25

La señorita Thorne llevó a Grace a visitar a su padre al hospital, y a Grace le recordó un poco las veces que iba a visitar a Nan. Antonia Thorne fue a Laurel Close en coche. Grace subió a su lado y se marcharon sin decir ni una palabra. Mantuvieron una conversación forzada.

—¿Cómo va la escuela?

—Muy bien, gracias. —Era verdad. Le habían asegurado un sobresaliente en los exámenes de todas las asignaturas menos en francés.

—¿Algún problema con Maureen y Frank?

—Ninguno.

Al hospital se llegaba por un camino tortuoso y en pendiente. Dos ancianos aparecieron delante del coche arrastrando los pies y el vehículo frenó de golpe, lanzando a Grace hacia delante todo lo que daba de sí el cinturón de seguridad. La señorita Thorne murmuró algo, puso el freno de mano e intentó reanudar la subida. El motor se caló y ella se aturulló, sobre todo al ver por el retrovisor un coche que se acercaba. Al segundo intento el coche saltó hacia adelante y pudo continuar.

El padre de Grace estaba ingresado en Sycamore, una de las villas del hospital. El jardín era pulcro, pero la carpintería necesitaba una mano de pintura. La puerta estaba cerrada, así que la señorita Thorne llamó al timbre. Mientras aguardaba en la puerta, Grace pensó que no parecía un hospital, sino una casa grande dentro de una urbanización. La impresión quedó confirmada por la mujer que abrió la puerta. Parecía exactamente el tipo de mujer que viviría en una casa como aquella. Era esbelta y elegante, con una falda plisada azul marino y una blusa blanca con un lazo al cuello. Era el año 1985 y a Grace le recordó a una versión joven de Margaret Thatcher.

—¿Qué desean? —No era antipática pero sí expeditiva. Dejaba claro que tenía cosas más importantes que hacer.

La señorita Thorne todavía estaba aturullada por los problemas del camino. Abrió el bolso, se le cayó un guante y se agachó a recogerlo.

—Venimos a visitar a Edmund Fulwell.

—Lo siento. —La mujer mostró una sonrisa cortés—. Las visitas de los familiares son por las tardes. Será mejor que vuelvan después del almuerzo.

La señorita Thorne se horrorizó solo de pensar que alguien podía tomarla por un familiar de un paciente. Volvió a hurgar en el bolso y sacó un carné plastificado.

—De hecho, soy asistente social —informó—. He llamado por teléfono.

Grace miró por detrás de la mujer de la falda azul marino. Una chica delgada, no mucho mayor que ella, vestida con camisón y zapatillas, caminaba por el pasillo como a cámara lenta. Flotaba un olor a comida de hospital y tabaco.

—Quedamos a las once. —La señorita Thorne ya estaba indignada.

La mujer se disculpó. Se presentó como la enfermera encargada del turno.

—Edmund está mejorando mucho —declaró, como si eso fuera a redimirla a ojos de la señorita Thorne—. El médico está muy contento con él. Podrían darle el alta en unas pocas semanas. No solemos retenerlos mucho tiempo. —Se fijó en Grace por primera vez—. ¿Y ella quién es?

—La hija —contestó con brusquedad la señorita Thorne.

La enfermera, que según su identificación se llamaba Elizabeth, las dejó pasar y cerró la puerta con llave.

—¡Ah, sí! —Miró a la señorita Thorne con complicidad—. Por supuesto.

Dentro hacía un calor sofocante. El pasillo cruzaba toda la villa. A intervalos regulares había grandes radiadores pintados y cada vez que pasaban cerca de uno las agredía una ola de calor. Elizabeth no parecía notarlo, pero Antonia se quitó la chaqueta y Grace se colgó el anorak del hombro.

—Pueden usar la sala de reuniones, estarán más tranquilas. Stan, ¿has visto a Edmund?

Stan, un hombre de mediana edad con un mono gris, estaba fregando el suelo. Grace se preguntó si sería un interno o un empleado. Él dijo que no con la cabeza y siguió moviendo la fregona sobre el linóleo.

Elizabeth abrió la puerta de una sala grande. Había sillas puestas en hilera frente a una pantalla de televisión. En el televisor, un joven alegre, vestido de payaso, confeccionaba una cometa con papel marrón y cordel naranja. Detrás de él tenía ositos de peluche y muñecas sentados en un autobús de plástico. El programa parecía fascinar al público. Grace no creía que su padre, ni siquiera enfermo, pudiera disfrutar con la programación infantil, pero era imposible saberlo porque una nube de humo flotaba por encima de todo y las personas sentadas estaban de espaldas a ella.

—¿Alguien ha visto a Edmund? —preguntó Elizabeth. Utilizó el mismo tono que el presentador de la televisión. Grace tuvo la sensación de que en cualquier momento se pondría a cantar como si aquello fuera Barrio Sésamo.

—En la sala de no fumadores.

Aquella información surgió de una voz anónima. Nadie volvió la cabeza.

La sala de no fumadores era tan grande como la de la televisión, pero solo había dos personas sentadas en sillas junto a una ventana. Habían abierto una hoja, demasiado pequeña para que alguien saltara al vacío, y entraba una ráfaga de aire frío. Parecían estar enfrascadas en una conversación. Con el padre de Grace había una mujer robusta, morena, con pantalones de pana y una camisa de algodón de cuadros.

—No estoy acostumbrada a estar tanto tiempo sin hacer nada —la oyó decir Grace al acercarse—. En el último sitio estaba destinada al huerto. El trabajo te destrozaba la espalda, pero no había tiempo para aburrirse.

No era ni mucho menos el tipo de mujer de la que Edmund se habría enamorado, pero Grace percibió una complicidad entre ellos que no había visto nunca en sus relaciones con las mujeres. Con Sue había sido especialmente galante y fiel, pero nunca amistoso.

La respuesta de Edmund quedó sofocada por el canto repetido de un pinzón encerrado en una jaula colocada contra una pared. La puerta de la jaula estaba cerrada con un gran candado. Grace se preguntó si el ruido del pájaro habría llegado a irritar tanto a los pacientes como para que hubiesen intentado matarlo. No le habría extrañado. En la otra pared había un acuario con peces tropicales. El agua estaba turbia y verdosa.

—Tienes visita, Edmund —anunció Elizabeth animada.

—Entonces me voy —dijo la mujer morena—. Te dejo tranquilo.

—Gracias, Bella.

Bella se alejó a toda prisa. Cuando se cruzó con Grace le sonrió con una sonrisa transparente y radiante. Grace estaba convencida de que era una enfermera hasta que oyó a Elizabeth.

—Bella también nos dejará pronto.

Edmund dio la espalda deliberadamente a Elizabeth. Miró a Grace.

—Lo siento.

Ella sacudió la cabeza. Estaba horrible, peor que cuando lo había visto en el centro de la ciudad.

—Si prefieren instalarse en la sala de reuniones, les puedo traer un té. —Elizabeth miró su reloj.

Edmund gimió.

—Aquí estamos bien, si no te importa. No soporto ese sitio. Es como una celda. —Cuando Elizabeth se volvió para irse, añadió, alzando la voz para que lo oyera—: Y a esa foca tampoco la soporto.

Ignoró a la señorita Thorne. Habló con Grace como si estuvieran solos en la habitación.

—Esta vez la he hecho buena, ¿verdad? No podía soportar la idea de estar sin ella. Y pensé que tú también estarías mejor sin tener que preocuparte por mí.

—¿Intentaste suicidarte?

—Y ni siquiera eso supe hacer. En cambio estoy aquí con la pesada esa haciéndome cosquillas cada diez minutos para comprobar si estoy vivo.

—Me alegro… —declaró Grace— de que estés vivo.

Después de aquella primera vez le permitieron visitar a su padre sin la asistente social. El día de Navidad fue a almorzar con él. La mayoría de los pacientes tenían permiso para ir a casa y la unidad Sycamore estaba casi vacía. Grace se había planteado pedir a Maureen y a Frank que lo invitaran a su casa, pero pensó que ya tenían bastantes preocupaciones. El grupo de chicos era especialmente problemático, y Maureen siempre parecía cansada. Había adelgazado y tenía ojeras.

Así que Grace caminó los cinco kilómetros de subida al hospital y se sentó con su padre en el banco de formica del comedor. También estaba Wayne, un adolescente esquizofrénico cuyos padres se avergonzaban de él, y una mujer que Grace no sabía cómo se llamaba. Por las conversaciones que había oído de otros pacientes, Grace había sabido que aquella mujer había tenido un hijo que murió poco después de nacer.

—No lo acepta —había comentado el paciente—. La pillaron en la maternidad intentando llevarse a un bebé.

Las dos enfermeras de guardia hicieron lo que pudieron y fue una comida bastante agradable. Comieron pavo, que ya estaba troceado en el carro auxiliar, tiraron petardos y se pusieron sombreros de papel. Su padre llevaba un tiempo más tranquilo y ni siquiera se quejó de la asquerosa comida.

Después de Navidad hubo un período de tiempo muy frío y tranquilo. Grace y su padre se envolvieron en abrigos, guantes y bufandas, porque, en contraste con el calor de la unidad, fuera hacía un frío glacial, incluso al sol, y salieron a pasear por los jardines del hospital. A Edmund le permitían alejarse de la vigilancia de las enfermeras un máximo de media hora. Grace señaló una ardilla roja en lo alto de un árbol de los que separaban el hospital de la tierra de cultivo del terreno contiguo.

—La primera vez que vi una ardilla fue paseando con Nan —comentó.

—¿Sí? —Estaba contento, divertido—. Qué curioso que te acuerdes.

—¿Está al tanto que has estado enfermo?

Sabía que su padre mantenía un contacto esporádico con Nan, quien había acabado yéndose a una residencia.

—Por Dios, espero que no.

Lo estaban preparando para darle el alta. Tenía que participar en el grupo. Era así como lo llamaban: «el grupo». Lo dirigía una psicóloga joven y guapa. Había mucho psicodrama y juegos de rol, y se hablaba mucho. Al principio Edmund se mostró escéptico, incluso hostil.

—Es una estupidez —aseguraba—. No iría si no creyera que si voy me dejarán salir antes.

Al cabo de un tiempo Grace pensó que su padre había descubierto la utilidad del grupo, porque no se lo perdía nunca, incluso cuando tenía una excusa legítima para no asistir. Sentía curiosidad por saber qué se hacía en aquellas sesiones, pero él no respondía a sus preguntas con detalle. No era propio de Edmund ser tan dócil y esperaba que no se hubiera enamorado de la joven y guapa psicóloga.

El grupo se reunía en la sala del pinzón y el acuario. Cerraban todas las cortinas para que no pudiera verlos nadie. Pero un día, al llegar para visitar a su padre, habían cambiado la hora y el lugar de reunión. Estaban en la sala de la televisión y todavía no había acabado. Hacía frío y estaba casi oscuro, así que, si bien el acceso al pasillo se mantenía cerrado, no se habían preocupado por las cortinas de las ventanas que daban al jardín. La terapeuta debió de pensar que nadie se aventuraría a salir.

Grace se dio cuenta por casualidad, no pretendía espiar. Cuando Elizabeth le dijo que Edmund no estaría libre hasta dentro de media hora como mínimo, decidió ir caminando a la cantina de los voluntarios a comprar chocolate. Cuando regresó vio la luz en las ventanas proyectada sobre los parterres de rosales sin podar. Aun sabiendo que no debía mirar, los ojos se le fueron hacia allí, como a una polilla.

Habían dispuesto las sillas en círculo, formando un corrillo. Su padre estaba sentado al lado de Bella, a la que ya le habían dado el alta pero que volvía como paciente de día para asistir al grupo. Grace los reconoció a casi todos. También estaba la mujer del bebé muerto que había almorzado con ellos el día de Navidad.

Bella estaba hablando. Los demás escuchaban con atención. Grace tuvo la sensación de que era algo nuevo que Bella fuera el centro de atención. La psicóloga, sentada en el suelo porque no había bastantes sillas, asentía, animando a Bella a continuar. De repente Bella se levantó de la silla y se situó en el centro del círculo. Se quedó de pie, hablando, con una mano sobre la cabeza. Parecía agitada pero Grace no oía lo que decía. Dejó caer la mano y se echó a llorar. Los demás la rodearon. Grace vio que Edmund la abrazaba.

Se sintió incómoda, se puso la capucha del anorak, porque hacía mucho frío, y dio la vuelta al edificio. Llamó al timbre y esperó temblando en el umbral a que Elizabeth le abriera. Cuando se abrió la puerta de la sala de la televisión y salieron todos, estaban charlando y riendo como viejos amigos. Nadie habría dicho que Bella hubiese estado llorando. Edmund parecía preocupado. Grace dijo que no se podía quedar mucho y ellos pronto tendrían que ir a cenar al comedor. Pero él la acompañó a la parada del autobús.

—¿Buena reunión de grupo hoy? —preguntó.

No le contestó.

—La semana que viene me dejan marchar. —Parecía casi triste.

—¿Volverás a casa de Rod?

—Me ha dicho que puedo volver.

—Muy bien.

—No será fácil —confesó, y aunque no lo mencionara, ella supo que estaba pensando en el apoyo que había recibido del grupo.

—No hay motivo para que no sigas en contacto.

—No —admitió Edmund, aliviado—, no.

Cuando Grace llegó a Laurel Close había una ambulancia en la puerta. Frank había sufrido un infarto. Los enfermeros lo sacaron en una camilla. Grace corrió entre la gente y le tocó la mano. Antes de que Maureen subiera a la ambulancia, Grace la rodeó con el brazo y las dos lloraron.

Frank murió antes de llegar al hospital. A Grace le ofrecieron otra familia de acogida, pero ella optó por el orfanato. Allí dormía en una habitación con tres camas vacías. Había mantas dobladas al pie de cada una y fundas de almohada de rayas.