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Las casas de beneficencia estaban en el casco antiguo de Kimmerston y se llegaba a ellas a través de un callejón estrecho que salía de la calle principal. Estaban fotografiadas en postales de la ciudad y de vez en cuando algún turista se aventuraba hasta el patio para mirar. Eran edificios protegidos y, aunque no fuera práctico para las sillas de ruedas o los andadores, el suelo del patio estaba adoquinado.

Rachael y Anne llegaron a última hora de la tarde. Hacía mucho calor. A lo lejos se oía el zumbido del tráfico, pero en el patio no había nadie. No salía ningún ruido de las casas de piedra gris.

Entonces se abrió una puerta y apareció una mujer menuda de mediana edad. Llevaba una blusa y una chaqueta de rayas y sostenía un bolso negro brillante bajo la barbilla mientras intentaba, con ambas manos, tirar de la pesada puerta combada y cerrarla. Se apresuró sobre los adoquines, repiqueteando con los tacones de aguja.

—¡Disculpe! —gritó Anne.

La mujer se detuvo, se volvió y miró su reloj con cara de irritación.

—¿Sí?

—Buscamos a la encargada.

—La han encontrado, pero ahora no puedo entretenerme. Tengo reunión con los administradores y ya llego tarde.

—Queríamos hablar con Nancy Deakin.

—¿Qué desean de ella?

—Hablar, solo eso. No tiene muchas visitas, ¿no?

—No es culpa mía. —La encargada se puso a la defensiva—. Lo hemos intentado, pero no es nada sociable.

—¿Ha venido alguien a verla últimamente?

—No he visto a nadie y no me ha comentado nada. Pero tampoco me lo comentaría. Prueben, si quieren. Número cuatro. No se tomen el té. —Se volvió y siguió taconeando.

Había mucha luz en el patio y, al principio, cuando la puerta de la casita se abrió un poco, no distinguieron la figura en penumbra del interior.

—¿Señorita Deakin? —preguntó Anne—. ¿Nancy?

La puerta se cerró otra vez. Anne la golpeó con el puño.

—No sé si deberíamos irnos. —Rachael estaba incómoda. Se imaginaba a la gente mirándolas desde detrás de las cortinas de red que cubrían las ventanas. Anne siguió a lo suyo y golpeó otra vez la puerta.

—¡Somos amigas de Grace! —gritó—. Nancy, ¿me oye?

La puerta se abrió. Nancy Deakin era muy vieja y allí, dentro de aquella casa, con las ventanas de celosía y el tejado a dos aguas, parecía una bruja de cuento. Llevaba una falda larga de lana y una chaqueta negra con agujeros en los codos. Las miró con indignación, y después habló farfullando y tosiendo, de modo que ninguna de las dos mujeres pudo entenderla.

—¿Podemos pasar?

Anne Preece asumió la voz cantante. Rachael pensó que lo ocurrido en Baikie’s la había ablandado. Tiempo atrás se habría negado a hacer el trabajo sucio de Vera Stanhope, y en cambio estaba allí, con un pie interceptando la puerta para que la anciana no pudiera cerrarla otra vez.

Nancy metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una dentadura postiza enorme cubierta de pelusa negra. Se la metió en la boca y enseñó los dientes como un animal enjaulado.

—Acabo de decir que sí, ¿no?

Se volvió y las guio por un pasillo hasta una habitación pequeña y abarrotada, amueblada sin ningún concierto y llena de cachivaches. Parecía que durmiera y viviera en aquella habitación, aunque no había nada que indicara que la casa la compartiese con ningún otro ocupante. Un diván estrecho estaba tapado con una manta de cuadrados tejidos en diferentes colores. En una silla de mimbre desvencijada se acumulaba una pila de ropa y sobre ella un sombrero negro de fieltro. En la ventana, tapando casi por completo la luz, había una jaula sobre una peana. La puerta de la jaula estaba abierta y una cotorra azul voló sobre sus cabezas y fue a posarse en la repisa de la chimenea.

—Grace ha muerto —dijo la anciana, con más claridad.

Era como si hablar fuera algo a lo que tenía que acostumbrarse.

—Entonces lo sabía. —Anne se sentó en el diván—. Queríamos asegurarnos.

Nancy apartó la pila de ropa de la silla y se sentó. Se echó hacia atrás con los ojos entornados. Rachael se quedó un momento bajo el umbral la puerta, pero después, sintiéndose fuera de lugar, se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared.

—¿Qué quieren? —preguntó Nancy.

—Saber si estaba enterada. Pensamos que querría saberlo. Grace nos habló de usted.

—¿Cuándo?

—Trabajamos juntas. En los páramos de Black Law.

—Cerca de Hall, entonces.

—Eso es.

—No creo que la invitaran a la casa. No creo que su maldita alteza y su majestad Olivia le prepararan un té.

—No —contestó Anne—. Ni siquiera creo que supieran que estaba allí.

—El hurón siempre consigue a la rata si tiene el estómago vacío —manifestó Nancy, enigmática.

Anne y Rachael se miraron. La luz del sol entraba en ángulo a través de la ventana de celosía y se colaba entre los barrotes de la jaula, iluminando las motas de polvo flotantes, una telaraña en la chimenea vacía, los colores descoloridos de una manta hecha con retales.

—¿Cómo se enteró de que Grace había muerto? —preguntó Anne.

Hubo otro silencio. Nancy las miró, evaluándolas.

—Vino Ed a verme —contestó por fin—. Es el único de la familia que viene. El único al que dejaría entrar.

—La encargada ha dicho que no había recibido visitas últimamente.

—Uf. ¡Qué sabrá esa! De dinero y reuniones sí que sabe. En eso consiste su trabajo. Y en perseguir a su novio.

—¿Y Grace? ¿Venía ella a visitarla?

—Ha estado fuera mucho tiempo. Universidad, excursiones. A veces Ed la traía.

—¿Últimamente?

La mujer sacudió la cabeza con enfado.

—Ni lo esperaba. Era joven. Tenía su propia vida. Pero siempre me escribía. Estuviera donde estuviera, me mandaba cartas. Y Edmund las leía cuando venía a visitarme. Tengo mal la vista, ya no puedo leer.

Las miró con furia, desafiándolas a que contradijeran su explicación.

—¿Guarda las cartas?

—¿Por qué?

—Grace era amiga nuestra. No tenemos casi ningún recuerdo. Si nos dejara las cartas unos días… Sería como hablar con ella. Como hacerla regresar.

—No tiro casi nada —concedió la mujer.

—¿Y nos dejaría verlas?

—No lo sé. Me lo pensaré.

Apretó los dientes de una forma rara y las miró, consciente de que ellas estaban frustradas por su indecisión, y desafió a Anne para que insistiera. Sin embargo, Anne preguntó:

—¿Cuándo vino el señor Fulwell a decirle que Grace había muerto?

—El día después de que ocurriera. Me dijo que no quería que me enterara por las noticias, aunque tampoco me habría enterado porque siempre apago la radio cuando empiezan. Solo me gustan las canciones antiguas. Pero fue un detalle. Siempre ha sido así. No tiene coche, o sea, que lo trajo su amigo.

—¿Qué amigo? ¿El señor Owen?

—No lo sé, no lo vi. No lo invité a entrar. Solo a Ed.

—¿Vio el coche?

—Desde aquí no se ve.

Era cierto, porque por la ventana solo veían el patio y a un anciano descalzo que había sacado una silla de cocina para sentarse al sol.

—¿Edmund le dio detalles sobre lo ocurrido?

Nancy respiró fuerte por la nariz, arrugando los labios por encima de las encías.

—Por supuesto que no. Estaba triste y no le pregunté.

—¿Tiene alguna idea?

—¿Qué quiere decir?

—¿Sobre quién podría haberla matado?

—No… —Vaciló, pero decidió no continuar.

—¿Cómo estaba Edmund cuando estuvo aquí?

—¿Usted qué cree? —Hizo otra pausa—. Estaba enfadado.

—¿Creía saber quién la había estrangulado?

—Tendrá que preguntárselo a él. Aunque no sea asunto suyo.

Levantó un dedo largo para que la cotorra se posara en él. Anne se inclinó para tocarla.

—¿Podemos ver las cartas? —preguntó.

—No. —La voz de Nancy fue firme.

—Nos gustaría saber más cosas de ella.

—¿Por qué?

—Ya se lo he dicho, éramos amigas. La echamos de menos, y son un relato valioso de su vida.

—Están en una caja arriba. Últimamente me cuesta subir las escaleras.

—Iré a por ellas. —Anne se levantó del diván.

—No. —Con una agilidad sorprendente Nancy se levantó y se movió hacia la puerta para cortarle el paso—. No quiero que husmee entre mis cosas. Espere aquí. Iré a buscarlas.

La oyeron hacer ruido en la habitación de arriba. Parecía que hablara sola en murmullos. Entonces una puerta se cerró y oyeron que bajaba la escalera con dificultad. Fueron al pasillo a esperarla. En la mano no llevaba un fajo de cartas, solo un sobre blanco.

—Es la única que he encontrado. —Sonrió para que supieran que mentía.

—Es muy amable. —Anne alcanzó la carta y añadió—: ¿Sabe dónde está Edmund Fulwell?

—En casa, supongo.

—No. Hace días que no lo ve nadie.

—Siempre ha sido un poco salvaje.

—Si sabe algo de él —comentó Anne—, debería comunicárselo a la Policía. Están preocupados.

—No es necesario preocuparse. Sabe cuidarse solo.

Abrió la puerta de la calle para que salieran. Arriba se oyó algo que se movía, un ruido. Se quedaron quietas, sobresaltadas, y miraron hacia la escalera en penumbra. Desde la oscuridad la cotorra voló sobre la barandilla hacia ellas. Voló en círculos como si quisiera escapar por la puerta abierta, pero acabó posándose en el hombro de Nancy. Ella le acarició el pico y el pájaro arrulló.