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Vera Stanhope estaba sentada en la manta de cuadros sobre la hierba frente a Baikie’s, bebiendo champán, y recordó con mucha claridad la última vez que vio a Constance Baikie viva. Estuvo a punto de contárselo a Rachael y a Edie porque sabía que les gustaban sus anécdotas. Tal vez fuera el sabor en la boca lo que le recordó la escena de una manera tan nítida porque aquel día también tomaron champán. Aunque Constance estuviera tan enferma que tenían que sostenerle la copa. La habían recostado en el sofá y la habían acomodado usando unos cojines, pero ya estaba tan gorda que la carne se desparramaba, fofa, por los bordes y parecía que fuera a desequilibrarse y caer. Vera había ido a la casita con su padre. Ella lo había acompañado con su coche porque en aquella época él tampoco estaba bien. La semana anterior Vera había trabajado de noche y estaba agotada. Un día con su padre siempre le absorbía toda la energía, pero él quería ir, e incluso entonces, ya hacia el final de su vida, era capaz de imponer su voluntad a su hija. Además, Vera no quería que su padre fuera solo a visitar a Connie. No solo temía por su seguridad, temía por los líos en los que podía meterse.

Porque su padre era un adicto. Eso se lo había omitido a las mujeres cuando les contaba episodios de su infancia en las colinas. No había descrito cómo había llegado a entender poco a poco qué buscaba realmente su padre cuando la llevaba de excursión, cuando señalaba los nidos de alondras y collalbas o la hacía observar al halcón peregrino planeando sobre su presa. Su padre era un ladrón inveterado y compulsivo de huevos de aves. No como lo sería un colegial; para él era una obsesión y un negocio. Había pagado así su jubilación. Vera había comprendido, de pequeña, que ella era la tapadera. En lugares peligrosos, protegidos por guardas y verjas eléctricas, había llegado a mandarla a ella a robar los huevos.

No habría convenido a una joven y ambiciosa detective que su padre fuera a juicio por contravenir la Ley de Fauna y Paisaje, así que prefería no dejarlo ir nunca solo a las colinas. Él juraba que ya no los robaba, pero ella nunca se creyó nada de lo que decía. Los adictos siempre mienten. Y aunque fuera cierto lo que decía, Connie Baikie siempre había sabido manejarlo con el dedo meñique. Compartía el mismo vicio. Quizá era demasiado vieja y estaba demasiado enferma para cometer actos ilegales, pero Hector, el padre de Vera, la veneraba y habría hecho lo que fuera por la anciana.

El champán había sido idea de su padre. «Una alegría para Connie», había dicho. Vera había pensado que sabía que Connie se estaba muriendo y quería que estuviera especialmente contenta, porque le tenía echado el ojo a su colección. La suya propia ya era bastante extensa. La guardaba en cajas de caoba cerradas con llave, cada huevo a salvo en un nido de algodón, depositadas en la habitación de invitados, ocultas dentro de un feo armario de caoba. Se suponía que Vera no conocía su secreto, aunque muchas noches su padre se encerraba en la habitación como un viejo verde con una colección de pornografía.

Desde que Vera era pequeña, su padre se moría y babeaba por la colección de Connie. Incluso después de aprobarse la Ley de Fauna, la mantuvo a la vista de todos. De vez en cuando, Connie veía a Vera contemplando las vitrinas.

—Todo es legal —afirmaba, tosiendo y jadeando para pronunciar las palabras, desafiando a Vera a contradecirla—. Recogidos antes de que se aprobara la Ley.

Aun así Vera había visto cómo aparecían nuevas bandejas y habría investigado el origen de la colección de no haber sido por su relación con Hector. Prefería no saberlo.

Así que estaban en Baikie’s, bebiendo champán, cavilando en silencio sobre el reparto de la colección de Connie después de su muerte, cuando hubo una interrupción, un pequeño contratiempo que había animado una barbaridad a la anciana. Según Hector, el incidente le había alargado la vida varias semanas.

Una mujer entró corriendo en el jardín y golpeó los cristales de las puertas. Esto no era insólito en sí mismo. Los excursionistas a veces violaban la intimidad de Connie pidiendo agua, indicaciones, incluso que los dejara usar su baño. A veces Connie era amable, pero por lo general los despedía con las manos vacías. Aquella mujer, sin embargo, estaba desesperada. Golpeó la puerta, dándole con el puño con tanta fuerza que Vera pensó que iba a romper el cristal y a cortarse.

Era primavera. Aquel año había nevado mucho, y hacía poco que la nieve se había fundido, de modo que el arroyo bajaba caudaloso y rápido. Cuando abrió la puerta, Vera oyó el fragor de la corriente entre las palabras histéricas de la mujer.

Desde su posición en el sofá, Connie no podía ver bien el jardín y, temerosa de perderse algo, ordenó a Vera que hiciera entrar a la visitante. Enferma, aburrida, olió a diversión. La mujer tenía treinta y pocos años y parecía mal equipada para una excursión a las colinas. Llevaba maquillaje, mallas, zapatos blancos de tacón. Sus palabras salieron precipitadas en un flujo incomprensible.

—¿Qué sucede, querida? —siseó Connie, rezumando preocupación—. La señorita es agente de Policía. Seguro que podrá ayudarle.

Al oír esto, la mujer cogió a Vera del brazo y la arrastró fuera para que le ayudara a buscar a su hijo. De eso se trataba: de un niño perdido. Habían venido en coche de Kimmerston para ver a los corderitos. La mujer, que se llamaba Bev, pensaba que eran una monada, y Gary, el nuevo hombre en su vida, había propuesto que fueran a verlos un día. Aparcaron en la pista justo antes de la verja de entrada a la era de Black Law e hicieron un picnic. El viento era frío, así que se quedaron dentro del coche, calentado por el sol. Habían dejado salir a Lee a jugar. ¿Qué podía pasarle en el campo? No era como en la ciudad, llena de pervertidos y locos acechando tras cada farola. ¿No?

Debían de haberse quedado dormidos, dijo Bev. Vera, que notó los cabellos alborotados, pensó que utilizaba un eufemismo para algo más energético. Cuando volvieron a mirar, Lee había desaparecido.

Vera acompañó a Bev hasta donde se hallaba el coche, tranquilizándola todo el rato y diciendo que un niño de dos años, por fuerza, tenía que aparecer. Pero en el coche no había rastro de él. Gary parecía un tipo agradable, sinceramente angustiado. Era muy joven. En la calle debía de pasar por el hermano mayor de Lee más que por un posible padrastro.

—He gritado hasta quedarme ronco —informó—. Y he tocado la bocina. No sé qué más hacer.

Vera los dejó allí, volvió a Black Law y pidió a Dougie que llamara para que mandaran una partida de búsqueda. Ella y Dougie subieron a la colina mientras llegaban los refuerzos. Cuando volvió a Baikie’s, Connie insistió en que se lo describiera todo. El niño, el novio, las lágrimas de la madre. Ella y Hector parecían haber llegado a un acuerdo en ausencia de Vera, porque unos días después la colección de huevos de aves de rapiña se entregó en la casa de Kimmerston. Se añadieron a las cajas almacenadas en el armario de la habitación de invitados. El día después de la muerte de su padre, Vera las quemó todas, sin abrirlas para mirar en su interior, en una pira enorme en el jardín, junto con sus cuadernos.

No hubo final feliz para la historia del niño perdido. De hecho, no hubo ningún final porque no encontraron al niño ni se halló el cadáver. Hubo una conclusión angustiosa y rara.

Un guarda forestal que, por lo visto, tenía algún agravio pendiente, escribió una carta al periódico local insinuando que a Lee se lo podía haber llevado un azor y dado de comer a sus crías. Los azores eran malvados y peligrosos y debían ser sacrificados, decía. Los conservacionistas mal informados deberían dejar que los guardas hicieran su trabajo.

La carta era tan absurda que Vera sospechó que Connie podía estar detrás de ella. Era el tipo de broma que le hacía gracia y que podía haber llevado a cabo sin la ayuda de Hector. En cambio Beverly se aferró a la explicación y fomentó las especulaciones recordando de repente que una gran y potente ave había estado planeando sobre sus cabezas mientras Lee jugaba. La prensa nacional recogió la noticia y la exprimió. El caso se convirtió en el equivalente inglés de la noticia del dingo australiano. Beverly ganó suficiente dinero con las fotos y las entrevistas como para comprarle a Gary un coche nuevo e irse de vacaciones a Chipre.

Vera pensaba que el pequeño podía haber llegado hasta el arroyo mientras los mayores hacían sus cosas en el coche, y que la corriente de agua lo había arrastrado. Era la única explicación razonable. Entonces, bebiendo champán en una tarde bochornosa de mediados de verano, pensó que era una casualidad curiosa. Dos muertes —porque sin duda el niño había muerto— casi en el mismo lugar con tantos años de diferencia.

Pensó que a Rachael le gustaría oír la historia del azor y el agente forestal, pero no llegó a contársela, porque Joe Ashworth salió de la casa con una expresión seria y les dijo que había habido otro asesinato. La noticia había ganado a su historia, tenía que reconocerlo.