentó en el despacho verde, que era pequeño como una celda, con el mapa desplegado sobre la mesa, planificando su campaña. Consciente de que pasaba el tiempo, de que quería llegar antes que Rachael y Neville, de que debía actuar con rapidez, de que podía ser ya demasiado tarde.

Apretó algunas teclas del teléfono y habló con Ashworth, que, con el coche de su mujer, estaba aparcado junto a la carretera desde que Vera lo había llamado, justo después de leer el expediente que le había facilitado Christina Flood.

—¿Algún movimiento?

—Por ahora no.

—Voy a ir andando por el camino público desde Langholme como cualquier excursionista. Si me visto como ellos nadie se dará cuenta.

—Necesitará refuerzos.

—Ya lo organizarás más tarde, cuando sepamos qué pasa. No quiero tener a todos en espera sin motivo. Parecería imbécil. No tenemos suficientes pruebas.

—¿Prefiere que vaya yo?

—No seas tonto. No conoces el camino. Prácticamente crecí en esas colinas. —Hizo una pausa—. Me voy. Pasaré por casa para cambiarme. Aparcaré cerca de la iglesia de Langholme. Es lo que hacen todos los excursionistas.

—¿No es un poco arriesgado?

—Iré con cuidado. No me dejaré ver.

Las famosas últimas palabras, pensó. Recogió el bolso y salió de la comisaría, ignorando a los agentes que querían comunicarle alguna información y los requisitos para saber adónde iba.

—Podéis poneros en contacto a través de Ashworth —advirtió imperativa, y cruzó la puerta sin mirar atrás para comprobar si alguien lo había escuchado.

En casa encontró unos pantalones que Hector usaba para caminar. Ella no solía llevar pantalones. Cualquier cosa sobre las piernas le empeoraba el eccema y sabía que al día siguiente sufriría. Pero con ellos parecía otra: una nueva forma y un nuevo perfil. Un anorak impermeable fino, botas y calcetines gruesos completaron la imagen. Salió de casa para asegurarse de que el mapa estaba en el coche y la vecina hippy entrada en años, que intentaba hacer cruzar a una cabra al campo del lado, la miró fijamente, sin reconocerla. Vera tenía la intención de llevarse un termo y bocadillos, pero miró el reloj y llegó a la conclusión de que no tenía tiempo. Cogió un paquete de galletas de chocolate del armario de la cocina, llenó una botella de agua y subió al coche. Entonces la mujer se dio cuenta de que tenía que ser Vera y la saludó con la mano, un poco sobresaltada.

Langholme estaba tranquilo. La puerta de la iglesia estaba abierta y se oía el zumbido de una aspiradora, y cuando esta paró, voces de mujeres hablando de flores. Cerró el coche y se guardó las llaves en el bolsillo con cremallera del anorak. Pasó con cautela frente a la Abadía, sin mirar al jardín ni a ninguno de los coches aparcados fuera. La calle terminaba con una verja de cinco listones y un muro con un paso. Lo cruzó y siguió el camino bien trillado hacia Black Law, andando a buen paso, volviendo solo la cabeza de vez en cuando para asegurarse de que nadie la seguía.

El camino cruzaba la colina. En las pendientes más bajas había muros de piedra seca. La hierba estaba recortada por las ovejas. Cuando caminaba por allí en su infancia estaba en forma. La distancia de Langholme hasta el lago de montaña parecía un paseo. Desde entonces había comido mucho curry y mucha comida china para llevar. Había bebido demasiado y pasado demasiadas horas de su vida en el coche. El día volvía a ser despejado y caluroso y enseguida estaba sudando y aturdida por el esfuerzo. Se quitó el anorak y se lo ató a la cintura por las mangas. Las piernas ya le escocían con rabia.

Cruzó por un hueco del último muro desmoronado y el sendero empezó a ascender. El suelo era más irregular. La ciénaga verde brillante y los cañizales, los zarapitos y las alondras. Pero lo único que veía era el siguiente lugar donde poner el pie y lo único que oía era su fatigada respiración. En el lago se permitió un descanso. Bebió un poco y comió una galleta. Al lamerse el chocolate fundido de los dedos sintió que el pulso recuperaba más o menos la normalidad. Una brisa ligera creaba ondulaciones sobre el agua y le secó el sudor de la cara. Desde donde estaba sentada se veía el valle, Baikie’s, la casa de Black Law y la vieja mina. Se levantó y siguió caminando, con más facilidad ahora que era cuesta abajo.

Pasó de largo la mina, sin mirar en la casa de motores, sin mostrar ningún interés, siguió el sendero junto al arroyo, y después tomó la desviación por el paso del muro dentro del jardín de Baikie’s. Fue como si de repente hubiera entrado en una selva tropical. En los pocos días que llevaban fuera las mujeres, la hierba había crecido y necesitaba que la cortaran. El sol y la lluvia habían hecho florecer más arbustos. Dio la vuelta a la casa, buscó la llave y entró por atrás. Dentro olía a calor y a humedad, como un invernadero. En la cocina se quitó los pantalones y se quedó de pie con la piel enrojecida, las piernas al aire, muriéndose de ganas de rascarse, esperando a que hirviera el agua y deseando que quedara suficiente café soluble en alguno de los tarros.

Se sentó arriba, en el dormitorio principal, porque desde allí tenía una buena visión del valle y el arroyo hasta el extremo de la plantación forestal y la trampa para cuervos en una dirección, y los edificios de la vieja mina en la otra. Connie había dormido allí antes de volverse demasiado frágil y gorda para subir las escaleras, en una gran cama de matrimonio con una colcha de brocado. Vera tenía un recuerdo borroso de una de las fiestas a las que había asistido de niña. La habían mandado arriba para dejar los abrigos de las visitas sobre la cama y había quedado fascinada con los tarros y las botellas que vio sobre el enorme tocador victoriano, el extraño olor a perfume y polvos femeninos. Ahora la habitación parecía el dormitorio de un albergue juvenil, con las mantas dobladas al pie de las camas y los almohadones con fundas de rayas.

A las tres llegaron Neville Furness y Rachael. Desde la ventana del dormitorio, Vera no podía ver el patio de la granja, solo un lado de la casa y la ventana de la cocina, pero oyó el coche y sus voces, los vio entrar en la cocina cargados con cajas de víveres. Comió otra galleta y confió en que Rachael no decidiera hacerle a Neville una visita guiada de Baikie’s por los viejos tiempos. No era solo el fracaso de la investigación lo que le preocupaba. Era que la pillaran allí, sentada, sin nada más de cintura para bajo que unas bragas y unos calcetines de lana. Pero no hubo rastro de Rachael ni de Neville en toda la tarde. Tal como sospechaba parecía que tenían cosas mejores que hacer. Las únicas personas que vio fueron dos excursionistas mayores y atléticos que cruzaron su campo de visión en unos pocos minutos.

Sonó su teléfono. Era Ashworth.

—Nada todavía —informó—. Pero creo que tiene razón. Ha hecho preparativos. El coche está cargado.

—¿Con qué?

—Una pala. Bolsas negras de basura.

—Ah —susurró ella, y le mandó un beso invisible—. ¡Gracias, Dios mío!

—¿Puedo organizar ya los refuerzos?

—No, todavía no. Espera a que sepamos exactamente qué pasa.

A última hora de la tarde, el sol brillaba directamente sobre la ventana de la habitación y Vera sintió que se adormecía y se esforzó por mantenerse despierta. A las seis, Neville y Rachael salieron de la casa. Caminaron colina arriba hacia el lago y regresaron cruzando el jardín de Baikie’s. Se detuvieron un momento debajo de la ventana y Vera se asustó. Los oía con claridad, pero estaba tan nerviosa por si entraban que solo entendió fragmentos de la conversación, aunque fuera propio poco de ella ignorar un buen chisme.

—¿Y ahora qué vas hacer? —preguntó Neville—. ¿Intentarás localizar a tu padre?

—Creo que no. Parece ser que es bastante idiota. Dirigía un curso de teatro para profesores un fin de semana y fue la única vez que Edie lo vio. Ya tenía esposa e hijos. Nunca supo de mi existencia. No es que yo haya sentido la necesidad de un padre. Simplemente, no me gustaba que me ocultara cosas. Pero a Edie no se lo he dicho. Quiero mantener abiertas mis opciones. Al menos esto me lo debe.

Caminaron de la mano como dos chiquillos y el momento en que Rachael podía haber sugerido que entraran en Baikie’s pasó.

Vera imaginó que habían vuelto a la casa, aunque no podían haber entrado por la cocina, y desde donde estaba ella no parecía que estuviera ocupada. El sol era demasiado fuerte como para que hiciera falta encender luces en las habitaciones y hacía mucho calor para encender las chimeneas.

Sonó su teléfono. La voz de Ashworth tenía un tono insistente y estaba alterada.

—Empezamos.

—¿Cuántos?

—Una persona.

—Entonces no hace falta llamar a la caballería —comentó Vera estirando las piernas y pensando que no tenía más remedio que vestirse—. Esta es la nuestra.