Era tarde cuando Vera volvió a Baikie’s, pero las mujeres la esperaban levantadas. Querían saber qué había ocurrido. Tampoco habría tenido mucho que explicar de haber estado dispuesta a darles la información. El forense era un viejo amigo, más dispuesto que la mayoría a comprometerse tras una inspección preliminar y, con todo, había sido circunspecto.
Se había encontrado con él cuando salía de la casa y se dirigía a su coche, y hablaron allí mismo, de pie, protegidos por un gran paraguas negro.
—No hay nada evidente —afirmó él—. Ni lo han apuñalado ni lo han estrangulado.
—Nada que ver con su hija, entonces.
—No.
—Pero te habrás hecho alguna idea.
—¿Lo más probable en este momento? Que estaba inconsciente de tanto beber.
—¿Y eso lo ha matado?
—Le ha puesto las cosas más fáciles al asesino.
—¿Crees que ha sido un asesinato?
—Es la hipótesis con la que trabajo. —Hizo una pausa—. Mi intuición, si crees en esas cosas.
—Creo en la tuya.
—No me sorprendería descubrir que lo han asfixiado sin demasiado esfuerzo. ¿Eres consciente de que ahora mismo solo pienso en voz alta?
—¿Cómo?
—No soy clarividente. —Pero, a pesar de sus palabras, no parecía irritado. Permaneció bajo la lluvia, que caía sobre el paraguas.
Vera pensó: Tampoco tiene nada esperando en casa.
—¿Has entrado?
—Todavía no.
—La casa estaba amueblada a medias. Al parecer se deja así para los empleados. Hay un tresillo con algunos cojines. Podrían haberlo hecho con uno de los cojines. Pero no hay señales de forcejeo. No debió de enterarse de nada.
—Gracias —dijo Vera—. ¿Y la hora de la muerte?
—Nunca me gusta comprometerme con eso.
—Lo sé.
—Después de mediodía, antes de las cinco. No puedo ser más concreto. Solo es una conjetura.
—Entendido.
Era un hombre delgado de sesenta y pico años, siempre vestido con trajes oscuros y de modales agradables, tranquilizadores, como un empleado de funeraria. Una vez le había dicho a Vera que era supervisor en una pequeña iglesia presbiteriana. Que ella supiera, era lo más parecido a una familia que tenía. ¿Sería suficiente para él cuando se jubilara?
La acompañó al coche, sosteniendo el paraguas para que no se mojara, aunque Vera ya se había mojado en su caminata desde la casa y a él le entraban las gotas por el cogote.
—Te llamaré en cuanto sepa algo definitivo.
—Lo sé —afirmó ella. Su mano rozó la de él al ir a buscar las llaves en el bolso.
Tal como esperaba aún había luz en Baikie’s. Nadie se había preocupado de correr las cortinas y Vera tuvo un acceso de rabia contra Joe Ashworth o quien fuera que lo había sustituido. Esas mujeres eran blancos fáciles para cualquiera que acechara en el jardín o desde la colina. Pero después pensó que eso era lo que había querido ella. Era a lo que apuntaba su estrategia, en definitiva.
Estaba convencida de que tenía razón. Sabía que el asesino tenía algo que ver con el proyecto de la cantera. Lo sentía dentro. Había crecido en aquella comarca, con personas apasionadas por el territorio, y creía entenderlo. Se había hecho una idea del asesino como un pirado con una extraña obsesión por el paisaje o por aquellas mujeres, o por ambos. Pensaba que, si ellas se quedaban, tarde o temprano volvería. No sería capaz de resistirse. Pero era evidente que se equivocaba. Tendría que volver a empezar con una mente abierta. Eso implicaba trabajo. Más del que estaba segura de poder asumir.
Aparcó el coche en el patio y entró por la cocina. Sus sandalias estaban empapadas, así que se descalzó en la puerta y entró, dejando pisadas húmedas sobre el linóleo. El ruido de la lluvia en el tejado y las ventanas debió de amortiguar el de su coche, porque las sorprendió. Estaban sentadas a la mesa jugando a las cartas. Joe Ashworth había sido sustituido por un agente de uniforme y él también tenía una mano de cartas. Se volvieron, quietos por un momento en la suave luz de la lámpara de pie.
Vera cruzó la habitación y corrió las cortinas de las puertas vidriera.
—Así es más acogedor —comentó. Y después—: ¿Queda algo de beber? Mataría por un whisky.
Edie le sirvió un poco en un vaso.
—La señora Preece os habrá contado lo sucedido.
—Que Edmund está muerto —repuso Rachael—. ¿Se acabó entonces? ¿Mató a Grace porque ella no quería mentir por él para impedir la construcción de la cantera, y ahora se ha suicidado?
—Es demasiado pronto para asegurarlo.
Lo que le había dicho el forense había sido en confianza. Podía ser una vieja charlatana que rompía más reglas de las que respetaba, pero aquella información no saldría de ella.
—Pero ¿no pueden haberlo asesinado?
Han estado celebrándolo, pensó Vera. Sin demasiados aspavientos, porque eso no estaría bien después de dos muertes. Pero realmente creen que ha terminado todo. Caso cerrado. Basta de mirar hacia atrás en la colina o por los retrovisores en la carretera.
—Mirad —señaló—. Es imposible decir nada hasta que el forense tenga el resultado de las pruebas. Debo presumir que es una muerte sospechosa hasta que esté segura de lo contrario. Si no lo hiciera, perdería horas, incluso días de investigación. Así que habrá preguntas. Y estoy segura de que vosotras también tenéis alguna.
—¿Qué hacía Edmund allí? —preguntó Edie.
—Esconderse, aunque no sabemos seguro por qué. No lo consideramos sospechoso hasta que desapareció.
—Culpa, quizá —dejó caer Edie—. En el caso de que matara a su hija.
—Puede. —Vera miró a Anne y a Rachael. Quería animarlas. Se sentía responsable de haber aguado su celebración—. Estaba en casa de Nancy Deakin cuando fuisteis a hablar con ella.
—¡No! —Así que estaba allí. Les había hecho gracia la falsedad de la anciana—. Debía de estar en el dormitorio. No es de extrañar que no quisiera que subiéramos.
—Oí un ruido, pero pensé que era la cotorra.
—¿Por eso se trasladó a la finca? —preguntó Rachael—. ¿Porque fuimos a casa de Nancy?
—Quizá.
—Pues podemos haber provocado su muerte. Al menos allí tenía a alguien que lo vigilaba.
—No es culpa vuestra —aseguró Vera—. Os pedí que fuerais. —Se inclinó sobre la mesa. Se habían olvidado de las cartas, que estaban sobre la mesa boca abajo y abiertas en abanico—. Veamos, debo trabajar como si a Edmund lo hubieran asesinado. No significa que sea así, pero es la presunción que debo hacer. ¿Lo entendéis?
Asintieron.
—Cuando Rachael sugirió que Bella y Edmund podían haberse conocido, que podían haber coincidido en el hospital, no me lo tomé en serio porque pensé que no era relevante. Grace era la víctima. Edmund había tenido poco contacto con ella. Pero ahora podría ser más importante. Puede que Rachael tuviera razón. ¿Recuerdas algo que dijera Bella que los vinculara?
—No. ¿Cómo quieres que lo recuerde? Ni siquiera sabía que Bella había estado en un hospital hasta después de que se suicidara.
—Me refiero a últimamente. Algo que sugiera que Bella y Edmund continuaban en contacto.
—No, nunca me mencionó a ningún amigo. Aparte de personas de Langholme que hacía años que conocían a Dougie, y no era muy íntima de ninguna.
—Pero alguna vez debía de salir de la granja.
—Los miércoles iba a Kimmerston. Día de mercado. Era el día que hacía la compra. Y siempre almorzaba allí. Era su pequeño capricho. Los servicios sociales mandaban a alguien que se ocupaba de Dougie mientras ella estaba fuera.
—¿Adónde iba a comer cuando estaba en la ciudad?
—No lo sé. Supongo que al White Hart, como todos los demás granjeros.
Vera se imaginó a Bella y a Edmund sentados en ese comedor sombrío. Seguro que no quedaban allí si Bella valoraba su intimidad, donde podía verlos cualquier amigo de Dougie.
—No. —Rachael interrumpió sus pensamientos—. Hay una cafetería en el centro comercial que le gustaba. Recuerdo un día, cuando yo estaba en Baikie’s, que vino a tomar un té, pero no quiso ninguna galleta. Dijo que había tomado el merengue más grande del mundo. Esa cafetería hacía los mejores que había probado. —Rachael calló—. Qué trivial parece.
—Así es casi todo mi trabajo. Trivial. Rumores y chismes. Por eso soy tan buena. —Lo dijo con mucha seguridad en sí misma, pero le sonó superficial—. Vuelve a contarme qué pasó la última vez que fuisteis a ver a Charles Noble.
—Ya te lo contamos.
—De acuerdo. No escuché como es debido. No me pareció importante. ¿Edie?
—Bella había llamado una semana antes de morir y habló con la esposa de Charlie, Louise. Ella le prometió darle el recado a Charles, pero no lo hizo hasta mucho después, hasta pasada nuestra primera visita. Bella dijo que volvería a llamar.
—Pero nunca más supieron de ella.
—Eso es lo que dijeron.
—¿Creéis que estaban mintiendo?
—No lo sé. Me dio la sensación de que Louise no quería que Charlie me contara lo de la llamada. Puede que ambos lo lamentaran. Ninguno de los dos estaba muy receptivo. Y es raro que Bella no volviera a llamar.
Anne había escuchado en silencio. Se levantó y parecía muy delgada y demacrada bajo la luz de la lámpara. Las sombras caían sobre su cara, alargándole la frente.
—Lo siento —dijo—. Estoy muy cansada. Me voy a la cama.
—¡Por supuesto!
—No sé si nos veremos mañana. Me marcharé temprano.
—Te llamaré —informó Vera.
—¿Para hacer más preguntas?
—Bueno, siempre hay más preguntas. Y vosotras dos también os vais mañana —comentó Vera después de que Anne saliera de la habitación y de oír sus pasos en las escaleras—. Esta casa quedará vacía. No quedará nada más que el fantasma de Connie. —Hizo una pausa, incómoda, e intentó formular la pregunta a Rachael con delicadeza, pero decidió mantenerse fiel a su estilo, franco y directo, y fue al grano—: ¿Piensas volver a ver al señor Furness?
—¿Por qué?
—Porque debes saber que también le haré más preguntas a él.
—¿Qué tiene él que ver con la muerte de Edmund?
—Nada, lo más seguro. Excepto que antes vivía en aquella casa. Y, según Robert Fulwell, nadie recuerda que devolviera las llaves.
Hubo un silencio.
—¿A quién queremos engañar? —repuso Rachael—. A Edmund lo han asesinado.
Vera no contestó.