29

Volvían a estar en Baikie’s. Esperando. Allí seguía el mismo fuego humeante, el mobiliario de siempre cubierto de polvo, el zorro apolillado mirando lascivamente desde su urna de cristal manchada.

Pero esta vez estaban sentadas, tan cohibidas y tensas como actores en una obra de aficionados, y por eso la habitación parecía diferente. Un escenario dispuesto para un thriller gótico. Para dos personajes. Se miraban esperando que sucediera algo que hiciera avanzar la acción.

Les habían asignado una policía joven que hacía lo que podía para animarlas. La llovizna se había transformado en aguacero. La agente miró la lluvia que se deslizaba por las ventanas y dijo, en tono alegre, que era afortunada de trabajar a cubierto. No envidiaba al resto del equipo que seguía fuera, en la colina. Había quedado aquella noche con un chico que era guapo a más no poder y no quería pensar cómo le habría quedado el pelo después de estar todo el día al aire libre.

Rachael se volvió para responder, pero de pronto oyeron una voz en la cocina, una voz muy distinta, dura y autoritaria.

—No me vengas con esas, Joe. Sal ahí fuera y encárgate.

Joe debió de obedecer la orden al instante, ya estaría fuera, porque la siguiente pregunta llegó a voz en grito:

—Están aquí, ¿no?

Prevenidas, Anne y Rachael se volvieron para verla entrar. Era una mujer robusta, una buena osamenta cubierta con generosidad, una nariz bulbosa, pies grandes, de hombre. Llevaba las piernas al aire y sandalias de piel. Los dedos, cuadrados, estaban sucios de barro. Tenía la cara enrojecida y llena de manchas, por lo que Rachael pensó que debía de sufrir de algún tipo de enfermedad cutánea o alergia. Llevaba un impermeable de plástico transparente y se quedó quieta, goteando agua de lluvia en el suelo, con los cabellos grises pegados a la frente, como una turista de mediana edad sorprendida por una tormenta repentina en el paseo de Blackpool.

—Un té, por favor —le pidió con determinación a la agente.

Tendió una mano como una pala. Rachael se levantó para estrecharla y se dio cuenta de que la había visto antes. Era la mujer de las bolsas de supermercado que había entrado en la capilla durante el funeral de Bella.

—Vera Stanhope —informó la mujer—. Inspectora. Me verán a menudo. Y a Joe Ashworth, mi sargento, pero de momento está fuera mojándose. Todavía es joven. Menos problemas de artritis. —Miró a Rachael con interés—. ¿La conozco?

—Estaba en el funeral de Bella Furness.

—Es verdad. Nunca olvido una cara. —Sonrió con suficiencia—. Uno de mis puntos fuertes.

—¿Por qué fue al funeral? —preguntó Rachael.

Por un momento la inspectora pareció ofenderse por la temeridad de Rachael que osaba hacer una pregunta.

—Fue algo personal. Nada que ver con el trabajo. —Después, aunque no pareciera la clase de mujer a quien le importa haber sido grosera, añadió con más amabilidad—: Conocí a Bella hace muchos años.

—¿De qué la conocía?

—Ya se lo he dicho. —El tono de Vera fue cortante—. Es personal. Y su compañera está ahí fuera con una cuerda alrededor del cuello. Ahora lo importante es solucionar esto, ¿no le parece?

No estoy segura, se dijo Rachael. La muerte de Grace la había impactado, pero en su estado actual de desapego no la sentía como una pérdida personal. Sin duda, no consideraba a la zoóloga una «compañera». Grace había pasado por sus vidas en Baikie’s con tan poco contacto emocional que era difícil pensar ahora en ella como si hubiera estado viva. Era casi como si su muerte fuera inevitable, como si hubiera avanzado hacia ella desde el momento de su llegada.

Vio que Vera Stanhope esperaba una respuesta.

—Sí —contestó—. Por supuesto.

Miró a Anne. Normalmente habría esperado una respuesta aguda a una observación como esa, pero Anne parecía muy afectada y seguía sin despegar la mirada del fuego.

—¿Quién fue la última persona que la vio con vida? —preguntó Vera.

Anne se levantó para hablar.

—Yo —respondió—. Supongo. —Calló—. Rachael estaba en una reunión en Kimmerston. Grace salió al campo. Yo me quedé para poner los resultados al día. Si no se encontró con alguien mientras estaba fuera…

—¿Es probable?

—Depende de adónde fuera. Uno de los guardas de Holme Park pudo verla desde la colina. O un excursionista. A veces iba caminando hasta Langholme. Allí sería más fácil que se encontrara con alguien, supongo.

—¿A qué hora la vio?

—A la hora de almorzar. A la una y media.

—¿Salió a esa hora o volvió a la casa para comer?

—No —repuso Anne—, no comía mucho. Se marchó temprano y volvió para dejar los detalles de su ruta de la tarde. Es una norma de seguridad.

Vera se había quitado el impermeable y lo había colgado de la urna de cristal que contenía el zorro disecado, pero permaneció de pie. Anne había dirigido su mirada durante aquella conversación al dobladillo desigual del vestido de la inspectora, pero entonces miró a Vera a la cara.

—¿A qué hora la mataron? —le preguntó con brusquedad.

Vera se rio y acabó tosiendo.

—Quién puede saberlo. Nosotros no. Todavía. Y quizá no podamos saberlo nunca con certeza, sobre todo si no comió. Los científicos no hacen milagros, aunque les guste hacernos pensar que sí.

—La encontraron tan cerca de Baikie’s que, o bien acababa de salir, o bien estaba volviendo —observó Rachael—. ¿Cree que se dio cuenta de que corría peligro e intentaba llegar a la casa?

Nadie respondió. Vera siguió hablando con su tono pragmático.

—¿Podría haber estado fuera toda la tarde sin que la viera nadie?

—Fácilmente. Aunque estuviera cerca del sendero. A mediados de semana y con este tiempo no habría muchos excursionistas. —Rachael miró a Anne—. ¿No fuiste por allí? Dijiste que querías tomar muestras cerca de la mina.

—No. No salí en todo el día. Quería ponerme al día con las anotaciones y el trabajo de despacho, como he dicho.

—Debiste de salir a comprar —insinuó Rachael, pero se detuvo, consciente de que sonaba inquisitoria, de nuevo como la directora de la escuela, y consciente también de que la inspectora podía sacar conclusiones que no debería. Siguió sin convicción—: Me refiero a los ingredientes del guiso y al vino.

—Sí, pero eso fue antes. Por la mañana, antes de que Grace volviera.

—Por el cuaderno de notas de Grace podríamos saber a qué hora la mataron —informó Rachael—. ¿Lo llevaba encima?

Vera ignoró la pregunta.

—¿En qué nos ayudaría?

—Hacía recuentos temporales. Debió de apuntar la hora en que empezó el último.

Vera se sentó en el sillón. Lo acercó más al fuego. El barro de sus pies había empezado a secarse en tiras grises. Aquel día no llevaba encima bolsas de plástico, sino una gran cartera. La piel era tan blanda que la forma se había perdido, las correas se habían enrollado y parecía una saca de Correos. Sacó un cuaderno de tapas duras y apuntó algo.

Cruzó las piernas ofreciendo a Rachael un atisbo de carne blanca y fofa y se inclinó hacia delante con los codos apoyados en las rodillas. Su cara adquirió una expresión más seria. Ya estamos, pensó Rachael, ahora vienen las preguntas de verdad. Pero Vera Stanhope, a pesar de su insistencia anterior en que no debían olvidar que Grace yacía estrangulada en la colina, se puso a hablar de sí misma. Y lo hizo como si contara un cuento de hadas, hasta el punto de que Rachael no estaba segura de que fuera cierto.

—Cuando era pequeña —empezó— solía venir a pasar temporadas en esta casa. De vez en cuando. Me traía mi padre. Solo tenía a mi padre. No llegué a conocer a mi madre. Murió durante el parto. No es muy agradable, la verdad. Es como si nacer fuera un delito. O al menos un acto violento. Podría decirse que me interesé por el crimen desde el principio. La profesión me eligió a mí. —Sabía que estaban estupefactas, pero sonrió con malicia. Vio que las tenía cautivadas. Rachael pensó que le gustaba desconcertar.

»Por aquel entonces Connie Baikie vivía aquí. Connie era gorda y escandalosa. Parecía más una actriz que una científica. Una auténtica diva. No sé qué habrán oído decir de ella, pero todo es cierto, porque en su época era famosa. Tan conocida como Peter Scott. Mi padre la adoraba. Él también era naturalista; solo un aficionado, pero muy respetado. Era maestro de profesión. No creo que fuera un gran maestro. Sé por experiencia que los niños le parecían tediosos y que su amor auténtico fue siempre la historia natural.

»Bueno. Imagínense la escena. La situación. Un hombre de mediana edad, solo, con una niña pequeña. Una niña frágil que sufría alergias: asma, eccema. Psicosomático, sin duda, pero muy real en su momento. ¿Permitió él que eso le impidiera hacer su vida? Por supuesto que no. Era un obseso. Hasta que no tuve edad para quedarme sola me arrastró a todas partes. Caminé kilómetros por estos alrededores, muchos kilómetros. Aprendí a callar y a estar quieta.

»Después, de vez en cuando, llegaban los estupendos fines de semana que nos invitaban a pasar en Baikie’s. Había música y baile en el césped. Farolillos y hogueras, dulces y galletas, y otros adultos que me cuidaban. Damas con vestidos de seda y abrigos de pieles que olían a perfumes exóticos. Incluso las conversaciones sobre plantas, mariposas y animales parecían más emocionantes aquí. Fuera como fuera, se convirtiera en lo que se convirtiera, Constance Baikie sabía montar un buen espectáculo.

Calló de pronto y las miró. Su tono y su humor cambiaron.

—Supongo que piensan que soy rara —declaró—. Excéntrica. Incluso que hablo de mi pasado para impactarlas. No se trata de eso, y si tengo fama de excéntrica, también la tengo de obtener resultados. No podrían contar con nadie mejor. —Calló—. Esta no es mi anécdota para las fiestas, no se la cuento a todo el mundo. Se la cuento para que vean que entiendo lo que pasa aquí. Y no he perdido el contacto. No lo crean. Viví con mi padre cuarenta y cinco años. Viví con listas y notas y dibujos. Murió hace un año, pero sigo en la misma casa. Las revistas científicas todavía aparecen en el felpudo cada mes porque no he tenido tiempo de anular las suscripciones y a veces las leo. Algo se me debe de haber pegado. Nunca compartí su pasión, pero, en ocasiones, casi llego a entenderla.

Se apoyó en el respaldo del sillón y cerró los ojos. El silencio duró tanto que Rachael pensó que se había dormido, y se las imaginó a ella y a Anne sentadas allí durante horas, demasiado avergonzadas para moverse. Pero entonces, con los ojos todavía cerrados, Vera habló:

—Así que explíquenme qué están haciendo aquí. Quiero saberlo todo del proyecto y de la parte que le correspondía a Grace en él. Explíquenme hasta dónde ha llegado el estudio. Qué esperaban encontrar y los resultados que han obtenido. Cuando salgamos de esta habitación sabré tanto como ustedes de la muchacha. Van a contarme todo lo que les pueda haber dicho. De su trabajo, de sus amigos, de su familia. Todo.

Hubo una pausa hasta que intervino Anne, recuperando por un momento su antiguo espíritu.

—Estupendo, entonces. No tardaremos mucho. Y yo que creía que nos iba a llevar todo el día…