Durante casi cuatro años, Grace se responsabilizó de su padre, aunque su esfuerzo fuera apenas reconocido. Fue un período de estabilidad sin precedentes para ambos.
Un día, poco después de que Edmund apareciera en escena, su profesor de biología le dijo que se quedara después de clase.
—¿Has pensado alguna vez en formar parte del Departamento de Protección de la Fauna y Flora? Tienen una sección juvenil. Creo que te gustaría.
La sección juvenil consistía en Grace y dos adolescentes con granos que se negaban a hablar con ella, pero tres hermanas solteronas ya mayores la tomaron bajo su protección. Las hermanas Halifax vivían en una casa que había cambiado muy poco desde la época de sus padres. Estaba en un barrio de las afueras de la ciudad que había sido elegante, donde vivían navieros y comerciantes, aunque ahora la mayoría de las casas se habían reconvertido en pisos. Tenía una biblioteca llena de libros de historia natural, guías de campo, enciclopedias y monografías.
Grace pasaba horas en la biblioteca. Nunca se había quejado del ruido de Laurel Close, pero poco después de conocerla, las hermanas la invitaron a utilizar la sala para hacer los deberes. Dijeron que era bueno para ellas volver a tener a una persona joven en la casa. Más tarde, Grace sospechó que había sido una sugerencia de su profesor; en su momento le pareció un milagro. Mientras estudiaba, las hermanas la dejaban a su aire, excepto la más joven, Cynthia, que llevaba una permanente y tenía unos pechos grandes y mullidos. Interrumpía a Grace de vez en cuando para llevarle un té y unas galletas de jengibre caseras.
Durante el verano, el Departamento de Protección de la Fauna y Flora organizó excursiones sobre el terreno. Un autocar los llevó a la costa para observar aves marinas y al interior para caminar por el monte. Fue entonces cuando, por primera vez, Grace caminó por las orillas de guijarros del río buscando excrementos de nutria. Más avanzada la estación vieron a los murciélagos volando dentro del establo de piedra para hibernar.
La observación de los tejones fue lo que le causó mayor impresión. Sentada con las hermanas Halifax en un tronco al atardecer, esperó a que los tejones salieran de la madriguera, olisqueando el aire con el hocico. La guía de la excursión era una estudiante que estaba escribiendo una tesis y les habló de su investigación. Conocía a los tejones uno por uno y la forma de organización del grupo.
Cuando sea mayor, se dijo Grace, esto es lo que quiero hacer.
De vez en cuando invitaba a su padre a acompañarla a las excursiones del Departamento, pero siempre lo rechazaba.
—¡Nooo! —decía—. Nunca me ha llamado la atención la fauna, como no sea para comérmela.
Grace ya era vegetariana pero no mordió el anzuelo. Se imaginaba que la comida era más importante en la vida de él que en la suya. Al menos le proporcionaba unos ingresos. Había empezado a trabajar en el pequeño restaurante al que la llevó el día en el que se conocieron. Había ido a la escuela con Rod, el dueño. Era un cocinero inspirado y meticuloso y el restaurante aparecía en buenas guías. Por ese motivo, Rod toleraba sus ocasionales episodios de alcoholismo, su vida truculenta. También permitía que Edmund viviera miserablemente en el piso de arriba.
Grace siguió viviendo con Maureen y Frank en Laurel Close, pero no pasaba mucho tiempo en casa. Antes de ir a la escuela, sacaba todos los días a Charlie a pasear al parque. Ya era capaz de identificar todos los pájaros que veía por allí. Cuando acababa la escuela, iba caminando a casa de las hermanas Halifax, y por el camino paraba a tomar un café con su padre, si estaba. A veces salía con alguna mujer, aunque Grace creía que pocas veces con la misma más de una vez. En verano iba caminando de la casa de las Halifax al centro y allí tomaba un autobús a casa. En invierno, cuando estaba oscuro, Cynthia la acompañaba a casa en el viejo Rover de las hermanas o Frank pasaba a recogerla. Maureen y Frank no parecían ofendidos por la cantidad de tiempo que pasaba fuera de casa. Su profesor de biología les había dicho que la chica era lo bastante inteligente como para ir a la universidad y querían apoyarla. Grace no tenía amigos de su edad, pero tampoco parecía necesitarlos.
De repente, en el verano de su quinto curso, Grace notó un cambio en su padre. Lo había oído hablar de mujeres otras veces, y se había mostrado comprensiva cuando había hecho falta, pero en aquellos casos era cuestión de orgullo herido, no de amor no correspondido. Aquella vez, sin embargo, iba en serio. Dejó de beber. Del todo. Limpió el piso, se cortó el pelo. Grace le preguntó si podía conocerla.
—Todavía no.
—¿No estará casada? —No quería que le hicieran daño.
—No, no se trata de eso. No quiere salir conmigo. Todavía no. Pero lo hará, noto que se está ablandando.
Y un día debió de ablandarse porque cuando Grace volvió a pasar por el restaurante él no podía dejar de sonreír y no se estaba quieto ni un segundo.
—¿Qué ha bebido? —le preguntó a Rod.
Le caía bien Rod, era galés y pacífico. Nunca supo cómo había acabado poniendo aquel restaurante tan surrealista.
—No. Lleva así todo el día. En las nubes.
La mujer se llamaba Sue. Tenía una tienda de material de oficina en High Street. Era bastante más joven que él. La vio por primera vez cuando pasaba frente a la tienda, entró sin pensárselo y compró papel para la impresora y Tippex.
—Las cinco libras mejor gastadas —comentó.
Grace lo observaba con ansiedad, como una madre que ve a su hijo afrontar su primer enamoramiento. Esperaba que saliera como él quería. Le habría gustado ceder a Sue parte de la responsabilidad de cuidarlo.
Sue era una rubia presumida y menuda. Se ponía un maquillaje que daba a su piel el brillo de la porcelana. Era muy animada, nunca estaba quieta, y siempre hablaba, sonreía y gesticulaba. Ella y Edmund hablaban de cosas que apenas interesaban a Grace, como cine, música y teatro. Grace no estaba celosa, para ella era un alivio poder pasar más tiempo en la biblioteca de las Halifax. El programa de estudios no le parecía difícil, pero quería lucirse en los exámenes. Cuando veía a su padre, estaba emocionado, feliz, lleno de proyectos.
Fue en esa época cuando murió la madre de Edmund.
—Bueno —le comunicó a Grace en una de sus ocasionales visitas al restaurante—, la vieja loca ha muerto por fin.
—¿Puedo ir contigo al funeral?
La miró alarmado.
—No pienso ir —declaró.
Y se acabó. No quiso hablar más de ello.
Para Grace fue una desilusión. Todavía soñaba con conocer a la familia de la casa grande. Entonces pensó que deberían de haber ofendido a su padre en lo más profundo de su ser para que no quisiera asistir al funeral de su madre.
Un domingo de noviembre, el día antes de que empezaran los exámenes, recibió una llamada de su padre. Había estado todo el día en la biblioteca de las hermanas Halifax, y Maureen y Frank la estaban riñendo. Le decían que estudiaba demasiado y que necesitaba descansar. Estaban sentados frente al televisor tomando un té. Los chicos malos no estaban.
Frank contestó al teléfono. Cuando volvió, fruncía el ceño.
—Es tu padre —informó—. ¿Te quieres poner?
—Pues claro, ¿por qué no?
—Lo siento, cariño. Creo que ha bebido.
Era un eufemismo. Estaba borracho como una cuba, y apenas mantenía la coherencia suficiente como para que ella entendiera que Sue lo había dejado. Quiso ir a su piso a verlo, pero por una vez Frank se puso firme.
—¡Vamos! —exclamó—. Ni siquiera se dará cuenta de que has ido, tal como está.
—Pero ¿y si se encuentra mal? ¿Y si se ahoga? La gente se muere por cosas así.
—Iré yo —concluyó Frank.
Por primera vez Grace fue consciente de lo increíblemente buena persona que era Frank. La noche anterior había estado levantado hasta medianoche esperando en comisaría por uno de los chicos, a quien habían arrestado por pelearse en el centro juvenil. Se había pasado el día acompañando a uno y a otro: entrenamiento de fútbol para uno, hermanas Halifax para ella. Los domingos siempre preparaba el almuerzo para que Maureen pudiera descansar. Parecía agotado, pero estaba dispuesto a volver a salir. Grace se acercó al sillón en el que estaba sentado, con las zapatillas que ella le había regalado hacía dos Navidades y la sudadera salpicada de manchas tras su paso por la cocina. Se sentó en el brazo del sillón, le pasó el brazo por los hombros y lo abrazó. Fue el primer contacto físico afectivo con otro ser humano desde que tenía cinco años y tuvo que impresionar a los padres de acogida que no podían amarla. Frank supo que era un momento importante, pero no dijo nada. Le tomó la mano delgaducha y la apretó; después se levantó, se puso los zapatos y buscó las llaves del coche.
Cuando volvió, Maureen se había acostado porque tenía que hacer el primer turno al día siguiente. Grace lo estaba esperando.
—¿Cómo está?
—Bueno, ha bebido como un cosaco, eso sin duda. —Frank había nacido en Liverpool y cuando estaba cansado hablaba con acento.
—Pero ¿está bien?
—Oh, sí, estará bien. Mañana estará como una rosa. Sí, sí, ha vomitado en la taza del váter. Lo he metido en la cama y se ha dormido enseguida.
—¿Frank?
—Sí.
—Gracias. —Esta vez solo le tocó el brazo con la mano. Él comprendió y sonrió.
—¡Anda! —exclamó—. A la cama. Mañana es un día importante. Mo y yo no habíamos tenido nunca un chico que fuera a la universidad.
Al principio Grace pensó que se trataba de un episodio de alcoholismo como tantos de los que había sufrido su padre. Durante unos días estaba muerto para el mundo y después reaparecía, avergonzado y desaliñado, y se disculpaba. Se concentró en los exámenes. Tres días después pasó por el restaurante y encontró a Rod en la cocina.
—Ed tiene el día libre —informó—. Ha salido.
Grace pensó que era una buena señal. Al menos su padre no estaba arriba, en el piso, bebiendo whisky a morro. Nunca había sido un bebedor social.
—¿Significa esto que ha vuelto con Sue?
Rod se encogió de hombros. Ella se lo tomó con optimismo, interpretando que las cosas volvían más o menos a la normalidad.
Entonces lo vio un día en la ciudad. Era el último día de los exámenes y las hermanas Halifax la habían invitado a un té especial para celebrarlo. Bajaba por High Street con un grupo de chicas. Se había unido a ellas porque había una pregunta en el examen de química que quería discutir, pero no estaban muy interesadas. Hablaban de una fiesta que daba alguien de sexto, a la que estaban casi todas invitadas.
High Street era peatonal y estaba asfaltada con adoquines ornamentales. En medio de las calles se habían colocado sillas de hierro forjado, respaldo contra respaldo, y había maceteros con plantas y arbustos, muertas hacía tiempo y esperando que las recogieran antes del invierno. Su padre estaba sentado en uno de los bancos. Estaba sucio, sin afeitar y lloraba. A su lado, debajo del banco, una botella vacía rodaba de vez en cuando con las ráfagas de viento. Por lo menos las otras chicas, que seguían hablando de la fiesta y de cuál de ellas parecía lo bastante mayor como para comprar en la tienda de licores, no se fijaron en él. Y Edmund estaba demasiado absorto en su tristeza y no la vio.
Grace pasó de largo y se desvió por la calle en la que vivían las hermanas Halifax. Antes de llamar a la puerta hizo un esfuerzo por serenarse. Cynthia había preparado un té espectacular con bocadillos de salmón ahumado, merengues y pan de jengibre. Grace alabó y comió todo lo que le pusieron delante.
No visitó a su padre durante dos días. ¿Cómo osaba destrozar un día que debía ser de celebración? Pero acabó cediendo y fue a verlo después de la escuela. La ciudad estaba decorada para la Navidad con tacañería, con un abeto alto y escuálido iluminado con unas bombillas blancas horrorosas. En la puerta del restaurante colgaba una corona navideña.
Dentro no había nadie, pero Rod estaba detrás de la barra. Se había servido un brandy en una copa de balón y pareció sorprendido, casi incómodo, al verla.
—¿No te lo ha dicho la asistente social?
—¿Qué?
—Que Edmund no está.
—¿Dónde está?
—Mira, de verdad que lo siento. Ayer la llamé a primera hora. —Hubo una pausa—. Está en el hospital.
—¿Qué ha pasado? ¿Un accidente?
—No se trata de eso. No es esa clase de accidente.
—¿Qué quieres decir?
—Está en Saint Nick’s.
Saint Nicholas era el gran manicomio de las afueras de la ciudad. Un edificio gótico victoriano rodeado de torres de los años treinta. Todos habían oído hablar de él. En la escuela primaria era una forma de insultar: «Acabarás en Saint Nicholas».
Grace no supo qué decir. Él salió de detrás de la barra.
—Lo siento mucho —dijo otra vez—. No fue solo la bebida. Se estaba deprimiendo, y no solo por Sue. La muerte de su madre lo afectó más de lo que quería reconocer. Temía que hiciera alguna locura. Necesita tiempo para rehacerse. Yo no podía ayudarle. Necesita ayuda profesional. Algo más de lo que podía ofrecer yo, al menos. Más también de lo que puedes ofrecerle tú.