Mientras Vera tomaba el sol, Rachael estaba en la casa de Black Law intentando convencer a Joe Ashworth de que el suicidio de Bella y el asesinato de Grace estaban relacionados. El sargento fue educado, pero se mantuvo escéptico.
—La inspectora no cree que valga la pena seguir esa línea de investigación —informó. Preparó té y le ofreció galletas de chocolate, pero se mantuvo firme—. Ahora que la conoce, ya se habrá dado cuenta de que no es fácil hacerla cambiar de opinión.
—De acuerdo —intervino Rachael—. Pongamos que no tiene nada que ver con el asesinato, pero que a Bella la amenazaron antes de morir. Chantaje. Se encontró con alguien que la reconoció o alguien de la cantera descubrió su condena por homicidio y la presionó. Sería un caso criminal, ¿no?
—Podría serlo, pero no tenemos ninguna prueba. No hay denuncia. No es asunto nuestro.
—Pero podría serlo, ¿no? —preguntó Edie—. Quiero decir que, si sentimos curiosidad por lo que le ocurrió, podríamos hacer preguntas. La inspectora Stanhope no se opondría.
—No le gustaría.
—No nos entrometeríamos en su investigación. Y de todos modos, ella ha abandonado esa opción.
—¡Dios mío! —exclamó él—, protégeme de las mujeres decididas.
Ese era todo el estímulo que necesitaban para localizar al hermano pequeño de Bella, el chico que había pasado directamente de la escuela a la cadena de carnicerías de su padre. Por lo visto, el imperio de la carne de Alfred Noble se había hundido porque no quedaba ninguna carnicería con ese nombre en Kimmerston. Solo quedaba un carnicero: una tienda elegante con una gran sección de charcutería que servía a los visitantes de las casas de veraneo del Parque Nacional. El propietario recordaba a los Noble.
—Habían tenido tres tiendas. Debían de valer una fortuna.
—¿El negocio se hundió?
—No, lo vendió a tiempo. Antes de que construyeran el supermercado y la gente empezara a tener ideas caprichosas sobre frutos secos y brotes de soja. Debió de ser después de que muriera el padre.
—¿Quién vendió?
—El hijo, Charlie. —El carnicero se volvió para servir un cuarto de hueso de jamón y un trozo de paté de Bruselas a una mujer bien vestida, con acento del sur. La estaba convenciendo de la calidad de sus salchichas caseras y Edie tuvo que gritar para llamar su atención.
—¿Sabe dónde podemos encontrar al hijo?
Rachael se estremeció, pero él completó la transacción y contestó.
—Él y su mujer llevan los establos que hay a la salida de la ciudad, en la carretera de Langholme. Los compró hace años con los beneficios de la venta. —Miró su establecimiento, vacío otra vez de clientes—. Fue lo más sensato que podía hacer. ¿Saben de dónde les hablo?
Lo sabían de sobra. Estaba un poco apartado de la carretera, en un valle del río rodeado de bosques antiguos. Pasaban por delante cada vez que volvían a Baikie’s.
Llegaron a los establos a última hora de la tarde. El lugar estaba repleto de chicas preadolescentes que acababan de salir de la escuela. Parecían estar por todas partes: cargando balas de paja, empujando carretillas de estiércol, encaramándose a las puertas de las cuadras para acariciar las cabezas de los caballos.
—Siempre quise montar —dijo Rachael—. No me dejabas.
—Nunca pensé que fuera para ti. —Edie se mostró despectiva—. Niñas bonitas con sus pantalones de montar y sus competiciones de salto y sus madres prepotentes. —Echó un vistazo a los Range Rover del aparcamiento—. No parece que haya cambiado mucho.
Me habría encantado, pensó Rachael. No me habría importado el esnobismo ni llevar una ropa peor que la suya.
Las niñas rodearon a la monitora, exigiendo sus caballos preferidos. Era una mujer joven y grandota que llevaba una camiseta holgada. Gritó algunos nombres y las niñas se dispersaron. Rachael cruzó el patio para verlas ensillar mientras Edie se aproximaba a la monitora.
—Buscamos al señor Noble.
—¿Puedo ayudarles? Si quieren reservar clases…
—No. —Edie se rio para que quedara claro que era una idea absurda—. No, es un asunto personal.
—Oh. —Sin duda habían instruido a la mujer para que mantuviera alejados a los clientes del jefe y seguía mostrándose reticente—. Seguro que está en casa. Sé que su hija está ahí.
La casa era de piedra, larga y baja, cercana al río, separada de la carretera por un gran picadero cubierto y una hilera de establos en bovedilla. Delante había un patio de adoquines con un BMW aparcado. Una chica de unos dieciocho años abrió la puerta. Llevaba gafas y un ejemplar de Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, en una mano. Habló con la brusquedad de muchos adolescentes.
—¿Sí?
—¿Podríamos hablar con tu padre, por favor?
—Si es por algo de montar tienen que hablar con Andrea; está en el patio.
—No —repuso Edie—. No se trata de montar. —Habló con amabilidad. Se había pasado la vida con adolescentes maleducados y no pensaba permitir que aquella la sacara de quicio—. Si está ocupado, podemos hablar con tu madre.
—Uf, no querrá verlas. Tiene invitados a cenar esta noche y está encerrada en la cocina.
—Entonces con tu padre.
—Creo que está en el estudio. Iré a ver.
La vieron desaparecer en la penumbra, golpear una puerta y gritar.
—Papá, hay dos mujeres que quieren verte. Creo que venden algo o son testigos de Jehová.
Era moreno y de rasgos angulosos. Rachael percibió su parecido con Bella, pero él era más larguirucho y tenía la cara más delgada. Se esperaba a un hombre atlético y tostado por el sol, pero más bien parecía un profesor despistado.
—¿Sí? —Estaba enfadado por la interrupción, aunque fue algo menos grosero que su hija.
—No vendemos nada, señor Noble. Y no intentaremos convertirlo. Me llamo Edie Lambert. Esta es mi hija, Rachael. Era amiga de su hermana.
—Tiene que ser un error. No tengo ninguna hermana. —Empezó a cerrar la puerta.
—Ya no, señor Noble —expuso Edie con amabilidad—. Pero la tenía hasta hace poco.
—¿Qué está diciendo?
—No somos periodistas, señor Noble. Como he dicho, Rachael era amiga de Bella.
Pareció que tomaba una decisión.
—No quiero hablar aquí —dijo en voz baja—. Esperen fuera. —Volvió a entrar en la casa y lo oyeron gritar—: ¡Lucy, dile a tu madre que han llegado los de la Junta de Turismo! Los llevo a ver las casas.
Al otro lado del patio de adoquines había un establo más viejo, de piedra gris y de una sola planta. Había señales de reformas recientes. Un montón de latas de pintura fuera. Un pequeño contenedor de basura. Las guio hacia la construcción charlando como si fueran quienes había dicho que eran.
—Hacía tiempo que queríamos ampliar. En verano vienen muchos turistas, principiantes que quieren dar un paseo por las colinas, incluso excursiones de un día. Pensamos que estaría bien ofrecer también un servicio de alojamiento completo. Hemos conseguido el capital para reformar este edificio. —Se paró delante de la puerta, aún dividida en dos como las de los establos—. Aquí es donde empezamos. Entonces no teníamos ni oficina ni picadero cubierto. Nos ha llevado años hacer crecer la empresa hasta este punto.
Las llevó a una cocina con el suelo de baldosas de cerámica, separado del espacio de salón por una barra de desayuno de roble.
—Tiene buen gusto —observó Edie.
—Hay cuatro viviendas completas. —Cualquiera diría que se creía su propia ficción.
—¿Cuándo vio a Bella por última vez? —preguntó Edie.
—El día antes de que matara a mi padre.
—¿No el mismo día?
—No, no la vi antes de ir a trabajar. No soportaba desayunar con mi padre. Todavía tengo pesadillas con aquellas comidas familiares. —Calló un momento—. No culpo a Bella. No me malinterpreten. De haber pasado todo el día con él, yo también lo habría matado.
—Pero ¿no asistió al juicio?
—Tenía que asistir. Era un testigo.
—¿De la fiscalía?
—¡No me presenté voluntario! Supongo que podría haberme negado, pero solo tenía diecinueve años. Hice lo que me dijeron, pero al final no me necesitaron. Cambiaron la acusación de asesinato por homicidio y Bella se declaró culpable. —Hizo una pausa—. Fui a visitarla al hospital de seguridad donde la recluyeron, pero no quiso recibirme. Quizá pensó que la había traicionado aceptando testificar para la fiscalía. Tuve que marcharme sin verla. —Cruzó el salón y se sentó, haciendo un gesto a las mujeres para que lo imitaran—. ¿Bella está muerta? ¿Es lo que quería decir antes?
—Sí —afirmó Edie—. ¿No lo sabía?
—Ya se lo he dicho. No he sabido nada más de ella. No contestaba a mis cartas y al final dejé de escribir. Que yo sepa seguía en el hospital, pero si hubiera muerto allí supongo que me habrían informado. Constaba en todos los documentos como el familiar más cercano.
—Salió del hospital hace más de diez años. Se casó con un granjero: Dougie Furness de Black Law.
—¿Vivía en la granja de Black Law? —Soltó una risita triste—. Guío excursiones por los alrededores todos los veranos. Puede que incluso la haya visto desde lejos. Tenía que odiarme mucho para no ponerse en contacto conmigo. Sabía dónde vivía. Le escribí para decírselo cuando compré los establos.
—Creo que solo quería comenzar de nuevo. Una nueva vida, una nueva identidad.
—Supongo que puedo entenderlo. A veces me dan ganas de salir huyendo. —Sonrió—. Todo este dinero y estas inversiones me asustan. Mi mujer es la empresaria, aunque si la conocieran no se lo creerían.
—Pero usted empezó con los establos poco después de la muerte de su padre. Entonces su mujer no tenía nada que ver.
—Entonces no me parecía que fuera una empresa. Me gustaban los caballos y compré los establos. Nada más.
—¿Por qué vendió las carnicerías?
—Odiaba ser carnicero. —Charles Noble miraba por la pequeña ventana hacia el río—. Mi padre sabía que lo detestaba. Quería seguir estudiando. Soñaba con ser veterinario. Envidiaba a Bella por haberse marchado.
—Pero entonces volvió.
—Sí. Pobre Bella.
—Según parece, usted también odiaba a su padre.
—Oh, claro que sí —confesó Charles—. Lo odié toda mi vida.
Se oyó ruido de cascos en los adoquines y pasó Andrea guiando a un grupo de niñas a caballo.
—Una semana después del juicio vino a verme un carnicero de la comarca y me hizo una oferta por las carnicerías y el matadero. No estaba interesado en mantener en funcionamiento el negocio. Tenía un proyecto para la propiedad y la tierra. Seguro que podría haber sacado más, pero firmé enseguida. —Charles hizo una pausa—. Derribó el matadero y construyó el edificio de oficinas junto al río. Quizá amasó una fortuna con los años, pero me pagó lo suficiente para comprar esto, y era lo único que quería.
—¿La empresa era suya y por eso podía venderla?
—Mi padre me la dejó, si se refiere a eso. Había un testamento. Y yo era socio minoritario. Al viejo no le habría gustado, pero era legal.
—¿Y Bella, qué?
—No tenía nada que ver con la empresa, pero puse los beneficios de la venta de la casa de mi padre en una cuenta separada a su nombre. Ella lo sabía. Le escribí para contárselo.
—¿Utilizó el dinero?
—No, sigue allí.
—¿Nunca tuvo la tentación de utilizarlo?
El hombre pestañeó, ofendido.
—Por supuesto que no. Esperaba que algún día se pusiera en contacto conmigo.
—Su marido está inválido. Necesita atención constante.
—Pues quizá pueda ayudar en eso. —Se lo pensó y pareció complacido—. Debí haberme esforzado más para convencer a Bella de vernos, pero era muy joven. Todo el asunto de mi padre fue espantoso. No solo su muerte, eso ya he dicho que podía entenderlo, sino lo que vino después. Me sentía acosado. Fuera donde fuera había alguien hablando de ello. Creo que me convertí en un solitario. Los caballos eran menos complicados.
»Entonces me casé y Louise, mi esposa, pensó que sería una locura intentar retomar el contacto con Bella. Le hablé del caso, pero no creo que entendiera por qué había acabado así. Ella pensó que para qué involucrarse en ese momento cuando la gente ya se había olvidado. Bella podía encontrarme si quería.
—¿Y no intentó comunicarse con usted recientemente?
—No, ojalá lo hubiera hecho.
—Si hubiera intentado comunicarse con usted a través de su esposa, ¿Louise le habría transmitido el mensaje?
—Claro. —Pero a pesar de la respuesta no parecía seguro—. ¿A qué vienen estas preguntas?
—Bella se suicidó, señor Noble. Creemos que algo la perturbó. En la granja de Black Law nadie sabía nada de la condena por homicidio. Vivía con un nombre nuevo cuando conoció a Dougie Furness. Se nos ocurrió que alguien podría haber descubierto su secreto y haberla amenazado con hacerlo público.
—¿Y por eso se suicidó?
—Creemos que es una posibilidad.
—Yo no le haría una cosa así.
—Sé que no lo haría. Pero ¿se le ocurre alguien de aquella época que haya vuelto a aparecer de repente por la comarca? Un amigo de Bella. Alguien que pudiera reconocerla.
Sacudió la cabeza.
—¿No le ha hablado de Bella a nadie?
—La verdad es que ya no pienso tan a menudo en ella. —Las miró por encima de los gruesos cristales de sus gafas, implorando comprensión—. Qué mal suena.
—¿Y su esposa? ¿Podría haberlo comentado con alguna de sus amigas?
—No creo que sea la clase de asunto del que se habla en las reuniones matinales de las Damas Conservadoras.
—¿Si recuerda algo que pudiera ayudarnos sería tan amable de llamarme? —propuso Edie—. Este es el teléfono de mi casa. No estoy mucho, pero hay un contestador. —Bajó la voz en un susurro—. Lo que ocurre es que Rachael encontró el cadáver. Fue un shock terrible. Creo que si descubriera qué la llevó a suicidarse, eso le ayudaría a aceptarlo.
Dios santo, Edie, pensó Rachael. Con lo bien que ibas.