En el jardín de la Abadía, Anne estaba arrancando las malas hierbas. Llevaba pantalones cortos y estaba arrodillada sobre una toalla vieja doblada y solo se levantaba para estirarse y trasladarse al siguiente tramo de terreno. El sol le quemaba en la espalda y los hombros. Las malas hierbas salían con facilidad y podía sacudir la tierra arenosa antes de lanzar el zuzón a la carretilla.
Había contratado a un hombre del pueblo para que pasara por el jardín cada semana a regar y cortar el césped, pero se limitaba rigurosamente a hacer eso y las plantas habían prosperado en aquel abandono. El lugar tenía un aire tropical caótico. Había grandes flores y bajo la red que recogía la fruta habían madurado las bayas caídas de matorrales y cañas, así que, agachada en el parterre Anne olía a la vez a podrido y a perfume embriagador.
Y todo el tiempo tenía la sensación de que arrancar malas hierbas era un gesto inútil porque no se imaginaba viviendo en la Abadía dentro de doce meses. Jeremy, una vez solo, o bien dejaría que se convirtiera en una jungla, o bien invitaría a uno de sus amigos artistas de Londres para que diseñara un nuevo jardín. Se imaginaba que arrancarían todas las plantas y planificarían algo minimalista y oriental, con grava y estatuas raras.
Fue idea de Edie que se tomara un día libre. Anne tenía claro que si se entendía tan bien con Edie, aunque no le gustara reconocerlo, era porque eran de la misma generación. Estaban menos obsesionadas que los jóvenes, con todos sus principios.
Anna había confesado a Edie que la mera idea de dejar Baikie’s para volver a la vida de la Abadía con Jeremy le daba pánico. Por supuesto no le había hablado de Godfrey, pero ella ya se había imaginado algo sobre una aventura que había acabado mal.
—El problema es que en realidad no lo he pensado a conciencia —había dicho Anne—. Mientras estoy aquí olvido que fuera pasan cosas. Ya sé que tenemos que aguantar las rarezas de Vera, pero casi ha hecho que parezca que forma parte del trabajo. Todo el mundo trata de remover alrededor para encontrar las respuestas, ¿no? Pero ahora que tenemos fecha para marcharnos, no puedo retrasar mucho tiempo más las decisiones.
—¿Por qué no te tomas un día libre —le había dicho Edie entonces— y te vas a casa? Puede que te ayude a ver las cosas en perspectiva.
Anne había seguido el consejo, y mientras estaba agachada al sol arrancando el miscanto y la aguileña, intentaba desenredar el embrollo, más peliagudo, de cómo iba a pasar el resto de su vida.
—Tienes que decidir qué es lo que quieres realmente —le había dicho Edie.
Lo cual estaba muy bien si no fuera porque ella sabía que lo que quería era a Godfrey Waugh y todavía no tenía claro si este era o no un asesino.
A la hora de almorzar llegó Jeremy. Tenía intereses indefinidos en una tienda de antigüedades en Morpeth, y había ido, según él, a asegurarse de que el encargado valoraba de forma correcta el material nuevo. Este encargado era joven y guapo.
—¡Roland no tiene ni idea! —informó Jeremy. Se quedó en el camino de losas, con su camisa Ralph Lauren y su americana Saint Laurent, sudando un poco. Tenía que gritar porque no quería aventurarse en la hierba para no ensuciarse de barro los zapatos. Anne se negó a dejar de arrancar malas hierbas para ir a su lado. Había algo tranquilizador en el ritmo de agacharse y tirar y ver la tierra despejada frente a ella.
—Es un vendedor de primera, eso sí. Lo reconozco. Pero no sabe nada del período.
Anne se preguntó un momento de qué período estaría hablando, pero no se arriesgó a preguntar. A Jeremy le gustaba soltar discursos.
—No te lo vas a creer —siguió Jeremy, aleteando con los brazos, como si se autoparodiara—. Nos han invitado a una fiesta en Hall.
Esto la hizo parar. Se levantó, sintió un tirón en los músculos de los hombros y un cosquilleo donde el sol le calentaba las pantorrillas.
—¿Qué clase de fiesta?
—Oh, nada muy formal. Nada demasiado elegante, quiero decir. Creo que irá todo el mundo y su perro. Es una celebración de cumpleaños para el hijo pequeño. Pero Livvy Fulwell vino personalmente a invitarnos.
—Menudo esnob estás hecho, Jeremy —dijo.
—Querida —aseguró él—, no puedo evitarlo. ¿Vas a parar y entrar a casa a comer?
—Si quieres…
—Me muero de ganas de que dejes ese trabajo horroroso en las colinas. ¿No será maravilloso cuando todo vuelva a la normalidad? —Anne percibió la ansiedad en su voz y pensó que quizá Jeremy también sintiera pánico. No era estúpido y detestaba los cambios y contratiempos. Era un hombre bueno y divertido y supo que lo iba a echar de menos. Pero no podía quedarse.
—¿Qué vamos a comer? —Tampoco podía afrontar una pelea en aquel momento por lo que comerían. Era su día libre.
—¡Oh, santo cielo! —Estaba disgustado—. Se me ha olvidado. Quería haber comprado algo al volver.
—Vayamos al pub —propuso Anne, y sonrió cuando Jeremy hizo una mueca. El pudin de puerros casero o la salchicha gigante con patatas no eran lo suyo. No se sentía a gusto con los bebedores de mediodía.
—Oh, cielo santo —repitió—. De acuerdo. Si no hay más remedio. Pero que conste que lo hago por ti.
En casa la siguió hasta arriba, esperó en su habitación, gritando a través de la puerta mientras ella se duchaba. Esto es lo que debe de ser, pensó, tener un niño enmadrado que te sigue a todas partes. Lo oyó a intervalos, a través del ruido del agua. Al principio le pareció que hablaba de la fiesta de los Fulwell otra vez. La idea de estar invitado en Hall le encantaba.
—Supongo que tendremos que llevar un regalo —le pareció entender.
Pero cuando salió, envuelta en una toalla, se dio cuenta de que hablaba de otra cosa.
—¿La llamarás? No me apetece darle más largas.
—¿Llamar a quién?
—A la mujer que intenta hablar contigo. Te lo acabo de decir.
Estaba sentada ante el tocador frotándose el pelo con la toalla. El sol lo había vuelto quebradizo y tenía que teñirse la raíz.
—No te he oído.
—Vaya, Jeremy, hablando solo —dijo él. Estaba sentado en la cama detrás de ella. Anne vio su reflejo en el espejo del tocador, abatido pero intentando disimularlo.
—Perdona. ¿Me lo puedes repetir?
—Ha llamado una mujer varias veces preguntando por ti. Estaba convencida de que podía pasarte un mensaje. No me apetecía decirle que últimamente apenas te veo.
—Perdona —repitió ella para mantener la paz. Pensaba: ¿Qué derecho tiene a hacerme sentir culpable? Si siempre está en Londres. Viendo que seguía poniendo morros, preguntó—: ¿Cómo se llamaba?
—Barbara no sé qué. Dijo que tenías su número.
—¿Waugh? —preguntó ella—. ¿Barbara Waugh?
—Eso.
—¿Qué quería?
—Ah, no me lo dijo. Pensé que serían cosas de mujeres. ¿La llamarás antes de irte a dar paladas a las colinas?
—La llamaré, pero primero quiero comer.
Él hizo una mueca.
—Pues venga. Acabemos de una vez.
Anne estuvo a punto de llevarlo a la barra donde Lance, el joven mecánico de la estación de servicio, estaría comiendo jamón cocido y bocadillos de pudin de guisantes con las manos grasientas. Una máquina de discos con música rock intentaba competir con Sky TV. Pero lo llevó al comedor. Había solo dos clientes más en la sala, sentados a una mesa en un rincón. Al principio estaban tan enfrascados en la conversación que no vieron entrar a Anne y a Jeremy. En cambio, Anne los vio enseguida. Eran Godfrey Waugh y Neville Furness. Godfrey le daba la espalda, pero ella lo reconoció por la americana de sport de cheviot gris que llevaba cuando intentaba vestir informal, y por el pelo que le clareaba. Tenía un vaso de zumo de naranja intacto junto al codo. Neville tomaba cerveza y, cuando alzó la cabeza para levantar el vaso, la vio.
Debió de decirle algo a Godfrey porque, aunque no se volvió, se terminó el zumo de un trago y se levantó. Anne se preguntó qué estarían haciendo allí. ¿Tal vez otra reunión con el grupo de oposición, otra concesión, otro soborno? Neville la saludó con la cabeza al pasar, pero Godfrey, mirando al frente, evitó sus ojos.
Jeremy estaba manoseando la carta y no dio muestras de haberse fijado en esos hombres.
—Pídeme una hamburguesa —dijo Anne—. Voy al servicio.
Alcanzó a Godfrey en el aparcamiento. Estaba con las llaves en la mano junto a su BMW blanco. Quizá quería que lo alcanzara, había sido deliberadamente lento, porque Neville ya se alejaba con su coche. Pero ella pensó, al ver que miraba por el espejo lateral antes de salir a la carretera, que la había visto.
—No puedo soportarlo —manifestó—. ¿Qué tengo que hacer?
—Nada.
—¿Me estás diciendo que hemos terminado?
—No —aseguró él—. No. Confía en mí. No falta mucho.
—¿Cuándo te veré?
—Pronto. —Le tocó la cara, la acarició la frente y bajó por la mejilla hasta la barbilla. Ella sintió la piel áspera de su pulgar y las puntas de los dedos—. ¿Esperarás?
—No tengo muchas alternativas, caray. —Para mantener un poco de orgullo se volvió antes que él y entró en el pub.
Los gin-tonics estaban en la barra, y el hielo ya empezaba a fundirse en el vaso.
—¿Va todo bien? —preguntó Jeremy.
Debía de estar pálida. Se sentía débil y temblorosa.
—Creo que me ha dado demasiado el sol.
Cuando volvió a la Abadía, varios gin-tonics después, Jeremy insistió en que llamara a Barbara Waugh y Anne no tenía energía para resistirse. Por lo menos, pensó, sé que Godfrey no está en casa. Una niña contestó al teléfono. Anne se quedó desconcertada un instante. Nunca sabía muy bien cómo hablar a los niños.
—¿Puedo hablar con tu madre? —Se dio cuenta de que había sido brusca y grosera.
—¿De parte de quién? —Fue como si la niña hubiera aprendido a articular las palabras en una clase de elocución.
Cuando Barbara se puso estaba sin aliento. A lo mejor temía que Anne colgara antes de que consiguiera hablar con ella.
—Estaba en el jardín. Hace un día tan hermoso. Siento mucho haber molestado a tu marido con mis llamadas. Debe de pensar que estoy loca.
—Nada de eso.
—Me gustaría que nos viéramos. —Se le quebró la voz y se disculpó de nuevo—. Lo siento pero no sé a quien más acudir.
—¿Por qué no? —La ginebra había vuelto imprudente a Anne.
—¿Te va bien el jueves? ¿Podrías venir hasta aquí? Si no te va bien, puedo acercarme yo.
Viniendo de Barbara, que no salía nunca, tenía que estar desesperada, pensó Anne.
—No. El jueves me va bien. Y nunca encontrarías Baikie’s. Iré yo a tu casa. Por la tarde.
—Qué bien. —Su alivio fue evidente—. Así conocerás a Felicity. Ven a tomar el té.
Al menos, pensó Anne, habrá tarta casera.