El trabajo policial convencional los había llevado a un punto muerto. Incluso el jefe de Vera, que era un ferviente partidario de la persistencia y la rutina, que era el convencionalismo en persona, que no conocía nada más, tuvo que admitirlo. Cuando el equipo se reunió a la mañana siguiente, tenían localizados a todos los invitados de la lista de Holme Park, pero no habían avanzado nada. Parecía que el calor y la bebida había atontado los sentidos de los asistentes. Recordaban retazos de chismes —una divertida conversación con un exdiplomático de Tokio, un vestido deslumbrante, una mujer mayor cansada y excitada que comía fresas—, pero nada que fuera más allá de la charla social. Sin duda, nada tan prosaico como si había un coche aparcado frente a las casas del final de la calle Avenida.
El modus operandi de Vera siempre era guardarse la información importante hasta que estaba segura de ella. Cuando era una detective joven, otras personas se habían atribuido sus logros, se habían burlado de ella cuando los resultados no eran los esperados. Por eso construía el caso en privado, discutiéndolo, a lo sumo, con Ashworth. Él la acusaba de paranoia, y a veces la protegía cuando su negativa a cooperar le creaba problemas. En aquel momento Vera entendió que la ocultación no serviría. El equipo estaba desanimado. Las tropas necesitaban algo para seguir adelante. Una historia que pudieran creer.
—Érase una vez… —comenzó, sonriendo al ver sus caras de confusión, porque era lo último que se esperaban—. Érase una vez dos hermanos. Los llamaremos Robert y Edmund. Nombres ingleses, serios, de toda la vida. El hermano mayor era bueno y obediente y hacía lo que decía su madre. Como recompensa, heredó la gran casa y los negocios familiares. Se casó con una chica joven y bonita que le dio hijos. El hermano menor era un holgazán y un borracho. Dejó embarazada a una chica del pueblo y tuvo que casarse con ella. Después huyó y se embarcó. La esposa se suicidó y la hija, que si no era bonita sin duda era lista, quedó al cuidado de los servicios sociales.
»Cuando el hijo menor regresó de sus aventuras no lo trataron como al hijo pródigo de la Biblia. Nadie lo quería. Nadie, salvo su hija y la anciana chiflada que lo había cuidado de pequeño. —Los miró a todos, y se limitó a preguntar—: ¿Me seguís hasta aquí?
Ellos asintieron como párvulos obedientes. Quizá pensaban que la mujer estaba chiflada, pero nadie estaba dispuesto a correr el riesgo de enfrentarse a ella.
—He llegado a la conclusión de que lo que Edmund amaba, más incluso que a su inteligente hija, era el lugar donde había crecido. Lo amaba tanto que cuando sus enemigos pensaron construir una cantera obligó a su hija a contar mentiras. Ellos querían traer máquinas para excavar en la roca y él no podía soportarlo. Se convirtió en una obsesión.
Calló y su público se agitó, avergonzado, porque no era así como se suponía que debían hablar los inspectores. Esperaban que hubiera acabado. Pero tomó un sorbo de coca-cola de la lata que tenía sobre la mesa y siguió.
—Otra persona sentía la misma pasión por ese paisaje que Edmund, la mujer que trabajaba la tierra contigua a la finca. Se llamaba Bella Furness, y su hijastro era uno de los perversos empresarios que querían excavar un agujero en la ladera. Y, ¡sorpresa, sorpresa!, Bella y Edmund se conocían. Se conocieron hace más de diez años cuando ambos eran pacientes en Saint Nick’s. Ambos locos. Tal vez. Desde entonces conservaron la amistad. No eran amantes porque Bella se casó con Dougie y vivieron felices para siempre. Al menos hasta que él sufrió una embolia y los bancos y los alguaciles se cernieron como aves de presa sobre el esqueleto de la granja. Pero sí eran amigos íntimos.
»Quizá Edmund se confió a Bella, le contó cuales eran sus planes. Quién le daba miedo. Quizá si se lo preguntáramos a Bella podría responder a todas nuestras preguntas y decirnos quién mató a Edmund. —Vera hizo una pausa. El tono de su voz pasó del de narradora de cuentos al de un interlocutor que no se anda con rodeos—. Pero no puede, porque la pasada primavera tuvo la inapropiada idea de suicidarse.
Alguien levantó la mano tímidamente. Vera frunció el ceño como si le molestara la interrupción.
—¿Sí?
—¿Está segura de que fue un suicidio?
—Si no lo estuviera, Fraser, os lo habría dicho.
—Claro, inspectora.
—Así que necesitamos encontrar a otra persona que pueda responder a nuestras preguntas. En el hospital, un grupo de personas se reunían para hacer terapia y apoyarse. Bella y Edmund formaban parte de este grupo. Como sabemos, después de salir de Saint Nick’s siguieron en contacto y almorzaban juntos con regularidad. De vez en cuando se unía a ellos otra mujer. Tenemos que encontrarla. Puede que, sin saberlo, sepa quién mató a Edmund y a Grace. No será fácil. Puede que no desee que la encuentren. Puede que sus amigos y su familia no sepan que pasó una temporada en un hospital psiquiátrico. Pero tenemos que hablar con ella.
—¿El hospital no puede ayudarnos? —Una pregunta osada, desde el fondo de la sala.
—Sus archivos dicen qué pacientes estaban en cada unidad, pero no cuáles asistían al grupo. La psicóloga que lo dirigía está elaborando una lista en este momento, pero no está segura de dónde están sus notas y tiene otras prioridades. Mientras tanto, necesitamos hacer algo para localizar a la mujer. Empecemos siendo sutiles. Sin sacar a la luz nada que pueda asustarla. Nada de carteles que digan: «¿Estaba usted loca en los ochenta?». Volved a hablar con la gente del Harbour Lights, con los demás empleados y con los clientes habituales. Puede que nuestra mujer vaya allí a comer. ¿Y los médicos de cabecera de la zona? Puede que la mujer tenga un problema mental recurrente.
Observó cómo tomaban notas y pensó que se había salido con la suya. Se habían animado. Volvió a golpear la mesa y se siituó frente a la pizarra blanca.
—El otro elemento que quiero investigar es la cantera. De algún modo estas muertes están vinculadas al gran agujero que Slateburn quiere excavar en el páramo. Estos son los principales actores del proyecto.
Empezó a escribir con mayúsculas temblorosas con un rotulador grueso.
—Godfrey Waugh. Es el dueño de la empresa. Quiero saber si el proyecto fue idea suya o si se lo propusieron los Fulwell. Hablad con el personal de ambos y averiguad lo que podáis.
»Neville Furness. Hijastro de Bella. Antes era administrador de los Fulwell. Después Godfrey se lo llevó. Él dirigió las negociaciones preliminares para la cantera, pero ahora se ha vuelto ecologista y sentimental. Habla de volver a la granja de su padre, a pesar de que está inundada en deudas. ¿Se ha convertido realmente? Si no, ¿qué es lo que pretende? Por el momento podéis dejármelo a mí. He quedado con él al salir de aquí. Pero hablad con las personas que lo conocen y trabajan para él. Necesitamos averiguar todo lo que podamos. Había vivido en la casa donde murió Edmund y dicen que todavía tiene la llave.
»Peter Kemp. Asesor medioambiental. También ha cambiado de bando, pero este ha hecho el recorrido contrario. Empezó trabajando para el Departamento de Protección de la Fauna y Flora y ahora vende sus conocimientos a las grandes empresas. ¿Cuánto podía ganar con la cantera? ¿Cuánto perdería si Waugh decidiera no seguir adelante?
Llamaron a la puerta. Vera fulminó con la mirada a la becaria que acababa de entrar. La chica se quedó en el umbral, nerviosa.
—¿Sí?
—Un fax… —Tendió el papel a Vera, se ruborizó y se esfumó.
Vera miró lo que decía. Estaba a punto de echar fuera al equipo para poder ponderar sus implicaciones, pero pensó que unas risas les beneficiarían, aunque solo fuera por una broma sobre alguien muy en los márgenes de la investigación. Blandió el papel.
—Esto habla de Jeremy Preece. El marido de Anne. Vive en Langholme, en la casa más cercana al lugar donde se encontró el cadáver de Grace. Hemos hecho comprobaciones rutinarias. Ya sabéis que al jefe le gusta la rutina. El señor Preece tiene una condena por indecencia. De los magistrados de los juzgados de Scarborough, en 1990. Lo encontraron deambulando por el pantano en la costa de Filey vestido con un top de lentejuelas…
Hubo risas, un alivio general de la tensión. Vera gritó para hacerse oír.
—¿Por qué estáis todavía sentados? ¿No tenéis nada que hacer? Ahora podéis añadir a Jeremy Preece a la lista.
Contentos, recogieron sus cosas y salieron de la sala. Solo se quedó Joe Ashworth. Estaba sentado al fondo y aplaudió lentamente.
—Genial —señaló—. Una interpretación genial de principio a fin. Ahora ¿por qué no me dice qué sucede en realidad?
A Vera la halagó que él creyera que lo sabía.