Vera Stanhope mantuvo a las mujeres de Baikie’s informadas de los progresos de la investigación de una forma que Rachael no creía que fuera habitual en un caso de asesinato. Al principio estaba agradecida por la continua información. La rotunda presencia de Vera, sentada en el sillón viejo de Constance, con las piernas separadas y las manos alrededor de una taza de café, hablando, le hacía sentir segura. Si la inspectora no confiara en ellas, no les daría tantos detalles, ¿no?
Se enteraron, por ejemplo, de que Grace había muerto en las dos horas siguientes a su marcha de Baikie’s al mediodía. No era solo por la falta de anotaciones de la tarde en el cuaderno. El forense había llegado a la misma conclusión.
Y en una breve sesión Vera les contó más de Grace de lo que habían averiguado en las semanas durante las que compartieron casa con ella. La melodramática historia del abandono, la retahíla de padres de acogida y el alcoholismo de Edmund parecían no encajar con la mujer pálida y silenciosa que recordaban.
—Pobrecilla —remarcó Edie, que también era bienvenida en las conversaciones. Ella y Vera Stanhope se llevaban sorprendentemente bien. Lo dijo con pesar, como si la muerte de Grace la hubiera privado de la oportunidad de trabajar con un sujeto ideal para ser asesorado. Al menos era así como lo veía Rachael.
Vera parecía sorprendida de que Anne no supiera más secretos de la familia Fulwell. Era de noche, no hacía frío todavía. La puerta del jardín estaba abierta y, mientras los murciélagos volaban y chasqueaban fuera, sondeó el tema.
—¿No sabías que había un hijo más joven en Holme Park? Hasta yo lo sabía. Tienes que haberlo oído. Tiene que haber habido comentarios en el pueblo. Un alcohólico empedernido cuya mujer se suicidó. Vaya, terreno abonado para los chismes.
—Si ella se suicidó cuando Grace era pequeña, debió de suceder hace al menos veinticinco años. —Anne parecía desinteresada, distante—. Entonces ni siquiera conocía a Jeremy.
—¿Él vivía aquí?
—Oh, Jem ha vivido en Langholme toda la vida.
—Pero yo sé cómo son estos pueblos —insistió Vera—. La gente sigue hablando de la guerra como si hubiera terminado la semana pasada. Aunque Edmund no volviera nunca a Langholme, seguirían recordando que existe y especulando sobre qué habría sido de él.
—Yo no he oído nada —afirmó Anne—. Tampoco es que los Fulwell se relacionaran mucho con los demás. Robert no venía al Ridley Arms a tomar una cerveza los viernes por la noche. Livvy nunca participaba en el equipo femenino de dardos. Procuraba que sus hijos fueran a jugar al pueblo, pero seguro que nunca se ofreció a hacer un turno para fregar los cacharros o limpiar la arena de juegos. Siempre lo hacía una niñera. Los Fulwell viven en su espléndido aislamiento en Hall. No ha cambiado realmente nada durante generaciones. La gente del pueblo se relaciona con ellos como empleados —arrendatarios, trabajadores de la finca—, pero la vida privada de la familia se mantiene al margen. Es todo muy feudal todavía. Lo sabes de sobra. Cada uno tiene su sitio.
—¿Así que no sabías que Robert tenía un hermano?
—Creo que oí decir que había un hermano que trabajaba en el extranjero.
—¿Quién te lo dijo?
—Caramba, no me acuerdo. Quizá Jeremy. ¿Es importante? Si era una oveja negra lo más probable es que la familia se lo inventara.
—Pero ¿no oíste nada del suicidio de la esposa ni de una hija abandonada?
—No, y no será algo de lo que se sientan orgullosos, no creo que lo vayan pregonando por ahí.
—¿Y ahora cómo gestionan esa parte de la historia? —preguntó Vera.
—¿Qué quieres decir?
—Como bien has dicho, no muestra precisamente lo mejor de la familia. Lo de dejar que la hija de Edmund estuviera con familias de acogida y no ocuparse de ella. ¿Qué sesgo le están dando para mantener una buena imagen? —Parecía orgullosa de su jerga política.
—No lo sé. He estado aquí, excepto un par de días que he ido a Kimmerston. No he tenido muchas ocasiones de escuchar chismes. Además, tampoco formo parte del equipo femenino de dardos.
Todas aquellas preguntas convencieron a Rachael de que la aparente indiscreción de Vera de darles información sobre los antecedentes de Grace, información que probablemente aparecería pronto en los periódicos sensacionalistas, era una táctica. Era su manera de dar impulso a la investigación. Así que empezó a desconfiar de las visitas de Vera. Cada sesión era una especie de prueba y Vera intentaba pillarlas desprevenidas.
Al día siguiente Vera entró mientras almorzaban. Anne y Rachael habían estado en la colina supervisando una de las parcelas de Rachael. Había sido un buen día. Cuando estaba en el campo, Anne abandonaba su pose cínica e ingeniosa y Rachael había estado a gusto en su compañía. Habían estado juntas en el páramo y observado un azor que salió volando del bosque para lanzarse sobre un lagópodo escocés joven. De regreso a Baikie’s pasaron junto a la trampa para cuervos. Dentro había otro pájaro saltando y aleteando y picoteando el maíz, pero ninguna de las dos lo mencionó.
No era un gran almuerzo. Tal como sospechaba Rachael, Edie no había abrazado la vida doméstica. Empezó con entusiasmo, pero se aburrió enseguida. Se había llevado un montón de novelas y parecía decidida a terminarlas todas.
—Es mi oportunidad de ponerme al día con la lectura —le informó a Rachael.
Cocinar le robaba tiempo. Y además se interesó mucho por los agentes de Policía jóvenes que en aquel momento realizaban una búsqueda minuciosa en las tierras pantanosas cercanas al arroyo. Los conocía a todos por el nombre y, de vez en cuando, Rachael la oía dar consejos sobre problemas con las novias o la veía reír y mostrarse comprensiva cuando le hablaban de la tensión del trabajo.
Aquella vez Vera fue a decirles que Edmund Fulwell había desaparecido. Edie le ofreció un bol de sopa de verduras de sobre, que ella aceptó, y se unió a la mesa, comiendo ruidosamente y con avidez al mismo tiempo que respondía a sus preguntas.
—¿Sabe que Grace ha muerto? —preguntó Rachael.
—Oh, sí. Lo localizamos enseguida gracias a la información que trajo vuestro jefe la primera noche. Vive y trabaja en la costa. Consiguió un trabajo de cocinero en un buen restaurante y vive en el piso de arriba. O al menos vivía ahí. Quién sabe dónde estará ahora.
—¿Qué sucedió?
—Por supuesto le comunicamos que Grace había muerto en cuanto descubrimos dónde estaba. Mandé a Ashworth. Sabe ser compasivo. De haber tenido más información sobre él en aquel momento quizá habríamos sido más discretos. Al menos podríamos haber enviado a alguien para que le hiciera un seguimiento.
—¿Qué le pareció el padre de Grace a Joe Ashworth? —preguntó Edie.
—Bueno, no se le ocurrió que pudiera largarse. Edmund se quedó estupefacto, se enfadó, se sintió culpable, pero todo eso era de esperar.
—Los síntomas clásicos de la aflicción —reconoció Edie.
—¡Por favor, madre! —murmuró Rachael—. Cállate.
—Por lo visto, siguió trabajando —continuó Vera—. Su jefe, un tal Rod Owen, es amigo suyo. Creo que fueron juntos a la escuela. Uno de esos lugares del sur donde te matriculan nada más nacer. El señor Owen le dijo que podía tomarse todos los días de vacaciones que necesitara, pero él repuso que prefería trabajar. Le mantenía la mente ocupada y estaba acompañado. Y dijo que mientras creaba platos en la cocina no podía beber. Tiene su gracia teniendo en cuenta lo que debió de pasar después.
—Creía que no sabía dónde estaba —señaló Rachael.
—Nos lo podemos imaginar —aclaró Vera refunfuñando—, conociendo su pasado. He visto su historial médico.
—Episodios de alcoholismo, dijiste —insinuó Edie con delicadeza.
—¡Madre! —gritó Rachael—. No esperarás que la inspectora Stanhope nos cuente lo que hay en el historial médico. Son confidenciales.
—Los detalles no, por supuesto —siguió Edie, tan tranquila.
—Creo que con los años la bebida se ha vuelto un síntoma de su enfermedad, no la causa —explicó Vera. Después, mirando a Rachael, añadió—: Esta es mi interpretación. No es algo que pueda divulgar.
—No —convino Edie—. Por supuesto que no.
—Ayer fui a ver al señor Owen. Hablamos un buen rato. Tuvo el detalle de invitarme a almorzar. Dijo que no llegaba al nivel gastronómico de Edmund, pero me pareció aceptable…
Anne estaba rebañando el resto de sopa con pan, como si no estuviera atenta a la conversación. De repente preguntó:
—¿Cómo se llama el restaurante en el que trabaja el padre de Grace?
A Vera le molestó que la cortara cuando estaba hablando.
—The Harbour Lights. ¿Por qué?
—Por nada. He comido allí algunas veces. El dueño me presentó al cocinero. El padre de Grace. Ahora ni siquiera recuerdo cómo era. Qué casualidad.
Todas la miraron, pero ella las ignoró y se sumió en un silencio taciturno.
—¿Qué te dijo el señor Owen? —le preguntó Edie a la inspectora.
—Bueno… —Vera se preparó para una revelación jugosa. Rachael estaba incómoda con la conversación. Vera y su madre parecían dos viejas chismorreando en el fondo de un autobús. Le habría gustado tener el valor de marcharse y dejarlas solas, pero también sentía curiosidad—. Según parece, ha sufrido episodios de depresión a lo largo de los años, incluso antes de que su esposa se suicidara. Por eso a Owen no le sorprendió demasiado que Edmund desapareciera. Es su reacción habitual al estrés: largarse y beber para olvidar. Lo estamos buscando, eso sí, para que no cometa alguna estupidez. Otras veces ya ha amenazado con suicidarse. Estuvo un par de meses en Saint Nick’s cuando Grace iba a la escuela…
—Oh —dijo Edie—. A ver si… —Pero se lo pensó mejor y calló.
—¿Qué? —preguntó Vera.
—Nada —contestó Edie—. Es solo que… —Se interrumpió y cambió por completo de táctica—. El otro día, cuando estuvimos fuera, Rachael y yo fuimos a visitar a Alicia Davison.
Rachael la miró furiosa. No habían hablado de contarle a Vera su excursión.
—¿Se puede saber quién es? —preguntó Vera.
—Era la directora de la escuela donde Bella enseñaba.
—Ah. —Hubo otra pausa—. Entonces sabéis lo del juicio. —Miró a Rachael—. No te lo podía decir, ¿lo entiendes? Si Bella no lo había hecho, no era cosa mía.
—¿Qué papel tuviste en él?
—Era agente, recién llegada, y me llevaron como la agente femenina obligatoria por si Bella Noble se deshacía en lágrimas y los hombres no sabían qué hacer.
—¿Lo hizo?
—No.
—¿Por qué fuiste a su funeral? Debió de ser un caso entre mil.
—Siempre me cayó bien. Teníamos la misma edad, y circunstancias similares. Yo vivía con mi padre. No estaba enfermo y lo más seguro es que no fuera tan autoritario como Alfred Noble, pero hubo más de una vez que deseé golpearle en la cabeza con una figura de bronce.
—¿Mantuviste el contacto con ella?
—No, pero vi la esquela en el periódico y pensé que podía ir a presentar mis respetos.
—Pero debías de saber que estaba casada —señaló Edie—. Si no, no habrías reconocido su apellido en el Gazette.
—Me envió una invitación de boda, sin más ni más, a la comisaría. No sé por qué. Quizá no sabía a quién invitar. —Se encogió de hombros—. Y en momentos muy dramáticos intimas mucho con las personas. Puede que fuera por eso.
—¿Fuiste?
—Sí. Pasé un cuarto de hora en el registro, firmé y le deseé suerte.
—¿Quién era el otro testigo?
—Un tipo moreno. El hijo del marido de un matrimonio anterior.
—Neville Furness —señaló Edie.
La inspectora sonrió.
—¿Nunca has pensado hacerte policía, señora Lambert? Habrías sido una gran interrogadora.
—Señorita —repuso Edie—. Soy la señorita Lambert.
Vera volvió a sonreír.
—Vaya.
—¿Sabías que Bella pasó una temporada en el hospital de Saint Nicholas preparándose para su puesta en libertad?
—No —respondió Vera—. No lo sabía.
—Sería interesante averiguar si coincidió con Edmund Fulwell.
—Diría que es poco probable.
—Pero si coincidieron…
—Si coincidieron, ¿qué? —Vera fue brutal—. Bella se suicidó. A Grace Fulwell la estrangularon. Otra casualidad.