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Aquella noche Edie se quedó en Kimmerston. Quería asistir a una reunión de un grupo de presión educativa del que formaba parte y para el que, por supuesto, se consideraba a sí misma indispensable. Rachael pensaba que el aislamiento de Baikie’s la había deprimido. Edie disfrutaba con las llamadas constantes, las amigas que se presentaban para llorar en su hombro o para llevarla a Newcastle a disfrutar de un poco de cultura. Anne se había prestado de vez en cuando a hablar de una obra de teatro o de una película, pero su contribución a menudo se limitaba a un comentario sobre la anatomía del protagonista masculino.

En la cocina de Riverside Terrace, Edie preparó algo de comer e intentó convencerla de que se quedara con ella. Rachael rechazó la oferta. Había ido con su coche precisamente para poder volver, y no quería dejar sola a Anne.

—Pero irás con cuidado, ¿verdad cariño?

Rachael no contestó. La cabeza de Edie ya estaba en otra parte, preparando su discurso, y nunca se había preocupado demasiado por la seguridad física de Rachael. Mientras otros padres insistían en la necesidad de regresar de forma segura de las fiestas, Edie estaba en sus propias fiestas, dando por hecho que Rachael sabría cómo volver sola a casa. Edie se preocupaba por cosas más complicadas: relaciones, angustias, cómo se sentía su hija.

Sin embargo, aquel día, al despedir a Rachael desde lo alto de los escalones, Edie repitió su recomendación.

—Lo digo en serio. No te pares por nada y ten las puertas del coche cerradas. Y cuando llegues a la casa, asegúrate también de que está todo bien cerrado.

Así que, de repente, Rachael fue del todo consciente de un peligro que no se había planteado. El hecho de que hasta Edie estuviera preocupada significaba que debía tener especial cuidado. Debido al nerviosismo, se detuvo a echar gasolina en la calle principal, a pesar de que todavía tenía un cuarto de depósito lleno, suficiente para ir y volver de Baikie’s varias veces. Cuando intentó poner el coche en marcha de nuevo, no arrancaba. El motor de arranque llevaba meses fallando, pero no había tenido ni tiempo ni dinero para arreglarlo. Normalmente solo hacía falta hacer presión sobre el capó para inclinar el coche y desbloquearlo, pero aquella vez, a pesar de que ella y la mujer de la gasolinera lo sacudieron y balancearon, no hubo manera. Y, como era de esperar, la asistencia en carretera tardó horas en llegar, a pesar de que insistió en que era una mujer y estaba sola.

Mientras esperaba, llamó a Black Law y avisó a Joe Ashworth de que llegaría tarde. Que no se preocuparan. Y si llamaba Edie, que le explicaran lo que había pasado.

—Iba a irme ya a casa —dijo él—. Un agente se queda para vigilar a la señora Preece. Y la inspectora también está por aquí. Pero, si lo prefiere, me espero a que llegue para acompañarla por el camino.

Estuvo a punto de aceptar. Pero pensó en su esposa, que lo estaría esperando. Le habría preparado la comida. Quizá incluso había mantenido despierto al niño para que Joe lo bañara. Y recordó la noche de la muerte de Bella, cuando lo conoció. Estaba asombrado del trabajo que hacía, atónito porque una mujer pudiera sobrevivir sola en las colinas. No podía ir pidiendo escoltas después de haberle dejado claro ese punto.

—Nooo —aseguró—. Por supuesto que no. Además, no sé cuánto tardaré.

Era pleno verano en Northumberland y todavía había luz a las diez de la noche; se sentó fuera de la gasolinera y se abrió una lata de coca-cola mientras esperaba. Cuando tuvo el coche arreglado y una vez había cruzado la nueva verja de acero de entrada, era medianoche y estaba oscuro. Al bajar del coche para abrir la verja, dejó el motor en marcha, e incluso así se aturulló con el pestillo con las prisas de abrirla, pues temía que el coche se calara.

La batería debía de estar baja porque los faros no parecían iluminar bien. Al principio intentó conducir lo más rápido que pudo, pero tuvo que reducir la velocidad porque daba contra los márgenes del camino y el tubo de escape golpeaba con las raíces más grandes.

Una oveja apareció en el camino frente a ella y tuvo que frenar de golpe. Se quedó un momento petrificada, mirando la cara bondadosa y pasmada del animal, antes de tomar conciencia de lo que estaba viendo.

Esto es una locura, se dijo. Tranquila. Calma. Piensa en otra cosa.

Así que intentó concentrarse en lo que Edie y ella habían hecho ese día. No era demasiado tarde para tomar clases de equitación. No iba a dejar de hacerlo solo porque fuera la clase de actividad que una madre convencional animara a hacer a su hija. Y pensó en Charles Noble, que también amaba a los animales cuando era niño, tanto que había querido ser veterinario. En cambio, lo habían obligado a ver cómo se llevaban a terneros y ovejas en camiones para convertirlos en carne. La muerte de su padre lo había salvado de todo aquello. Le había dado la oportunidad de comprar los establos. Charles Noble tenía más motivos para matar a su padre que Bella.

La excitó tanto esta nueva idea, estaba tan ilusionada imaginando cómo deslumbraría a Edie con ella, que cuando vio unos faros surgiendo de un campo despejado y dirigiéndose hacia la puerta del copiloto de su coche, no se asustó. Solo pensó: ¿Quién más estará dando vueltas por aquí a estas horas de la noche?

Un segundo más tarde puso en marcha su cerebro y empezó a analizar lo que estaba pasando. El vehículo iba hacia ella por la pista forestal, la misma en la que se había metido por error el primer día que llegó a Black Law aquella temporada. Sabía que se estrechaba en un sendero y que, por lo tanto, el coche tenía que haber estado estacionado allí. No podía tratarse de un excursionista que había dejado el coche allí aparcado mientras pasaba el día en las colinas. No a aquellas horas de la noche. ¿Alguien había estado al acecho, sentado en el coche, esperando a que aparecieran sus faros entre los árboles? ¿O esperaban tener el sitio para ellos solos y estaban más sorprendidos de verla acercarse que ella de verlos a ellos?

Llegó al cruce antes que el otro vehículo y miró por el retrovisor para ver qué dirección había tomado. Si lo conducían unos chicos de las granjas en una salida ilícita con el todoterreno de sus padres, o unos amantes que querían besuquearse bajo la luz de la luna, giraría hacia la carretera principal y la ciudad. Pero el coche giró hacia el otro lado y empezó a seguirla.

Bueno, tranquila, se dijo. Todavía no hay por que ponerse nerviosa. Tiene que ser uno de los policías, que ha salido a hacer una ronda. O Joe Ashworth ha mandado a alguien para que me vigile. Intentó reducir la marcha. Estaba casi en Black Law. Se acercaba al vado. Si cruzaba a esa velocidad por el agua inundaría el motor, el coche se calaría y quedaría como una idiota. Pero el coche de detrás aceleró. El conductor había puesto las luces largas y cuando Rachael miró por el retrovisor se deslumbró. No podía ver a la persona que conducía ni ningún detalle del vehículo.

Estaba casi en el vado cuando el coche la golpeó. El cuello se le sacudió hacia atrás y estuvo a punto de perder el control del volante. Instintivamente, apretó a fondo el acelerador para alejarse. El coche aceleró bajando por el margen hacia el río y golpeó el agua con el capó como en una zambullida. El agua salpicó el parabrisas; Rachael no podía ver nada. El motor siseó, echó vapor y se caló. Rachael giró la llave en el contacto, pero no arrancó. Oía el arroyo arremolinándose alrededor de ella y a lo lejos el ronroneo del otro coche en punto muerto.

Estiró el cuello para mirar atrás, esperando todo el rato sentir el impacto de otro golpe. No podía ver nada, salvo las duras luces blancas de los faros. Volvió a girar la llave en el contacto, pero el motor estaba ahogado.

Le vino a la cabeza algo absurdo: la imagen del asistente de vuelo de un avión en el que fue a Estados Unidos. Estaba de pie en la parte delantera del avión, mostrando, con una elaborada pantomima, la posición de impacto. Apoyó con fuerza los pies en el suelo del coche por donde el agua ya había comenzado a colocarse, y se inclinó hacia delante protegiéndose la cabeza con los brazos. De repente, oyó el rugido del motor del otro coche detrás de ella. Era potente como un reactor.

No pasó nada.

El ruido del motor fue a más, pero en lugar de lanzarse hacia adelante para chocar contra el coche de Rachael chirrió para dar marcha atrás. En aquel punto, la pista era ancha. Había un lugar donde los vehículos podían dar la vuelta si el vado estaba demasiado profundo para cruzarlo. El coche retrocedió hasta allí y se alejó a toda velocidad. Rachael oyó cómo desaparecía a lo lejos. Entonces todo quedó en silencio, solo se oía el agua chocando contra las ruedas. Sentada en la misma posición, con los brazos sobre la cabeza, empezó a temblar.

Estuvo veinte minutos así hasta que aceptó que tendría que volver a la casa a pie. Giró y giró la llave del contacto, pero el coche no arrancaba. Tenía los pies mojados y estaba helada. Podía barajar tres opciones: esperar hasta que se hiciera de día y Joe Ashworth o uno de sus compañeros pasara por allí, esperar que Vera Stanhope estuviera despierta y mandara una orden de búsqueda, o arriesgarse a caminar. Sabía que era peligroso. El coche había retrocedido por el camino, pero podía haber aparcado en otra pista forestal y el conductor podía haber vuelto a pie.

Lo que finalmente la empujó a hacer algo fue la urgencia de hacer pis. No pensaba quedarse allí toda la noche y mearse encima. Abrió la puerta del coche y salió, vadeando contra la corriente. La luna, en forma de hoz, daba un poco de luz. Miró una vez atrás, hacia el camino, pero no vio ninguna sombra ni oyó pasos. No quería que la inspectora la viera en aquel estado, pero fue incapaz de recorrer los últimos metros hasta la casa. No podía afrontar pasar por delante del granero abierto donde había encontrado a Bella. Golpeó la puerta de la cocina de la casa de la granja y, al ver que no se abría, la empujó y cayó casi de bruces dentro.

Vera Stanhope estaba sentada en la mecedora donde Bella solía sentarse a descansar. Había una lata de cerveza en la mesa de al lado. Leía un montón de papeles. Llevaba gafas, que Rachael no le había visto nunca puestas, con una cadena colgada al cuello. Además del bolígrafo que sostenía entre los dedos como si fuera un cigarrillo, tenía un lápiz encajado detrás de la oreja.

¿Por qué no se va ningún día a casa?, pensó Rachael. ¿Es que no le gusta?

Y se echó a llorar. Vera se levantó, alcanzó una chaqueta de lana que estaba doblada sobre el respaldo de la silla de la cocina, y se la puso cuidadosamente a Rachael sobre los hombros.