Rachael oía los fuegos artificiales desde Baikie’s. A pesar de que aún había luz, podía ver las estrellas coloreadas estallando sobre el horizonte. Había salido con una taza de té porque dentro de la casita hacía un calor sofocante, y las cajas y las bolsas amontonadas en la sala le producían desasosiego.
Hacía tiempo, Constance Baikie había presidido las celebraciones desde allí. Aislada del resto del mundo como un barco en medio del océano, observaba reír y bailar a los invitados vestidos con elegancia al ritmo de la música del gramófono. Muchos de los personajes implicados habían asistido a aquellas fiestas: Robert Fulwell, Neville Furness, Vera Stanhope. Ahora la habitación parecía un campamento provisional. Al día siguiente la casita se cerraría, la llave volvería bajo la maceta de piedra y el edificio se quedaría húmedo y vacío hasta que el próximo grupo de estudiantes se presentara en verano.
Edie también estaba inquieta. Habría regresado a Kimmerston aquella misma noche, pero Vera y Joe Ashworth se habían autoinvitado a la casa para tomar una copa de despedida, y ella no quería perdérselo. Además, quería aclarar las cosas con Rachael. Había mantenido su promesa y había escrito la historia del padre de su hija.
—Será decepcionante —advirtió, de nuevo, al darle las hojas de papel, llenas de su letra redonda y uniforme. Esto se había convertido en la justificación para no darle antes la información, que era tan poco interesante que casi no merecía la pena contarla—. Si te imaginas a tu padre como un Edmund Fulwell, un aventurero borracho que viaja por el mundo buscando emociones, te vas a llevar una desilusión. —La última frase, por supuesto, era ensayada.
Rachael se negó a leerla delante de Edie, que se quedaría mirándola, esperando una reacción, así que la dejó sobre la hierba junto a la taza y se echó en la tumbona a contemplar los fuegos artificiales, destellos pálidos en un cielo cada vez más oscuro. En cuanto Edie entró, recogió los papeles del suelo.
Solo tuvo tiempo de leer la primera línea: «Conocí a tu padre en abril, el día de los Inocentes», antes de que la interrumpieran Vera Stanhope y Joe Ashworth. Vera llevaba puesto un vestido de la clase de tela que se utiliza para hacer fundas extensibles para sofás y se anuncia en los periódicos del domingo. Joe parecía sufrir en silencio. Caminaba detrás de ella cargado con una cesta de mimbre de picnic. Habían entrado directamente al jardín rodeando la casa.
Dentro del cesto había una manta de cuadros que Joe extendió sobre la hierba para que Vera se sentara, unos platos tapados con papel de aluminio y una botella de champán.
—¿Celebramos algo? —preguntó Rachael.
Vera estaba de un humor especialmente alegre y Rachael se preguntó si habría arrestado a alguien, si habría cumplido con la fecha límite que se había fijado ella misma. Volvió a dejar los papeles, boca abajo, sobre la hierba. No le molestó la interrupción, más bien se dio cuenta con asombro de que la aliviaba.
—Connie siempre bebía champán —apuntó Vera—. Me ha parecido que debíamos seguir la tradición —y añadió no sin malicia—: Y la esposa de Joe nos ha preparado una tarta. No es lo mismo, pero está bien.
—Sal hace un bizcocho de chocolate buenísimo —explicó Joe, como si no se diera cuenta de que le tomaba el pelo. O como si estuviera demasiado relajado para que le importara.
—Le encantará tenerte más a menudo en casa. —Edie salió por las puertas vidriera con gafas de sol, una botella de vino y bolsas de patatas en una bandeja de aluminio torcida.
—No tendrá tanta suerte —dejó caer Vera—. Que vosotras os vayáis no significa que nosotros no estemos. Seguirá teniendo tiempo de sobra para hacer bizcochos.
—Me gustaría saber qué pensaría de esto la señorita Baikie. —Rachael se levantó para erguir un poco la tumbona.
—¿Del asesinato? Lo habría disfrutado como la que más. Le encantaban las tragedias. —Vera se sumió en sus pensamientos. Rachael esperaba otra reminiscencia de sus visitas con su padre, pero no—. ¿Dónde está la señora Preece?
—Dan una fiesta en Hall.
—Que poco respeto. —Joe estaba escandalizado—. Hace cuatro días que enterraron a la chica.
—A las clases altas no les preocupa mucho la decencia —observó Vera—. Bueno, no la esperaremos o se nos calentará la botella. Haz los honores. —Guiñó el ojo a las otras dos—. Ya que eres el único hombre.
—Nunca he abierto una botella de champán —manifestó, inseguro—. Al menos una de verdad.
—Dame. No vayas a derramarlo. —Vera tenía la botella entre las piernas y había empezado a girar el tapón con cuidado, cuando le sonó el móvil.
—Mierda —espetó—. Contesta tú, Joe.
Él sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta. Después de las primeras palabras, se levantó y se fue adentro. Vera aparentó no sentir curiosidad. Abrió el champán con un chasquido sofocado y lo sirvió en las copas.
—Para Joe solo dos dedos —indicó—. Tiene que conducir.
Rachael bebió sin dejar de mirar al sargento, que hablaba con vehemencia dentro de la casa. No tenía sensación de mal presagio como antes de la muerte de Grace. Pensó que probablemente estaba hablando con su mujer de la hora a la que esperaba llegar a casa. Le contaba cosas del pequeño. El joven apagó el móvil de golpe y se acercó a las puertas vidriera.
—¿Podemos hablar?
—¿Qué pasa? —Vera estaba sentada en la manta, con las piernas separadas y la falda subida por encima de las rodillas—. Relájate. No me apetece marcharme todavía.
—No se trata de eso.
—Pues ¿de qué entonces? Dilo.
Él dudó, miró a Rachael y a Edie.
—Han llamado al 999 desde Holme Park.
—¿Y? —Vera vio que miraba a las otras dos mujeres—. Por el amor de Dios, sea lo que sea se enterarán tarde o temprano.
—Un cadáver.
—¿Quién?
—No lo han identificado todavía.
Se puso de pie mirando a Rachael.
—Tendrás que esperar —afirmó—. Es lo más difícil del mundo. En cuanto sepa qué sucede mandaré a alguien para que te lo diga. Lo prometo. Dejaré a Joe aquí hasta que venga otro agente a relevarlo. ¿O quieres volver a Kimmerston?
—No —respondió Rachael—. Esperaré.
—Pero dentro. Por si acaso.
Rachael se sentó en el sillón de Constance Baikie, rodeada de bolsas negras de basura y leyó la información sobre su padre. Hacía un tiempo creía que era lo más importante de su vida. En aquel momento era una distracción y tuvo que esforzarse para concentrarse. Empezaron a llover gotas grandes que golpeaban como guijarros contra la ventana. Vio que habían olvidado la manta sobre la hierba, pero Joe no dejó que saliera para recogerla.