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La fiesta de cumpleaños del hijo pequeño de Olivia Fulwell fue una mezcla de fiesta parroquial y fiesta de pueblo a la antigua usanza. Tal como sospechaba Jeremy, no faltaba nadie. Anne no estaba segura de la edad del niño, ni siquiera de si era niño o niña. Siempre que lo había visto estaba enfundado en algún mono unisex.

Mientras se preparaban para ir a la fiesta, Jeremy se puso de los nervios. A través de su amigo anticuario en Morpeth creía haber encontrado el regalo perfecto: una caja sorpresa con una cabeza esperpéntica tallada que salía disparada de la caja con un chirrido.

—No era demasiado cara —le comentó a Anne, mirándola desde el suelo, donde estaba agachado entre papel de envolver, el lazo de regalo y celo—. Pero tiene clase, ¿no crees? Mejor que esas porquerías modernas que regalan a los niños. Esto destacará. ¿Qué pongo en la etiqueta? ¿Seguro que no te acuerdas del nombre del crío?

—Segurísimo. —Como si le importara. Lo último que quería hacer era ponerse un vestido y charlar de trivialidades con los endogámicos representantes de la aristocracia local. Además se le había ocurrido que Barbara y Godfrey podían estar invitados. No estaba segura de cómo afrontarlo—. Pon simplemente: «De parte de Jeremy y Anne».

—Supongo que no me queda más remedio —admitió. Después, añadió con un tono melancólico—: ¿Crees que «Con cariño de Jeremy y Anne» es un poco exagerado?

A Jeremy le encantaba vestirse para ocasiones así. Su ropa, perfectamente planchada, estaba sobre la cama desde hacía horas.

El festejo era al aire libre. Incluso los servicios, cuya localización estaba indicada de manera discreta, se encontraban en el edificio de los establos para que la chusma local no tuviera que poner los pies en la casa. Anne pensó que Olivia había tenido suerte con el tiempo. Pronto cambiaría. Unas nubes claras de verano ocultaban de vez en cuando el sol. Hacía mucho calor y humedad. La previsión había hablado de truenos.

Los niños estaban sentados a una larga mesa de caballetes cubierta con un mantel de papel. Llevaban gorros de fiesta. Debían de haber hecho estallar crackers[1] porque todos tenían pitos y silbatos que hacían ruido. Todo el grupo de juegos estaba allí, lo que parecía ejemplarmente democrático, aunque por lo que vio Anne solo dos madres estaban invitadas. Una era maestra y la otra la esposa de uno de los arrendatarios. Los niños comieron salchichas, patatas fritas y gelatinas de color naranja intenso en platos de papel encerado. La maestra, una mujer desaliñada con los cabellos ya grises y zapatos planos, rondaba cerca de su hijo y murmuraba de vez en cuando al primero que pasaba algún comentario sobre la encefalopatía espongiforme bovina y los aditivos. El hijo, por lo visto, no habituado a tal cantidad ilimitada de productos químicos y azúcar, comía con ansia, sin hacer caso a su madre ni a los amigos que intentaban hablar con él.

En el centro de la mesa había una tarta con la forma de uno de los personajes del último programa de televisión infantil de moda, cubierta con un glaseado violeta. Tenía escrito el nombre LIZZY con Smarties. Bueno, pensó Anne, esto resuelve el misterio del sexo de la criatura.

Para los adultos había otras mesas de caballetes con bufé y un bar. La comida era de un catering de baja calidad y sin duda Jeremy se quejaría de ella más tarde. Alrededor del jardín había atracciones varias para entretener a los niños y facilitar que los adultos pudieran conversar y beber en paz: un castillo hinchable, un tiovivo de caballos al galope impulsado con su propio generador, un hombre que tragaba sables y comía fuego.

A pesar de la comida, Jeremy se lo estaba pasando en grande. Parecía saber por instinto qué invitados tenían dinero o título. Los acaparaba y actuaba para ellos sin ninguna vergüenza. La caja sorpresa había sido un éxito. Es cierto que Lizzy había llorado cuando la tapa se había levantado de golpe, pero ya estaba alterada por toda la celebración. A Olivia le había encantado. Se había llevado a Jeremy dentro para pedirle su opinión sobre un cuadro del que se había enamorado no hacía mucho en una subasta. Él estaba en el séptimo cielo.

Mientras Olivia estaba dentro con Jeremy, Anne, por casualidad, se encontró junto a Robert Fulwell. Era un hombre corpulento de más de cincuenta años. Las venas rotas en las mejillas le daban un aspecto rubicundo, como si se pasara la vida al aire libre o bebiera demasiado. Parecía salido de una lámina de cacería del siglo XIX. Sin embargo, en aquel momento bebía zumo de naranja y lo observaba todo con un desapego perplejo.

—Es una fiesta preciosa —dejó caer Anne.

La miró de arriba abajo. Fue como si estuviera decidiendo si merecía la pena gastar saliva con ella. Por lo visto, sí, pero no mucha.

—Idea de Livvy.

Era atractivo a su manera, musculoso y fuerte. Quizá percibió la aprobación de Anne y la correspondió, porque añadió, en un tono más cordial:

—Habría preferido que fuera una celebración más familiar. Livvy ha traído otra vez a los chicos a pasar el fin de semana.

—Estará contento.

—Mmm… —No parecía convencido.

—¿Y el resto de la familia?

El hombre dejó el vaso y alcanzó un muslo de pollo del plato de papel que sostenía con dificultad con la otra mano. Cuando lo mordió, Anne vio que tenía unos dientes sorprendentemente pequeños y afilados, como los de un zorro.

—¿Qué familia?

—¿Livvy no tiene tías o tíos?

—Ninguno vive por aquí.

—¿Y Edmund? —Ni siquiera en aquel momento estaba segura del motivo por el que provocaba aquel enfrentamiento. Por aburrimiento, quizá. Por ganas de hacer una travesura. Para fastidiar a Jeremy, que no parecía encontrar denigrante ser el bufón de un hatajo de esnobs.

Él dejó el pollo en el plato, que apoyó con cuidado sobre la mesa. Por un momento, Anne temió que la fuese a echar a patadas.

—¿Quién es usted? —preguntó con calma.

—Anne Preece. Vivo en la Abadía. Nos hemos visto varias veces.

—¿Conoce a Edmund?

—Conocí a su hija.

—Ah, es del grupo de evaluación de impacto medioambiental. Recuerdo que Livvy lo comentó.

—No tiene por qué preocuparse —informó Anne—. No hemos encontrado nada significativo.

—Nunca pensé que lo iban a encontrar. —Miró hacia el otro lado del parque, más allá de los niños que correteaban, hacia las colinas—. A mí, personalmente, no me hace gracia la idea de la cantera, pero la necesidad obliga. —La miró otra vez—. ¿Cómo era? La niña, quiero decir.

—Ya no era una niña.

Él se encogió de hombros con impaciencia.

—El tiempo pasa, uno se olvida.

—Estaba hecha polvo —apuntó Anne—. Necesitaba ayuda.

—Como su padre, pues.

—¿Necesitaba ayuda, él?

—Siempre, pero no de la que nosotros podíamos darle, creo.

—¿Ha acudido a usted para pedir ayuda recientemente?

—Seríamos los últimos a los que recurriría.

Anne percibió el tono de pesar en la voz de Robert y no quedó muy convencida. Livvy no lo habría apoyado, sin duda, pero quizá ella no se había enterado. Tras la violenta muerte de la hija de Edmund, ¿sería Robert capaz de rechazar a su hermano?

—La Policía lo está buscando.

—Lo sé. Han estado aquí. Una mujer con cara de cerda, que se presenta cuando le da la gana. En una ocasión mientras estábamos cenando. Como si un padre fuera a hacer daño a su hija. Edmund tendrá todos los problemas que se quiera, pero nunca haría una cosa así.

Lo distrajo Arabella, la niñera, que pasó a su lado. Llevaba un vestido blanco de seda con adornos de cintas. Una especie de enagua. No parecía haber otro propósito en su movimiento que atraer la atención de Robert.

—Bueno —dijo—. Tengo que irme. A atender a los invitados.

Tontaina, pensó Anne.

Para pasar el rato, como si fuera un juego, empezó a imaginarse dónde podría haber escondido Robert a Edmund. En la casa, no. Era lo bastante grande como para esconder a un ejército de hermanos menores huidos de la justicia, pero Robert le tenía miedo a Livvy y no querría que lo descubriera. Podía haber pagado para que su hermano se alojara en una pensión o en un hotel, pero no hacía mucho que Vera había hecho público que estaba buscando a Edmund. Su rostro había aparecido en los telediarios y en la primera página de los periódicos de ámbito nacional. ¿Alguno de los clientes no lo habría reconocido? ¿Dónde, entonces?

Pensó en las casas de la finca, descartando de primeras la del molino, en la mina. A pesar de los aspavientos que había hecho Vera, Anne no se podía imaginar a Edmund acampando allí. Por lo que sabía, todos los granjeros mantenían sus arrendamientos aunque fuera con dificultades, así que no era probable que hubiera una granja aislada y vacía donde Edmund pudiera esconderse. ¿Quizá Robert había elegido un lugar más cercano a la casa?

Al final de la calle Avenida había un par de casas adosadas. Cuando había visto a Grace mirando una de aquellas casas había pensado que estaba chiflada. En una de ellas vivían el guarda y su familia. Janet, la mujer del guarda, era una jardinera experimentada y Anne la conocía lo suficiente como para intercambiar cuatro palabras en la oficina de Correos o pedirle prestado un catálogo de semillas de vez en cuando. Tenía dos hijos adolescentes que eran su cruz, pues ponían la música alta y tenían amigos poco recomendables. Pero, pensó Anne, la otra había estado vacía desde que Neville Furness se había ido. El nuevo agente era más pedante y tenía su propia casa. Las casas eran feas, pero estaban bien construidas y no sería raro que Janet y su marido no oyeran al nuevo vecino, sobre todo con el perpetuo ruido de fondo de su propia casa.

Jeremy estaba en el centro de un círculo de mujeres mayores con vestidos barrocos. Escuchaban sus historias fascinadas. De vez en cuando una de ellas se reía. Anne las ignoró.

—Jem, me voy, estoy molida.

Las mujeres se rieron nerviosas, como si ella formara parte de un dúo cómico.

—Pero te vas a perder los fuegos artificiales. ¿Quieres que vaya contigo?

—No, claro que no. Quédate todo el tiempo que quieras.

—¿Te has despedido de Olivia?

—Está ocupada. Pensé que podías hacerlo por mí.

—Claro. —Estaba encantado de tener una excusa para volver a hablar con Livvy—. Claro.

Anne se alejó de la multitud sin ser vista. Los niños habían terminado de comer y corrían de un puesto a otro en un frenesí sin objetivo. Estaban díscolos y sobreexcitados. Se peleaban en el castillo hinchable, enredados en un ovillo de brazos y piernas, y los más pequeños lloraban. Sin embargo, los mayores no les hacían ningún caso, se limitaban a gritar más para hacerse oír entre tanto ruido.

Anne bajó por Avenida entre las hileras de árboles. Las voces y el órgano de feria se fueron apagando. Había mucha quietud. Diminutas moscas se posaron en sus hombros y su pelo.

Por una vez la casa del guarda estaba en silencio. Era de suponer que la familia estaba invitada a la fiesta. Anne miró a ambos lados de la calle. No había coches ni personas. Abrió la verja de la casa vacía y entró en el jardín. Las cortinas estaban corridas y no podía ver el interior. Intentó recordar si estaban así cuando había estado allí con Grace. Llamó a la puerta. No hubo respuesta. La empujó, pero estaba cerrada con llave. Dio la vuelta a la casa hasta la puerta de la cocina.

Había persianas en la ventana. En la parte de fuera de la puerta había un cubo de basura negro de plástico. Levantó la tapa y vio latas vacías de sopa y de judías, envases aplastados de zumo de naranja y de leche, latas de cerveza. Olía mal, pero no como si llevaran meses allí.

En Park Hall habían empezado los fuegos artificiales. Un cohete salió disparado y explotó sobre su cabeza. Anne giró la manija de la puerta y empujó. Se abrió y entró en la casa.