El día del funeral de Bella, cuando vio marchar a Rachael y a Anne, Grace se dispuso a esperar a su padre. Para su sorpresa, Edmund apareció andando, caminaba por la pista de Black Law con una pequeña mochila a la espalda. La pista que cruzaba la era de la granja era un camino público y al principio creyó que era un excursionista más. Andaba deprisa, aunque una vez, mientras lo observaba, se volvió para mirar atrás. Parecía nervioso, desasosegado. Grace puso el agua a hervir, porque sabía que su padre querría un café en cuanto llegara, y salió fuera para recibirlo.
—¿No habrás venido caminando desde el pueblo?
—No sé por qué te extraña tanto. Estoy en forma para mi edad.
—No tan en forma.
—De acuerdo —reconoció—. Me han acompañado hasta la verja.
—Deberías haber invitado a tu amiga a tomar un café. —Imaginó que se trataba de una mujer. Rod era su único amigo y su padre todavía resultaba atractivo a las mujeres.
—Se lo he pedido, pero es un poco tímida. Además, tenía cosas que hacer. Me esperará más tarde en el mismo sitio.
Lo hizo entrar en la casa. Suponía que haría algún comentario sobre el desorden de la cocina, pero estaba demasiado distraído para criticar.
—Había visto la casa de lejos, pero nunca había entrado. Es un poco primitiva, ¿no? Pero me imagino que a ti te da igual, ¿no, Gracie? Estás acostumbrada a la falta de comodidades.
En la mochila, cuidadosamente envueltas, llevaba galletas caseras para tomar con el café y un flan de espárragos para el almuerzo.
—Pero nada de alcohol, Gracie. Puedes creértelo.
Entonces Grace pensó que todo iría bien. Al leer su carta, había pensado que habría lágrimas. Una escena. No estaba segura de poder soportarlo. Él insistió en que le enseñara la casa y todo el rato estuvo haciendo preguntas, para la mayoría de las cuales ella no tenía respuesta. Le preguntó por Bella y Dougie y cómo se las arreglaban. Por Constance Baikie y la fundación, y por los estudiantes que se hospedaban allí y las investigaciones que realizaban.
Puso la mesa en la sala para almorzar. Su padre creía que la comida debía tomarse en serio. Detestaba las comidas informales.
—No parece que te alimentes bien —observó, bromeando solo a medias.
Grace hizo lo que pudo para comerse el flan. Casi todo.
—Quiero ver dónde vivía Bella —declaró.
—Ya lo has visto. Has pasado frente a la granja al venir.
—Quiero verlo bien.
Grace se encogió de hombros. No merecía la pena discutir. Se quedaron de pie en la era vacía; la casa a un lado y al otro el cobertizo donde Bella llevaba a las ovejas para parir. Era un día soleado y ventoso. Sombras de pequeñas nubes volaban sobre la colina. Edmund fue al cobertizo, abrió la parte de arriba de la puerta y miró dentro. Había rediles de madera, una pila de paja mugrienta. Se volvió con rapidez.
—Quiero entrar en la casa —dijo.
—No puedes. Está cerrada.
—Tendrás la llave. Para una urgencia.
—La Policía lo cerró todo cuando se llevaron a Dougie.
—Necesito ver dónde vivía. No paraba de hablar de este sitio, pero nunca llegué a venir.
—¿Seguisteis en contacto? —No tenía ni idea.
—Algunos del antiguo grupo nos vemos de vez en cuando. Para darnos ánimos, apoyarnos; funciona.
—Estoy segura de que sí. —Aún tenía episodios de depresión pero nunca había tenido que volver a ingresar en Saint Nick’s.
—Por eso puedes entender que tengo que entrar.
—Lo siento —replicó, empezando a perder la paciencia—. No es posible. Te he dicho que no tengo la llave.
—Entonces tendremos que entrar por la fuerza.
—¡No seas tonto! —gritó Grace, acercando la cara a la de su padre para intentar hacerle entrar en razón—. ¿Crees que no te van a descubrir? ¿Y no te parece que ya me arriesgo bastante?
—Sí, claro. Perdona. —Parecía a punto de llorar—. Es que no te das cuenta… Tendrías que haber experimentado esa clase de desesperación. Además, me siento responsable. Tendría que habérmelo imaginado.
—¿Cuándo fue la última vez que supiste de ella?
—Hace un mes quedamos unos cuantos en el restaurante. Rod me deja cocinar para ellos a veces cuando está cerrado al público. Y la llamé por teléfono la semana antes de que muriera.
—¿Por qué?
La pregunta le molestó.
—Es personal. No quiero hablar de ello.
—La Policía podría querer hablar contigo. Rachael dijo que intentaban localizar a personas que pudieran saber por qué se había suicidado.
—¿Rachael?
—Rachael Lambert. Es la jefa del proyecto. Bella era amiga suya.
—No sabía que Bella tuviera amigos aparte de nosotros.
Pobre Rachael, ella que creía que eran más íntimas que madre e hija, pensó Grace. Y Bella ni siquiera la había mencionado.
—En fin —expuso Edmund de repente—. No quisiera tener nada que ver con la Policía. A Bella no le gustaría. Había dejado todo eso atrás hacía mucho tiempo.
—¿El qué?
Edmund sacudió la cabeza y se volvió. Dio la vuelta a la casa, mirando por todas las ventanas, haciendo visera con la mano de vez en cuando y apretando la frente contra el cristal para protegerse de los reflejos de la luz en los ojos.
—No sé qué esperas encontrar.
—No puedo saber qué pasaba aquí —dijo, como si no la hubiera oído—. ¿Cómo estaba?
—¡Y yo qué sé! —saltó Grace. Le parecía morbosa aquella forma de espiar la casa de una mujer muerta, y sentía desasosiego por si Rachael o Anne regresaban antes de tiempo y los pillaban—. Se suicidó la noche antes de que llegara yo.
—Sí —murmuró Edmund con resentimiento, como si Grace fuera responsable de ello, y su inminente llegada hubiera sido el desencadenante del suicidio de Bella.
—¿Volvemos a casa? —Grace le acarició el brazo en señal de paz—. Aquí no podemos hacer nada más y hace frío.
Lo guio de vuelta a Baikie’s. Él entró sin protestar, y se sentó en silencio mientras Grace preparaba té. Miró su reloj.
—Pronto tendré que marcharme. Ella ha dicho que me esperaría a las cinco. —Ella. Sin nombre. A lo mejor ni siquiera se acordaba. Después de Sue intentaba no comprometerse demasiado.
—Te acompañaré un trecho.
—No —dijo, y Grace pensó que quizá se lo había inventado. Quizá no quería reconocerlo frente a su hija—. Te he dicho que es tímida.
—Me despediré aquí, pues. —Se miraron incómodos en la cocina empantanada.
—¿Cómo va? —preguntó él intentando hacer de padre. De repente parecía no tener ganas de marcharse—. ¿Cómo tienes el proyecto?
—No es fácil hacer lo que me pediste.
—No, bueno, lo entiendo. Pero tú tampoco la querrías. Una cicatriz enorme en la colina. En mi tierra. —Dudó, la miró con intensidad—. Nuestra tierra.
—No estoy segura de que sirva para nada.
—¿A qué te refieres?
—Unas cuantas nutrias. Qué importan en comparación con todo ese dinero, todos esos empleos. ¡Es lo que dirá la gente!
—Más de unas cuantas. —Edmund volvió a callar—. Según tu estudio, al menos. Una cantidad significativa. Es lo que me prometiste.
—No sé si podré mantenerlo. Rachael ya ha empezado a cuestionar mi recuento.
Además, no sé mentir, pensó. Cuando se trata de ciencia, de lo importante.
—Haz lo que puedas, ¿de acuerdo? Por mí.
—Sí, bueno, aunque es estresante.
—Lo sé. —Pero lo cierto es que no tenía ni idea. Como un niño malcriado, no reconocía nada más que sus propias necesidades, su propio malestar—. Oye, tengo que irme.
—No la hagas esperar —dijo Grace con sarcasmo.
—No.
Salió con él pero siguió en dirección contraria, hacia la vieja mina. No quiso volverse para despedirse con la mano. Se sentó entre los restos de la mina, cerca del riachuelo, que parecía muy veloz y hondo en el canal, y de nuevo se dejó llevar por la melancolía. Sabía que era peligroso: aquella obsesión, aquel deseo de encontrar sentido y conexión. Casi creía que todos los sucesos que la angustiaban estaban conectados en una elaborada telaraña: la muerte de Bella, la hostilidad de Anne, la cantera, la persona que parecía seguirla. Y ella era la araña en el centro de todo, la causante de lo que sucedía sin entender el porqué.
Por la longitud de las sombras proyectadas por el edificio de la mina se dio cuenta de que era tarde. El trayecto de vuelta a la casa bajo la luz anaranjada del atardecer, el ejercicio, la relajó, y se le ocurrió que quizá estuviera enferma, como su padre. También podía ser que fuera paranoica; había leído que aquellas enfermedades podían ser hereditarias. En lugar de asustarla, la idea la reconfortó. Podría hablar con alguien. Tratarse. Lo más seguro es que no corriera ningún peligro físico. Todo estaba en su cabeza.
Mantuvo esta idea clara en su mente durante dos días, el tiempo suficiente como para enviar una nota a su padre pidiéndole que solicitara hora con su médico en Saint Nick’s, y una carta a Antonia Thorne. La carta era poco concreta. Todavía no se sentía lo bastante segura como para comprometerse por escrito. Solo decía que estaría bien que hablaran. Había algo que le preocupaba. Fue a Langholme con Rachael para enviar las cartas. Aunque estuvieran cerradas no le apetecía dejarlas en manos de nadie.