En su casa junto a la vía del tren, Vera descorchó una botella de vino tinto que bebió casi entera sentada ante la ventana abierta de la cocina, hasta que el color se esfumó de las colinas. A medida que el vino hacía efecto se sintió perturbada, no tanto por las dudas sobre la investigación como por los recuerdos de Constance Baikie. Tenía una imagen de la mujer igual a como la había visto por última vez: grande y fofa, echada en su sofá, mirando a Vera con ojos negros taimados. Desde la muerte de su padre había pensado a menudo en él. Con rabia, culpa, accesos ocasionales de afecto reticente. Le hacía compañía. Era una persona con quien hablar. A Connie casi la había olvidado, hasta que entró en la granja Baikie’s, chorreando por la lluvia, para investigar el asesinato de una mujer joven, y entonces todos los recuerdos volvieron.
Cuando estaba acabando su segundo vaso se le ocurrió, por primera vez, que Hector y Connie podían haber sido amantes. Al fin y al cabo nunca le había visto con otra mujer. Casi inmediatamente descartó la idea. Su pasión común habían sido las colecciones ilícitas, la secreta obsesión que los hacía salir a las colinas antes del amanecer para quitar los huevos a los pájaros, y dejar los nidos vacíos y fríos. Habían compartido aquella excitación secreta. Los unía más, si cabe, el riesgo que los exponía al chantaje y ponía en peligro su reputación y su carrera. No tenía nada que ver con el amor, ni siquiera con la amistad.
Entonces, casi al mismo tiempo que recordaba que no había comido nada desde el frugal almuerzo con Edie, tuvo la idea de que el asesino que buscaba podía ser así de obsesivo. La hija y después el padre habían sido asesinados. Como Hector llevándose huevos del mismo nido. No había un motivo aparente, solo pruebas de una planificación meticulosa, en especial, antes de la muerte de Edmund. Detrás del asesinato vio una pasión tan intensa e irracional como la que había impulsado a su padre; le había nublado el juicio, había arruinado las vidas de ambos. Sin embargo, Hector era muy diferente antes de la muerte de su esposa. Vera había visto fotografías de él, hablando con amigos, riendo. Incluso después, había conservado un empleo respetable hasta la jubilación, se le consideraba un poco excéntrico, un poco solitario, pero de ninguna manera un peligro. Tenía que buscar a alguien con una obsesión secreta, y cuando entendiera cuál era, quizá supiera por qué habían muerto Grace y Edmund.
Sonó su móvil. Volvió a la realidad pensando: cuántas tonterías, serénate de una vez. A ver cómo explicas esto a Ashworth y al equipo.
Era Christina Flood, la psicóloga. De fondo se oía una flauta, una melodía celta y tristona.
—He encontrado la información que me pidió. Si quiere puede pasar a buscarla. Sé que quizá no sea hora, pero nos hemos acostumbrado a dormir al mismo tiempo que el bebé y está claro que es un ave nocturna. Estaremos levantados hasta tarde.
Vera estuvo tentada de decir que sí, pero vio la botella vacía en el alfeizar y decidió que no. Había normas que no estaba dispuesta a romper.
—Esta noche no puedo —alegó—. He tomado varias copas de vino. Por encima del límite, sin ninguna duda.
Christina estuvo sorprendentemente insistente.
—¿Quiere que pasemos nosotros? Si no se lo damos hoy, tendrá que esperar hasta el lunes. Nos vamos el fin de semana, a presentar a la niña a los felices abuelos.
—¿Está segura?
—Claro. Estamos muy despiertos. Patrick y la niña tienen ganas de jugar.
Vera casi se había olvidado, ya era medianoche cuando vio los faros bajando por la calle hacia su casa. Salió para recibirlos, pensando que quizá se habían perdido y que necesitarían verla para saber que habían llegado a su destino. Llevaban una furgoneta azul mar con las palabras HOMBRE MUSICAL impresas en letras naranjas en un lateral. Christina se disculpó una y otra vez.
—No arrancaba el coche. La batería estaba descargada. Por eso hemos venido con el de Patrick.
—Me alegro de que hayan podido venir.
—No se preocupe. Hemos disfrutado del paseo. Sobre todo la niña.
—Vamos a dar una vuelta —comentó Patrick—, para que puedan hablar.
—No es necesario.
—Nos apetece —insistió él—. No hemos paseado nunca a la luz de la luna.
Y bajó por la calle con el bebé en una mochila a la espalda, desapareciendo en la sombra que proyectaba la vieja casa de la estación.
—¿Han decidido qué nombre le pondrán? —preguntó Vera.
—Miranda. Lo bastante teatral para Patrick pero sin exagerar.
Se sentaron en la cocina a tomar un té. Los papeles de Christina estaban en una gran caja de carpetas. Había cuadernos con notas taquigráficas que contenían un resumen de cada reunión del grupo, y algunas fotocopias de expedientes de pacientes.
—Los necesitaba porque en los cuadernos a menudo solo apunto nombres de pila o iniciales y después de tanto tiempo no recuerdo los antecedentes de cada paciente. Pero me sigue preocupando la confidencialidad. Prometí a todos los grupos que todo lo que se dijera quedaría allí. —Dudó—. Mire, primero me gustaría que leyera los cuadernos. Así las personas involucradas permanecerán en el anonimato. Si algo le parece significativo, podemos hablar de la identidad de la persona en cuestión.
—¿No sería más sencillo que me diera una lista de los pacientes que asistieron al mismo grupo que Bella y Edmund? Podría ver si reconozco algún nombre.
Christina reflexionó otra vez, y eligió sus palabras con cuidado.
—Puede que sea más sencillo, pero no creo que le resulte útil.
—¿Quiere decir que hay algo relevante en esos cuadernos?
—Creo que debería leerlos.
Así que Vera leyó. Bella y Edmund eran los miembros fundadores del primer grupo. Christina había tomado notas detalladas de cada sesión. Bella estaba registrada con el nombre de pila y Edmund con las iniciales. Al principio quedaba claro que Christina se sentía frustrada por lo mal que funcionaba el grupo. Llegó a plantearse su continuidad. Un paciente varón dominaba todas las conversaciones. Hablaba constantemente sobre su destructiva relación con su madre. Lo sobreprotegía y enfermaba cada vez que él quería dejarla. Los demás pacientes eran demasiado educados o demasiado apáticos para hacerlo callar. A Vera le sorprendió que nadie le diera una paliza.
Hasta la tercera reunión no se hizo cierto progreso, y fue Edmund quien interrumpió. Christina había apuntado sus palabras exactas: «¿Por el amor de Dios, crees que eres el único que ha tenido una infancia asquerosa? ¿No has leído nunca a Larkin?».
Y había seguido hablando furiosamente de su vida en Holme Park, sobre la madre que estaba demasiado ocupada con su vida social y su hijo mayor como para dedicarse a él, de la sucesión de niñeras incompetentes, de las restricciones y el aburrimiento. «Solo hubo una persona que se preocupó por mí y los demás la trataban como una mierda, porque no sabía leer ni escribir muy bien.»
Nancy Deakin, pensó Vera. Y se preocupó por él hasta el final.
Esto estimuló una discusión más general. Habían intervenido otros con sus propias historias vacilantes. Hubo insinuaciones de abuso e intimidación. Una mujer había crecido creyendo que su madre era su hermana. El padre de otro se había lanzado bajo un tren.
Qué alegre, pensó Vera. Esperaba que Christina disfrutara con su trabajo.
No había ninguna mención sobre la participación de Bella hasta la quinta sesión. Entonces, apoyada por Edmund, que siempre había sido amigo suyo, había contado la historia de la muerte de su padre. Era más o menos como Vera imaginaba. Charles siempre la había hecho sentir culpable; ella al menos había escapado una temporada, había hecho amigos, había encontrado un empleo que le gustaba. Y Alfred Noble nunca le había pegado. Toda su frustración se había descargado en el chico. Cuando volvió a la casa familiar, el hermano pequeño de Bella había incrementado la presión implacablemente.
En su cuaderno, Christina describía la escena tal y como Bella había contado la historia.
Era impresionante. Hasta que Edmund la convenció para que hablara, Bella había sido un miembro pasivo del grupo, que a veces apoyaba a otros, pero que nunca exigía atención para sí misma. Aquel día fue como si no pudiera parar de hablar y se trasladó físicamente al centro del círculo. Empezó a interpretar el ataque con el que había matado a su padre, comenzando con la llamada que había recibido de su hermano y terminando con ella levantando el brazo para golpearle el cráneo con el bronce. Estaba llorando, diciendo que deberían haberla acusado de asesinato y no de homicidio. Había planeado matarlo. El grupo la rodeó para demostrarle su apoyo.
Vera levantó la cabeza un momento.
—Podía haberse marchado. Volver a enseñar. Seguía siendo responsable.
—Sí.
—¿Cree que estuvo bien que se saliera con la suya?
—¿Cree que eso fue lo que ocurrió? —Christina se levantó y se estiró—. Prepararé más té, ¿le parece bien?
Cuando volvió con las tazas, Vera estaba absorta, inclinada sobre la mesa con el ceño fruncido. Por fin levantó la cabeza, furiosamente, y empujó el cuaderno hacia la psicóloga.
—¿Por qué no hizo nada al respecto en su momento?
—Porque no me lo creí.
—¿No reconoció la historia?
—Por supuesto. Pero no era algo insólito. El paciente había experimentado una sucesión de fantasías psicóticas, había imaginado, por ejemplo, que era famoso. Estos episodios los desencadenaban las noticias, las películas, incluso series de la tele. Más tarde controlábamos los episodios, pero en aquel momento no podía tomármelo en serio.
—¿Cómo reaccionó el resto del grupo?
—No se lo creyeron. La comprendían, pero se mostraban escépticos.
—¿Qué piensa ahora? ¿Cree que podría ser verdad?
—Creo que es ir demasiado lejos, pero tiene derecho a saber lo que se dijo. Por eso estoy aquí.
—Lo siento. —Vera se levantó y fue a la ventana. La luna llena iluminaba el prado. Patrick y el bebé estaban recortados contra la luz.
—¿Esta clase de enfermedad puede repetirse tras un período de normalidad?
—Tendría que preguntar a un psiquiatra, pero no, no es lo normal. ¿Cree que es lo que ha ocurrido?
—¿Usted no?
—No estoy segura —respondió Christina—. Como forma de supervivencia, estos asesinatos tienen sentido. No creo que sea locura.
—Bueno, no soy yo quien debe decidirlo. Gracias a Dios. —Vera se dio la vuelta—. Tendrá que dejarme ver las notas de los pacientes. Se da cuenta, ¿no? Tengo que saber quién es ese loco. Si es que está loco.
Christina dudó un momento. Al otro lado de la ventana oyeron los pasos de Patrick acercándose por la calle. Le cantaba al bebé. Una canción de cuna.
—Por el amor de Dios —siseó Vera—. Usted menos que nadie puede dejar pasar esto.
—No. —Christina cogió una hoja de papel de la carpeta y la dejó sobre la mesa. Salió de la casa a buscar a Patrick. Cuando volvieron, el papel estaba en la carpeta y Vera hablaba por teléfono. El bebé dormía profundamente, con la boca ligeramente abierta y la cabeza ladeada hacia atrás. Vera colgó.
—¿Arrestará a alguien? —preguntó Christina.
—Todavía no. Como ha dicho, la historia es demasiado exagerada para aceptarla sin pruebas. Pero tampoco habrá más muertes, espero.
Los acompañó a la furgoneta. La luz de la luna empezaba a ceder ante el amanecer. Había una claridad de un color gris pálido en el horizonte. En la lejanía un mirlo solitario empezó a cantar.
—Era una obsesión, ¿verdad?
—Oh, sí. —Christina levantó a Miranda y la dejó en el asiento de bebé sin despertarla—. Si estamos en lo cierto, es exactamente eso.