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Vera decidió presentarse en casa de los Waugh sin avisar. Neville Furness le había proporcionado una excusa. Necesitaba comprobar su coartada para la tarde y la noche de la muerte de Edmund, y la casa de los Waugh le venía de camino. Más o menos. Aunque no hubiera tenido ninguna excusa, habría ido. Anne Preece había despertado su curiosidad. Quería ver a la familia junta.

Vera había crecido con una imagen idealizada de la familia convencional y culpaba a la ausencia de esta de haberse convertido en una mujerona torpe. En su trabajo, sin embargo, raramente había presenciado mucha felicidad doméstica y los colegas que aseguraban tener vidas familiares felices eran los que sospechaba que se metían en la cama de cualquier cosa que se moviera. Vivían una farsa. Pero no Ashworth. Él era la excepción. Le había devuelto la fe en su sueño infantil.

Programó su visita cuidadosamente en torno a las siete. Para entonces, Godfrey Waugh habría vuelto del trabajo. Sin duda, era un rato que pasarían en familia. Pero cuando se detuvo en la entrada de grava, la casa estaba silenciosa y pensó que estarían fuera. Tras la tormenta de la semana anterior el tiempo había vuelto a cambiar. Hacía un tiempo caluroso y estable y la calima provocaba que las colinas parecieran distantes y borrosas. Sin embargo, no había ninguna ventana abierta. Oyó el ruido de un televisor o de niños gritando, pero por lo demás la casa estaba en silencio.

Después de llamar al timbre se volvió para mirar el jardín sin mucha esperanza en que abrieran y la sorprendió oír que retiraban el pestillo y que la puerta se abría. En el umbral apareció una mujer con un trapo en la mano. Llevaba guantes rosas de goma que le llegaban casi a los codos. Vera se imaginó que debajo llevaba las uñas pintadas. La mujer sonreía amablemente, pero Vera ya le había cogido manía. Hasta para fregar los platos llevaba maquillaje. Se la imaginó sentada ante el tocador, arreglándose cuidadosamente para recibir a su marido al volver del trabajo. ¿Por deseo? ¿Sentido del deber? Por lo que fuera, pero hacía quedar mal a las demás mujeres.

—¿Es la señora Waugh?

La pregunta salió con más brusquedad de la que Vera pretendía. Le costaba reconciliar la imagen de aquella mujer segura de sí misma con la descripción que le había proporcionado Anne de una mujer ansiosa, una víctima, una persona acosada.

—Sí.

—Inspectora Stanhope. Investigo la muerte de Edmund Fulwell. ¿Podría hablar con su marido?

—Por supuesto. —Barbara Waugh se quitó uno de los guantes y le tendió la mano. Vera, al tender la suya, se avergonzó de sus uñas: mordidas, rotas, ligeramente sucias.

—¡Querido, es la inspectora Stanhope! —gritó la mujer hacia el interior de la casa—. Ha venido para hablar contigo.

Era imposible saber qué pensaba de aquella intromisión.

Vera la siguió por el pasillo. A través de una puerta abierta vio una habitación pequeña, pintada de colores vivos, con un estante de juguetes y una mesa de pino. Una niña estaba sentada frente a una pantalla de ordenador. Jugaba a algo muy concentrada, agarrando un mando con ambas manos. El sonido estaba apagado y los marcianos de la pantalla eran eliminados silenciosamente. Una luz verde parpadeante indicó la puntuación final y la concentración de la niña se relajó. Se volvió y Vera entrevió una cara hinchada y pálida antes de saludar a Godfrey, que caminaba por el pasillo hacia ella.

Se había quitado la ropa de la oficina y parecía un político a quien hubieran dicho que debía vestirse de manera informal. Llevaba unos pantalones finos de pana y una camisa de cuadros con el cuello abierto. De haber hecho un poco más de frío, se habría puesto un jersey con cenefas.

—Inspectora. —Fruncía el ceño. Vera pensó que estaba más nervioso que su esposa, aunque lo disimulara bien—. ¿Sucede algo?

—No —contestó ella, mientras pensaba: Excepto que han matado a dos personas. Un padre y una hija. Como usted y la niña que juega con el ordenador—. Es una visita de rutina. Tengo algunas preguntas y como tenía que pasar por aquí de todos modos para volver a casa…

La llevó al salón, que olía a cera de abeja. En un lugar prominente sobre la chimenea había un retrato de su hija. Era demasiado realista para ser halagador, pero Vera murmuró algo educado sobre lo guapa que estaba. Su trato con Ashworth le había enseñado cómo hablar con los padres. Por lo visto, había dicho lo que debía porque Waugh reaccionó con calidez. Su acento era de la zona, pero las palabras, cuidadosamente elegidas, un poco demasiado elaboradas, recordaban a las de un político.

—Casi habíamos aceptado que no tendríamos hijos cuando llegó Felicity. Quizá porque fue tan inesperado fue una alegría inmensa.

Barbara, de pie en el umbral, también sonrió, pero una tensión en sus ojos hizo pensar a Vera que la presión de cuidar a la niña significaba que para ella la alegría estaba un poco diluida. Sintió una repentina simpatía por la mujer y se preguntó si Anne Preece no se equivocaba. Al fin y al cabo, era cosa suya si quería emperifollarse.

—¿Le apetece un té, inspectora? ¿O un café? Imagino que querrá hablar con mi marido a solas.

Lo que me apetecería es una cerveza, pensó Vera. Pero dijo que un té sería estupendo.

—Y me gustaría que se sentara con nosotros, señora Waugh. Me interesa su opinión.

Barbara pareció complacida, pero cuando salió de la habitación Godfrey comentó:

—No sé en que puede ayudarle mi esposa, inspectora. Es ama de casa y cuida a nuestra hija todo el día. Desde que mataron a la chica en la colina no ha querido salir de casa sola.

—Creía que era socia de la empresa.

Ese comentario lo sorprendió. Fue como si se hubiera olvidado.

—Oficialmente, sí, pero no participa activamente.

—¿Qué opina del proyecto de la cantera?

Godfrey se lo pensó y esbozó una pequeña sonrisa.

—Tiene una visión de la empresa un poco sentimental, me temo. Su padre era un artesano y ella no siempre entiende que hemos tenido que expandirnos a otra escala. Ya no somos una industria pequeña. Tenemos que sobrevivir.

—Si tuvieran que votar, ¿lo apoyaría?

Arrugó un momento la frente con irritación, pero enseguida sonrió.

—No habrá que votar. ¿Para qué? Solo somos dos socios. Tomaremos la decisión en conjunto. Aunque, por supuesto, hay otras personas involucradas. Los propietarios actuales de la tierra, los Fulwell. Si ellos no hubieran aceptado arrendar la tierra, la propuesta no tendría sentido.

—¿Y Neville Furness?

—Neville es un empleado. Valoro su opinión, pero no tendrá nada que decir en la decisión final.

—Entonces, ¿todavía no está decidido?

Godfrey dudó.

—No. Todos pensamos que necesitábamos unos días más para reflexionar. Nos reuniremos nuevamente el viernes.

Calló bruscamente al entrar Barbara Waugh. Llevaba una bandeja y la niña la seguía con un plato de galletas caseras. Le ofreció a Vera y a su padre, y después dejó el plato sobre la mesa de centro y dio la vuelta para marcharse sin decir palabra. Vera vio que tenía tres galletas apretadas en una mano y le guiñó el ojo mientras cerraba la puerta. La niña la fulminó con la mirada, impertérrita.

—¿Asistirá a la reunión del viernes, señora Waugh? —preguntó Vera como si nada.

—¿Qué reunión?

—La reunión para decidir si se sigue adelante o no con la cantera.

Godfrey la interrumpió rápidamente.

—Barbara no necesita involucrarse en el día a día de la gestión de la empresa. Eso me lo deja a mí.

—Pero yo creía que ya se había tomado una decisión. —Barbara estaba sentada en el otro extremo de la habitación, con las rodillas muy juntas y las manos unidas sobre el regazo. Colegio de monjas, pensó Vera. Se nota a la legua—. Godfrey, ¿no me dijiste que por ahora se abandonaba el proyecto?

Él se encogió de hombros.

—Livvy debe de haber presionado a Robert. Esta tarde ha llamado justo antes de que me marchara y ha dicho que creía que merecía la pena que volviéramos a reunirnos.

—No me lo habías dicho. —De repente estaba a punto de perder los nervios—. No creo que pueda soportarlo otra vez. El revuelo público, las habladurías…

Godfrey se reclinó en el sofá. En el gesto, Vera detectó asco, incluso un poco de repulsión, pero cuando habló lo hizo afectuosamente.

—Por eso mismo no te lo había dicho. Sabía que te sentías aliviada con el hecho de que el proyecto se hubiera paralizado. Y de momento, es lo más probable. Robert no lo ve con buenos ojos y puede ser muy obstinado.

—Tonterías. En cuanto Livvy Fulwell y Neville Furness se junten, ninguno de los dos podrá llevarles la contraria.

—Eso es absurdo. Neville ni siquiera asistirá a la reunión. Se toma libre el viernes. Y tienes que confiar en que haré lo mejor para los dos. Un día esta empresa será de Felicity.

Hacía un esfuerzo por mantener un tono de voz calmado, pero había empezado a irritarse. Así que esto es lo que lo motiva, se dijo Vera. De ahí sale toda esa ambición. No quiere que su hija pase necesidad. Y pensó en su propio padre, cuya única ambición era coleccionar cáscaras de huevos de todas las especies de aves del condado, que no había pensado en ella ni una sola vez.

De repente Waugh parecía avergonzado.

—Bueno —dijo con calma—. Ya lo hablaremos. A la inspectora no le interesa esto.

Vera cogió una galleta para mojar en el té.

—No se preocupen por mí, es fascinante. Estoy muy bien aquí sentada.

—¿En qué podemos ayudarle?

—Como he dicho antes, detalles que necesitan confirmación. Es aburrido pero necesario. Neville Furness trabajaba para Holme Park. Vivía en la casa donde mataron a Edmund Fulwell. Al parecer, todavía tenía una llave de la casa.

—Neville no mataría a nadie.

—No busco referencias de su carácter, señor Waugh. Dice que estuvo aquí la noche que mataron a Edmund Fulwell.

—Así es. Peter Kemp había esbozado unas interesantes propuestas para la nueva reserva natural de las tierras altas en el emplazamiento de Black Law. Necesitaba revisarlas con él. Pensamos que nos daría publicidad positiva si coincidía con la publicación del informe de Kemp Associates.

—¿A qué hora llegó?

—No estoy seguro. Sobre las cuatro y media.

—No —recalcó Barbara con voz fuerte—. Más tarde. A las cinco y cuarto como muy pronto. Acababa de recoger a Felicity. Estaba merendando en casa de una amiga. Llegamos a la misma hora.

Godfrey la miró con calma.

—¿Tiene razón su mujer, señor Waugh?

—Sí, inspectora. Creo que sí.

Barbara se levantó de repente.

—Le he prometido a Felicity que le echaría una mano con los deberes. Estoy segura de que Godfrey puede ayudarle con cualquier cosa que necesite, inspectora. Él la acompañará a la puerta.

Y salió de la habitación antes de que Vera pudiera decir nada. Después de la hospitalidad brindada, aquella salida abrupta fue rara, casi grosera. Más tarde Vera pensó que podía haber hecho volver a Barbara, intentar hablar con ella a solas. Así podía haberle ofrecido ayuda, darle el teléfono de la oficina, sacarle más información sobre Neville Furness. Pero se limitó a seguir a Godfrey a la puerta y a decir adiós a la niña, que volvía a estar frente al ordenador. A pesar de lo que había dicho de los deberes, a Barbara no se la veía por ninguna parte.

Una vez fuera, se detuvo un momento junto al coche. Unos vencejos planeaban sobre la casa tejiendo una red en el cielo. Esperó, pensando que Barbara podía encontrar una excusa para hablar con ella. Pero al volverse vio a la mujer en una ventana de la parte superior, y no la miraba a ella, sino a las colinas distantes.