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Mientras se dirigía a Kimmerston, Anne se decía que lo que estaba haciendo era una tontería. Precisamente en ese momento debería mantenerse alejada de Godfrey Waugh. La relación ya era bastante complicada, y ahora, si Godfrey fuera sospechoso en la investigación de asesinato…

Nunca había estado en la oficina de Godfrey. Su secretaria no la reconocería y Anne pensó que podía ir y preguntar si podía recibirla. Sin embargo, aquel día no tendría valor para hacerlo.

Aquellos pensamientos, y otros, la habían mantenido despierta buena parte de la noche y cuando aparcó delante de la oficina todavía no estaba segura de lo que iba a hacer.

Era media mañana. La niebla se había disipado y ya hacía mucho calor. Godfrey tenía la oficina en un edificio de cemento funcional construido en los años setenta, cerca del río, a las afueras de la ciudad, en un intento del municipio por atraer empresas. Anne esperó y observó los cormoranes posados en los muelles.

A las doce, una multitud de mujeres salió del edificio para comerse sus bocadillos junto al río. La Borders Building Society tenía su sede allí y las mujeres llevaban faldas azul marino idénticas y blusas de poliéster estampadas. Se sentaron en el césped y se levantaron las faldas todo lo que permitía el decoro para exponer las piernas al sol.

Anne siguió esperando. Había aparcado de modo que podía ver la entrada principal, y aunque el coche era como una sauna no salió para sentarse en el césped como las demás. Allí se sentía oculta. No se había comprometido a nada. Todavía podía echarse atrás y no enfrentarse a él para decirle: «Dime, Godfrey, ¿qué pasó en la colina entre tú y Grace Fulwell?».

Entonces lo vio, de pie en el escalón frente a las grandes puertas giratorias como si la luz del sol fuera una sorpresa. Caminó por la calle hacia el centro de la ciudad con la cabeza baja, las manos a la espalda. Anne bajó del coche y lo siguió, sin preocuparse por cerrar con llave. Seguro que iba a Kimmerston a almorzar. Tendría un café o un bar adonde iba habitualmente. Entraría detrás de él, como si fuera una casualidad, y diría: «No sabía que también vinieras aquí».

Pero Godfrey se detuvo antes de llegar a la zona comercial. En el cruce de las dos calles principales se alzaba la iglesia parroquial de Saint Bartholomew. El cementerio estaba separado de la calle por unos muros bajos de piedra y en la esquina había una verja de madera con tejado; protegido por el techo de madera, un confeti rosa se desparramaba por el suelo. Godfrey cruzó la verja arrastrando el confeti con los pies.

Incluso entonces, Anne seguía pensando que Godfrey iba a almorzar porque era la idea que se le había metido en la cabeza. La iglesia de Langholme de vez en cuando hacía una jornada de puertas abiertas, y ofrecía sopa, pan y queso y destinaba los beneficios a una obra de beneficencia. Creyó que era uno de aquellos días, aunque no había carteles invitando a los transeúntes a almorzar y no se veía a nadie. El sol y la persecución por la ruidosa calle la habían confundido.

Pero lo siguió adentro, esperando encontrar mujeres pechugonas con delantales de flores y mesas al fondo de la iglesia en las que se disponían teteras y tazas gruesas de porcelana entre un murmullo de cotilleos parroquiales. En lugar de eso solo había silencio.

Dudó un momento en la penumbra del porche. Hacía frío allí. En los rincones se había acumulado más confeti. El fin de semana anterior se había celebrado una gran boda. Empujó la puerta con tachuelas. Por los vitrales sobre el altar se filtraba la luz del sol, que bajaba por el pasillo, y la deslumbró. La iglesia todavía estaba decorada con las flores de la boda —blancas y amarillas, enormes, en jarrones de cristal en todas las ventanas—, y el cristal reflejaba también la luz de colores.

De entrada se quedó quieta, avergonzada, pensando que había interrumpido un servicio y que la gente la miraba, como habían mirado a Vera Stanhope cuando entró en la capilla del crematorio en pleno funeral de Bella. Después, sus ojos se adaptaron a la luz. Vio que ella y Godfrey eran las únicas personas en la iglesia y que él ni siquiera la había visto entrar.

Estaba sentado en la parte delantera, en un banco cercano al pasillo central, pero no parecía rezar. Nunca habían hablado de religión. Se preguntó si quizá aquella era la explicación de su nerviosismo, de sus cambios de humor; que tuviera dilemas morales con el adulterio. Pero, en realidad, parecía más que estuviera esperando el autobús que sufriendo una crisis espiritual. Miró su reloj inquieto. Quizá había quedado con alguien, pero, de ser así, volvería la cabeza de vez en cuando para mirar hacia la puerta; él todavía no la había visto. Incluso cuando ella caminó por el pasillo hacia él y sus zapatos hicieron ruido sobre el suelo de piedra, Godfrey mantuvo los ojos fijos en el frente de la iglesia.

Anne se sentó en el banco de detrás.

—Nunca creí que fueras religioso, Godfrey —declaró en tono informal.

—Anne.

Habló antes de volver el rostro hacia ella y, cuando lo hizo, Anne no supo si estaba contento o no de verla.

—¿O es que tienes que confesarte por algo?

—¿A qué te refieres?

—Cuatro días —expuso con jovialidad—. Y no me has llamado. No me lo digas, déjame adivinarlo: has estado ocupado.

Él no contestó.

—¿Por qué te marchaste de aquella manera después de estar en la colina? —No pudo mantener más tiempo el tono jovial—. ¿Por qué no pasaste por Baikie’s para despedirte?

—Estaba molesto —respondió por fin.

—¿Por qué? ¿Porque te habían pillado con los pantalones bajados? ¿O pasó algo más que te molestara?

—¿A qué te refieres?

—Necesito saber qué ocurrió en la colina aquella tarde.

Movió la esfera del reloj para poder verla. Llevaba la correa suelta. Era un gesto nervioso que Anne no le había visto nunca. Eso y su persistente silencio le atacaron los nervios.

—¡Por Dios, te pregunto si mataste a Grace Fulwell! —gritó.

Sintió cómo su voz llenaba la iglesia y el eco la sofocaba en los rincones, en el techo alto en forma de quilla de barco.

—No —contestó—. Por supuesto que no la maté.

Su voz tenía un punto de irritación que la convenció más que sus palabras.

—¿Ha ido a verte ya la Policía? —preguntó.

—¿Por qué tendrían que venir?

—Por la cantera. Creen que a Grace podrían haberla matado porque descubrió algo que podía impedir que el proyecto siguiera adelante.

—Dios, ¿de quién es esa teoría?

—De la inspectora al mando, una tal Stanhope.

—¿Le has dicho que era una estupidez?

—No le he dicho nada. —Anne habló despacio, para que las palabras tuvieran más énfasis.

Él dejó de mirar el reloj.

—¿Así que ella no sabe que aquel día estuve allí?

—No.

—No sabía qué hacer. Por la televisión han pedido que cualquiera que estuviera en las cercanías de Black Law aquella tarde se presentara en comisaría. Pensaba ir. Podía haber dicho que estaba inspeccionando el lugar. Después pensé que si tú no les habías mencionado que había estado por allí parecería raro. Supongo que podría decir que no entré en la casa. Podría decir que fui directamente a la colina. ¿Qué piensas?

—Por el amor de Dios, Godfrey, que no soy tu madre.

—No, no, perdona.

—¿Viste a Grace?

—De lejos. Caminaba demasiado rápido y no pude alcanzarla.

—¿Viste a alguien más?

—No. —Le pareció percibir una ligera vacilación, pero concluyó que eran imaginaciones suyas. El pánico de Godfrey la estaba poniendo nerviosa a ella también.

—Entonces no vale la pena.

—Pero mi coche estuvo aparcado en tu patio. Conduje por la pista. Podrían haberme visto. ¿Qué pensará la Policía si alguien informa de mi presencia antes que yo?

—¿Y yo qué coño sé?

Se quedó tan estupefacto como si le hubiera abofeteado. Nunca le habían gustado las palabrotas. Los recuerdos de otros momentos parecidos la calmaron un poco.

—Perdona —repuso—. Pero la decisión es tuya y lo sabes. ¡Es como debe ser!

—He estado preocupado por eso.

—Yo también.

—Por la impresión que puede dar.

Tranquila, pensó.

—¿Quieres decir si Barbara se entera de que te escapas para hacer picnics ilícitos en las colinas?

—No —respondió él con impaciencia—. No es eso. La prensa todavía no se ha enterado de la relación con la cantera, pero es cuestión de tiempo. Imagínate los titulares. Naturalista asesinada en la futura sede de un proyecto de extracción de piedra. El proceso de planificación ya es bastante lento. Necesito que este proyecto siga adelante. —Calló—. Si estuviera seguro de que la Policía no lo va a descubrir…

—Bueno, yo no se lo he dicho a nadie. Grace no puede decirlo. Supongo que hay una remota posibilidad de que el asesino te viera, pero es poco probable que acuda a la Policía para decir que estaba en la colina. Así que, si tu no se lo dices a nadie, ¿cómo va a saberlo la inspectora Stanhope?

Hubo un momento de silencio.

—¿No habrás hablado con alguien, no, Godfrey? —añadió.

—No —respondió—. Por supuesto que no.

Anne lo observó con atención, pero no insistió.

—¿Y qué? —preguntó—. ¿Qué haces aquí?

—Se está tranquilo. Vengo a veces cuando necesito salir de la oficina.

—¿No es nada religioso entonces? ¿No son remordimientos sobre el adulterio? Tenía mis dudas.

—No tengo remordimientos por estar contigo.

Se levantó, se arregló la corbata, volvió a mirar el reloj.

—Debería volver.

—¿Tengo que salir por la puerta de la sacristía para que no nos vean juntos?

—No creo que sea necesario —repuso él, sonriendo.

Pero una vez fuera de la iglesia, en la penumbra del atrio, dudó.

—Supongo que has aparcado en la ciudad.

—No. Frente a tu oficina. Te estaba esperando. ¿Cómo iba a saber que estabas aquí?

—Quizá sea mejor que no nos vean juntos —dijo, incómodo.

—¿Se puede saber por qué?

—Hoy ha venido Neville Furness.

—¿Y?

—Te dije que nos había visto saliendo juntos del restaurante. En este momento no me puedo permitir habladurías.

De repente Anne tuvo una iluminación.

—¿No le dirías que venías a Baikie’s la tarde que Grace murió?

—No —respondió—. Claro que no.

Pero Anne no lo creyó. Godfrey había sentido la necesidad de confiar en alguien y Neville era su mano derecha, su gurú, por lo que decía Barbara.

—Pasa delante —siguió él—. Te seguiré en tres minutos.

—Creía que tenías prisa por volver a la oficina. —Se sentía como una adolescente desdeñada, ridícula, desesperada. Le puso las manos en los hombros—. ¿Cuándo volveremos a vernos?

Se deshizo de ella con amabilidad.

—No creo que sea prudente.

La cabeza de Anne daba vueltas de pura incredulidad.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué mierda es esta? Hace cuatro días me hablabas de matrimonio.

—No ha cambiado nada —repuso él con seriedad—. Nada de lo que siento por ti.

—¿Pero?

—Hasta que hayan atrapado al asesino, hasta que la situación se calme, creo que no deberíamos vernos. —Las palabras le salieron atropelladas, y cuando vio la cara de ella, añadió—: Es por tu bien, Anne. No quiero involucrarte.

Ella se volvió y comenzó a caminar. No podía permitirse venirse abajo y suplicar. Pero al poco se paró.

—Dime una cosa, Godfrey: ¿eres tú el que habla o es Neville Furness?

No le contestó y ella siguió caminando, esperando que la siguiera, que la alcanzara, o al menos que la llamara. Cuando vio que no reaccionaba, odiándose a sí misma por ser tan débil, volvió a detenerse. Ni siquiera la miraba. Godfrey había vuelto a entrar por la verja y por el hueco lo vio en el camposanto mirando una de las tumbas donde alguien había dejado un ramillete de azucenas.