55

Vera se despertó temprano, justo antes de que el primer tren a Edimburgo se oyera a lo lejos. Esperó a que pasara haciendo temblar las ventanas de guillotina de su habitación para levantarse. El tren no la había despertado. Había crecido con los trenes, recordaba el vapor, los carritos de la leche arremolinándose en el andén, los cestos de mimbre con palomas de concurso entregados por hombres mayores con gorras de tweed.

Vera no sabía por qué Hector había comprado aquella casa junto a las vías del tren poco después de que ella naciera. Nunca se lo había preguntado. El ramal, cerrado hacía tiempo, servía de comunicación y abastecimiento a una aldea a un kilómetro de distancia y a las granjas circundantes. Su casa, de piedra gris, con ventanas pequeñas, estaba al final de la vía. Se imaginaba que era apropiada para él. Estaba lo suficientemente cerca de las colinas como para emprender sus excursiones en busca de huevos de ave y, además, mientras los trenes todavía paraban allí, Kimmerston quedaba solo a veinte minutos de distancia de la escuela secundaria en la que daba clases. Era un hombre solitario. Vera no se lo imaginaba en una urbanización conversando sobre los intereses de la hipoteca o el último modelo de Vauxhall.

De mayor se le ocurrió que quizá acabó allí por los Gregory. El señor Gregory era el jefe de estación y su esposa cuidó a Vera hasta que tuvo edad para estar sola en casa después de la escuela y tener el té a punto para su padre cuando bajaba del tren. Era posible que hubiera llegado a un acuerdo con los señores Gregory antes de mudarse. Nadie había dicho nada, pero Vera fantaseaba con que el señor Gregory podía haber pertenecido a la hermandad de los coleccionistas de huevos. Tenía ese aire pedante y meticuloso. Y sin duda a Hector le daba igual vivir junto a la vía del tren. Vera lo había visto apuntando números de trenes en uno de sus cuadernos de observación de aves.

A Vera le gustaba la señora Gregory. Era amable y maternal y sus hijos ya estaban crecidos y casados. Incluso después de que Hector dejara de pagar a la señora Gregory para cuidarla, la casa de la estación siguió siendo el segundo hogar de Vera. Cuando cerraron el ramal y los Gregory se mudaron, lloró, aunque no dejó que Hector la viera.

Se levantó de la cama y abrió las cortinas. Su habitación no daba a la vía, sino a un prado bajo que se extendía hacia las colinas. La hierba estaba alta y se mezclaba con ranúnculos y tréboles. La lluvia había cesado, pero todo estaba húmedo y brillante. Miró el reloj. Las seis. Demasiado temprano para llamar a Ashworth. Por poco.

Desde que los Gregory se habían mudado, la casa de la estación había cambiado de manos varias veces. Ahora la ocupaba una pareja de cuarenta y pico años con tendencias new age. Habían comprado el terreno del otro lado del camino y cultivaban verduras y criaban animales. Desde la ventana, Vera podía ver una cabra atada y un gallinero de tela metálica. El gallo cantó. Tal vez era eso lo que la había despertado.

Se metió en la bañera y planificó el día. Ya estaba acostumbrada a su cuarto de baño y por eso no le parecía deprimente: la bañera tenía el esmalte desconchado y escamoso; las paredes eran de baldosa blanca con cemento grisáceo; había moscas muertas atrapadas en el globo translúcido de cristal que protegía la bombilla. Aparte de quemar el contenido del armario de la habitación de invitados, no había hecho ningún cambio después de la muerte de su padre. Planes sí, pero cambios, no.

Cuando terminó de vestirse eran las siete menos diez y pensó: a hacer puñetas, si no está despierto, debería estarlo.

Joe Ashworth respondió enseguida, pero con la voz sobresaltada del que ha sido sorprendido en pleno sueño.

—¿No te habré despertado? —preguntó Vera.

—Sí. —Fue brusco. No era propio de él ser malhumorado.

—Creía que los bebés se despertaban temprano.

—Los dientes lo han tenido despierto toda la noche. Acabábamos de dormirlo.

—Lo siento —se excusó. Y lo sentía aunque no se notara.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Hay un par de cosas que quiero que se hagan esta mañana. ¿Puedes ir a Holme Park? Empieza a hacer una lista de las personas que estuvieron allí ayer por la tarde. Livvy Fulwell debería de tener una. A ver si reconoces algunos nombres.

—¿Cómo cuáles?

—Cualquiera que esté relacionado con la cantera. Godfrey Waugh, Peter Kemp, Neville Furness. Habían tenido tratos con los Fulwell. Es posible que los invitaran.

—¿La señora Preece no los habría mencionado?

—No se lo pregunté. Estaba muy angustiada. Y había mucha gente en la fiesta, puede que no los viera.

—¿Puedo preguntar qué va a hacer usted?

—¿Yo? Voy a salir a tomar un café.

La noche anterior había mandado a un agente a informar a Rod Owen. Había ayudado a Edmund más que su familia y merecía que le comunicaran la muerte personalmente. En una muestra de gran consideración esperó a terminar sus cereales antes de llamarlo. Imaginaba que los restauradores se acostaban tarde.

Sin embargo, cuando contestó, parecía despierto y circunspecto.

—Harbour Lights.

Iba a decirle quién era pero él reconoció su voz y la interrumpió.

—¿Hay novedades?

—Todavía no. Pero tengo una pregunta: ¿Edmund tenía un día libre fijo?

—Sí. Desde el principio. Desde que empezó a trabajar aquí de nuevo tras salir del hospital. No tenía muchas rutinas en su vida pero eso era algo a lo que se aferraba. Una especie de superstición, creo.

—¿Qué día era?

—El miércoles.

—¿Sabe qué hacía?

—No concretamente, pero siempre salía. Aunque hubiera bebido se las arreglaba para acicalarse y afeitarse. Se marchaba sobre las diez y media.

—Pero ¿trabajó para usted todos estos años y nunca le dijo adónde iba?

—No le pregunté. No era asunto mío. Podría haber sido alguna clase de tratamiento. Algo personal.

—Tenía que estar cerca porque Edmund no conducía. Si era un tratamiento, habría sido en Saint Nick’s.

—Al hospital estoy seguro de que no iba. Me dijo que todavía le daban escalofríos al pasar por delante y que no quería volver a pisarlo. De hecho, creo que no se quedaba en la ciudad. Lo vi una vez en la cola de la parada del autobús cerca del puerto.

—¿Sabe adónde se dirigía el autobús?

—¡Qué dice! Fue hace años. Aunque me hubiera fijado no me acordaría.

Camino de Kimmerston, Vera pasó junto a la mujer de la casa de la estación. Estaba saltando la malla metálica del gallinero con un cesto de poco fondo con huevos. La saludó con la mano y después hizo gestos queriendo decir que tenía de sobra si Vera quería algunos. La pareja había acogido a Vera bajo su protección. Ella se preguntaba si sabían lo que hacía para ganarse la vida y si seguirían siendo tan amables si lo descubrían.

La comisaría de Kimmerston era un edificio de ladrillo visto situado en la acera frente a la estación de autobuses. Había una pintura azul polvorienta y los picaportes de latón de las puertas exteriores estaban oxidados. Vera estuvo a punto de parar y mirar los horarios de los autobuses del puerto a Kimmerston los miércoles por la mañana. Pensó que desde la ventana de su despacho podía haber visto a Edmund apeándose de uno de los autobuses marrón y crema. Si era allí donde se dirigía. Que estaba segura de que lo era.

Pero no paró. Si entraba ahora a su despacho no podría escaparse nunca. Pasó de largo la comisaría y fue hacia el aparcamiento que estaba cerca del centro comercial. Eran casi las nueve y el tráfico era denso. Sintió que le subía la tensión, resistió la tentación de tocar la bocina o sacar un dedo al joven elegante del Mondeo plateado que la adelantó.

En el centro comercial solo había una cafetería. A pesar del retraso, cuando llegó, todavía estaba cerrada. Daba a una plaza cuadrada. Por la claraboya entraba la luz del sol, que formaba dibujos en el cemento al reflejarse en las gotas de lluvia. Había mesas y sillas blancas de plástico en la plaza asfaltada del exterior de la cafetería, pero estaban amontonadas unas encima de otras. La paciencia nunca había sido una de las virtudes de Vera. Sacudió la puerta cerrada de la cafetería y empezó a golpear el cristal.

—¿Qué se cree que está haciendo?

Una mujer de mediana edad con la espalda muy erguida y una expresión feroz apareció detrás de ella.

—¿A usted qué le parece?

—No abrimos hasta las diez. Hay una máquina en la sala de juegos si está tan desesperada.

—No quiero café —espetó Vera—. Quiero que me responda a unas preguntas.

Le mostró el carné de policía. La mujer no se alteró.

—Bueno, pues no puede comportarse así —reconvino—. ¿Qué ejemplo les da a los jóvenes? En esta ciudad la gente solía ser educada.

Vera murmuró algo, pateando el suelo con impaciencia hasta que la mujer abrió la puerta y entró detrás de ella.

—Ya que estoy aquí, tomaré un café —dijo, con beligerancia.

—Tendrá que esperar a que ponga en marcha la cafetera. A menos que se conforme con uno de sobre.

—Está bien.

La mujer enchufó el hervidor y sirvió una cucharada de café en una taza. Sacó un gran delantal de un cajón y se lo puso, después dejó la taza humeante frente a Vera.

—Son sesenta peniques.

Vera tenía ganas de discutir, pero se lo pensó mejor y pagó.

—Se trata de una cliente.

De mala gana dejó de ordenar la vajilla en la cocina, pero estaba intrigada y se sentó a la mesa de Vera.

—¿Qué quiere saber?

—Me interesa una mujer llamada Bella Furness. Solía venir todos los miércoles.

La mujer sacudió la cabeza.

—El miércoles es el día que tenemos más gente y no conozco a muchos clientes por el nombre. Ni siquiera a los habituales.

Vera sacó una foto que había cogido del dormitorio de Black Law.

—¿Le suena?

—Ah, sí, me acuerdo de ella. Cada miércoles como un reloj. Un bocadillo de atún y maíz dulce seguido de un merengue de chocolate. Hasta hace un par de meses. Hace tiempo que no viene. Creí que había hecho algo mal que la había ahuyentado. Era un poco brusca. De las que pueden ofenderse con facilidad.

—Está muerta —comunicó Vera—. ¿Venía sola?

—No. Solía venir con un amigo.

De la gran cartera blanda, Vera sacó una fotografía de Edmund Fulwell, la que habían mandado a los periódicos locales pidiendo información y la que aquel día saldría en la primera página de todos los nacionales. Por lo visto, la mujer no estaba interesada en las noticias. Por lo menos no comentó si había visto antes la fotografía.

—Sí —afirmó—. Es este.

—Cuando dice amigo, ¿le pareció que tenían una relación sentimental?

Mientras esperaba una respuesta, Vera se preguntó qué le parecería eso a Rachael. Santa Bella teniendo una aventura. Podía destruir su fe en el género humano.

La mujer se lo pensó.

—No sé qué decirle. Por lo general, ella ya estaba aquí. Él llegaba agitado, como si hubiera venido corriendo. Siempre le daba un beso. Un beso en la mejilla, pero a su edad cualquier otra cosa habría estado fuera de lugar. Aunque hoy en día… La gente no para de besarse y abrazarse, ¿no le parece? Incluso personas que acaban de conocerse. Así que no lo sé.

Vera reprimió su impaciencia.

—Pero ¿qué le dice su instinto? Párese a pensárselo. Trabaja todo el día con personas. Debe de tener vista para estas cosas.

La halagó, que era lo que pretendía Vera.

—Supongo que sí. Yo diría que eran amigos íntimos. No amantes. —Calló—. Más bien diría que él se sentía más atraído por la otra.

—¿Qué otra?

—La otra mujer. No venía tan a menudo…, unas tres veces en total quizá. Pero cuando venía él estaba todo el rato encima de ella.

—¿Tiene idea de cómo se llamaba?

—Ni idea. —Parecía encantada de no poder ayudar.

—¿Cómo era?

—Era más joven que ellos, pero tampoco mucho más. Sabía vestirse, no sé si me entiende. Incluso iba demasiado arreglada. Demasiado peripuesta para un miércoles en la ciudad.

—¿Algo más que pueda decirme?

Pero la mujer ya había perdido el interés. Miró su reloj.

—No —respondió—. No la recuerdo bien. Solo es la sensación que me quedó en aquel momento.

—Pero si le enseño una foto ¿podrá decirme si se trata o no de la mujer?

—No, ni hablar. Ya se lo he dicho; el miércoles es el día que más trabajo hay.

Gracias, pensó Vera, por nada.