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Encontraron a Vera en Black Law con su equipo. Cuando le comunicaron el hallazgo en la mina estalló en una furia violenta y teatral dirigida a los colegas que la rodeaban de pie.

—¿Se puede saber qué os pasa? Sois profesionales o no. Pensábamos que estas mujeres podían ser objetivos, pero nadie se molestó en echar un vistazo al único lugar a cubierto en kilómetros a la redonda. ¿Os da miedo mojaros los pies? ¿Os gusta que dos mujeres tengan que haceros el trabajo sucio?

A continuación se llevó a Joe Ashworth, cruzó el paso al fondo del jardín de Baikie’s y emprendió el camino de la mina a grandes zancadas. Desde la casita Anne los observó —la silueta de Laurel y Hardy— desapareciendo hacia el brillante sol.

El incidente divirtió a Anne pero la dejó inquieta. No esperaba que Vera Stanhope se tomara un envoltorio de galletas y un montón de ceniza tan en serio. ¿Y por qué tenía Rachael los nervios a flor de piel? Por primera vez, Anne se sintió insegura. Le habría gustado esperar a que Vera volviera para enterarse del resultado de su investigación, pero era el día que había quedado para tomar el té con Barbara Waugh y no quería llegar tarde.

Tal vez debido a la reacción de Vera le comunicó a Rachael a donde iba.

—Por si acaso —indicó, aunque no creía que Barbara y su hija la tomaran como rehén en la melancólica e impoluta casa de Slateburn.

Rachael la miró de una forma rara y, de nuevo, Anne se preguntó si Neville le habría dicho algo de ella y Godfrey.

Bajo la luz del sol la casa parecía tan austera como la vez anterior. Habían cortado el césped, recortado los parterres, rastrillado la grava. Le abrió la puerta una niña. A pesar del calor llevaba una falda tableada gris y una blusa de uniforme. Estaba tan pulcra que parecía que estuviera a punto de ir a la escuela. Los calcetines blancos hasta la rodilla no estaban ni arrugados ni manchados. Las sandalias, de piel y color negro, se veían relucientes.

—Pasa —dijo—. Mamá te espera.

Se apartó para dejar pasar a Anne, pero la miró con desagrado. Por un momento a Anne se le ocurrió que incluso Felicity podía haber adivinado su aventura, pero la niña se volvió para empujar un cochecito de muñeca enorme por el pasillo, y la idea le pareció absurda.

Por Dios, pensó Anne. Qué paranoia.

Barbara sacaba bizcochos de una fuente de horno y los ponía en una bandeja para que se enfriaran. Parecía sofocada. En la cocina hacía mucho calor.

—Perdona —se excusó—. Se me ha hecho un poco tarde.

Felicity debía de estar jugando allí porque además del cochecito había un maletín lleno de ropa de muñeca, una taza, un bol y una cuchara de bebé de verdad de plástico azul sobre la mesa. Anne pensó que Felicity era mayor para jugar con muñecas. Era pálida, fofa. Daba la sensación de que le sentaría bien un poco de aire fresco. ¿Qué hacían las dos juntas en aquella cocina agobiante? Supongo, pensó, que si Godfrey y yo vivimos juntos tendremos que tener a la mocosa los fines de semana. Al cabo de una hora ya me habrá sacado de quicio. Estoy segura.

—Felicity me ha ayudado a hacer pasteles —comentó Barbara.

—¡Qué bien! —Anne sonrió a la niña, que le respondió con una sonrisa afectada.

Ni una hora, pensó, cinco minutos.

—¿Por qué no subes a cambiarte? —le propuso Barbara a la niña.

Lo dijo en un tono suplicante, como si pensara que su hija se lo discutiría. Felicity obedeció, pero en la puerta se paró e hizo una mueca a espaldas de su madre.

—Perdona que te llamara a casa —manifestó Barbara—. Pensarás que estoy loca. —Las palabras eran muy convencionales, pero su voz era de desesperación—. A veces no tengo claro que esté cuerda. No sabía con quién más podía hablar…

El sol penetraba a través de la ventana y el horno todavía estaba caliente. Anne se estaba mareando, era como si oyera a Barbara en sueños. Intentó componer una respuesta adecuada, pero la mujer siguió hablando.

—He intentado hablar de ello con Godfrey, pero lleva un tiempo muy raro. Supongo que eso también me ha preocupado.

—¿Raro en qué sentido?

—Tenso, nervioso. No duerme como es debido. A menudo se levanta y se pasea en plena noche. A veces coge el coche y se va. Me preocupa que esté tan estresado que acabe teniendo un accidente. Incluso ha empezado a enfadarse con Felicity, y eso no había pasado nunca.

Parecía a punto de echarse a llorar. Llenó un hervidor en el fregadero y lo enchufó.

—Le he pedido que vaya al médico —siguió Barbara—. ¿Cómo puede funcionar así? Sin dormir. Sin comer. Pero no me hace caso. Dice que no es un problema médico. Cosas del trabajo que pronto resolverá.

—¿Y tú? —preguntó Anne—. ¿Cómo duermes?

—No muy bien. Tengo la sensación de que se está desmoronando todo a mi alrededor y que a pesar de mis esfuerzos no conseguiré impedirlo. —Esbozó una sonrisa—. Godfrey dice que es la menopausia. Puede que tenga razón. Pero los hombres lo achacan todo a las hormonas, ¿no?

—¿Has pensado en consultar a un médico?

—No, Dios mío. Los detesto.

Barbara levantó la bandeja de bizcochos para dejarla sobre un banco y se puso a fregar la mesa con un movimiento violento. Anne deseó no haber ido. No quería aquella responsabilidad. La mujer se estaba viviendo abajo y no quería pensar que podía ser culpa suya.

—¿No hay nadie con quién puedas hablar? ¿Familia? ¿Amigos?

—Por supuesto que no. ¿Por qué crees que te he llamado? —Se calló de repente—. Lo siento. Ha sido una grosería. No tengo familia y todos mis amigos también conocen a Godfrey.

Preparó té en una tetera blanca. De la nevera sacó un plato con bocadillos cubiertos con papel film y una fiambrera con pastelitos que colocó en un plato con un tapete. Aquellos gestos parecieron calmarla.

—Dejaré que Felicity se lo tome en una bandeja viendo la tele —comentó—. Una ocasión especial.

—Nosotras podríamos tomarlo fuera —propuso Anne—. Con el calor que hace…

—¿Fuera? —La idea la horrorizó—. No, no creo. Está lleno de insectos.

Siguió poniendo la mesa de la cocina con platos, cuchillos y servilletas. Anne movió su silla para que el sol no le diera directamente en los ojos.

—¿Qué te preocupa exactamente? —preguntó con amabilidad.

Barbara se concentró en llenar un bol de mermelada con la cuchara e hizo como que no la oía.

—Mira —dijo—, después de todo lo que ha pasado, la chica que ha muerto y la Policía que ha ido a su oficina a hacer preguntas, Godfrey sigue decidido a seguir adelante con la cantera.

—No creo que haya ninguna razón para que no lo haga. Lo que es seguro es que en nuestro informe no habrá nada que se lo impida.

Barbara se quedó muy quieta, con la cuchara de la mermelada levantada sobre el bol. Miró a Anne con una expresión cercana a la desesperación.

—Entonces Neville Furness se habrá salido con la suya.

—Lo siento —repuso Anne—, pero no llego a entender qué gana Neville con todo esto. No sé por qué te afecta tanto. —Calló un momento—. Le tienes miedo, ¿no?

Barbara asintió, pero no dijo nada. Anne tenía ganas de sacudirla.

—¿Por qué?, por el amor de Dios.

—Por lo que le está haciendo a Godfrey.

—Eso dijiste la última vez que estuve aquí, pero no tiene sentido. Godfrey es el jefe. Tiene que haber algo que no me has contado.

Barbara la miró aturdida.

—Como quieras —replicó Anne mosqueada—. Al fin y al cabo no tiene nada que ver conmigo.

—No —declaró Barbara—. Tengo que decírselo a alguien.

Hubo un movimiento en el pasillo que Barbara debió de ver a través de la puerta de cristal esmerilado porque de pronto calló. Se abrió la puerta y entró Felicity. Se había quitado el uniforme de la escuela y llevaba unos pantalones cortos de color rosa y una camiseta también rosa. Era grandota para su edad y el conjunto no le favorecía.

—He venido a merendar —aclaró.

—Claro, cariño. Te lo pondré en una bandeja. Puedes merendar viendo la tele.

—Quiero merendar aquí contigo.

Las manos de Barbara, que sostenían la bandeja, empezaron a temblar.

—Hoy no, hija. Quiero hablar con mi amiga.

—¿Por qué no puedo hablar yo también?

—Claro que puedes —afirmó Barbara. Anne pensó que estaba demostrando un notable dominio de sí misma—. Pero hoy no. Mira, yo misma te la llevaré al salón.

Se miraron un momento. Felicity se planteó si merecía la pena discutir, pero decidió que no. Frunció el ceño y salió detrás de su madre.

Cuando Barbara volvió a la cocina el impulso de confiar en Anne se le había pasado. Anne se preguntó irracionalmente si la niña ejercía una influencia maligna sobre ella. Sirvió el té, instó a Anne a que comiera, como si el estallido de antes no hubiera existido.

—Estabas hablando de Neville —dejó caer Anne—. No entiendo por qué está tan comprometido con el proyecto. ¿Qué espera sacar de todo esto?

—Dinero, por supuesto. Eso es evidente. Por eso dejó a los Fulwell, porque Godfrey le ofreció un incentivo económico. Se le compra con facilidad.

La respuesta le salió espontánea, pero Anne pensaba que tenía que haber algo más.

—¿Tanto necesita el dinero?

Barbara se mostró confundida por la pregunta.

—¿Sabías que está pensando dimitir de su cargo en Slateburn? —informó Anne.

Creía que a Barbara le complacería la información. ¿No quería arrancar a Godfrey de las garras de Neville? Pero, por lo visto, todavía la angustió más.

—¡No! ¿Adónde irá?

—Piensa volver a encargarse de la granja de Black Law.

—Godfrey no me lo ha dicho.

—Puede que Godfrey no lo sepa.

—¿Cómo te has enterado?

—Tenemos un amigo común —respondió Anne, después de una pausa.

Barbara se dejó llevar por el pánico.

—¿No le dirás a Neville que has estado aquí? ¿Qué te he invitado?

—Por supuesto que no.

Pero Barbara estaba histérica.

—Te he invitado porque quería preguntarte algo concreto. Ahora no sé si puedo, si eres amiga de Neville.

—No soy amiga de Neville.

Dios mío, pensó Anne. Sácame de aquí.

El sol se había movido y ya no entraba directamente en la cocina, pero ella se sentía como si llevara todo el día encerrada en aquella habitación.

—Puedo confiar en ti, ¿no?

—Claro que puedes.

Aparte de que me he acostado con tu marido y me acostaría con él mañana mismo si me diera la oportunidad.

—Vosotras tres…, trabajando juntas en el informe, viviendo juntas en la casita. Debíais de ser íntimas.

—No lo sé —respondió Anne despreocupada. No tenía ni idea de adónde se dirigía la conversación—. Cuando se vive y se trabaja tan encima unas de otras es importante conservar un poco de intimidad.

—Pero la chica que murió, ¿sabíais adónde iba y a quién veía?

—No necesariamente.

—¿Se vio alguna vez con Neville Furness?

—Que yo sepa, no. ¿Por qué?

Barbara no contestó.

—¿Qué estás diciendo? ¿Qué Grace y Neville tenían una relación?

A pesar de que había un lavavajillas bajo el mármol, Barbara se levantó y llenó el fregadero con agua caliente y jabonosa. Anne esperaba una respuesta, pero Barbara solo prestaba atención a las tazas y los platos.

Anne se puso detrás de ella.

—¿Sospechas que Neville Furness mató a Grace?

Barbara frotó el estropajo con fuerza por el interior de una taza. Aunque no podía estar más limpia, no la dejó en el escurridor. Se quedó quieta con espuma hasta los codos.

—Si tienes alguna prueba de que eso fue lo que pasó, debes ir a la Policía. La detective al mando del caso es una mujer, Vera Stanhope. Es muy comprensiva. Si quieres, te acompañaré.

¿Y cómo lo explicaré si Godfrey y yo acabamos juntos?, pensó.

—Barbara, ¿me estás escuchando?

Pero, si Barbara estaba escuchando, no respondía. Entró Felicity con su bandeja. Barbara se sacudió la espuma de las manos, se volvió de espaldas al fregadero y habló con su voz normal y maternal.

—¿Puedes acompañar a la señora Preece a la puerta? Tiene que irse y ya ves que estoy ocupada.

Anne no opuso ninguna resistencia. Esperaba no volver a ver a Barbara Waugh nunca más.