23

Después de esperar cuatro semanas sin saber nada de su padre, Grace decidió tomar cartas en el asunto. Sabía que a menudo era necesario obligar a las personas a hacer lo correcto. Algunos de los chicos de Laurel Close no irían jamás a la escuela si Frank no los llevara y se asegurara de que entraban allí. Su padre tenía algo que le recordaba a un tipo concreto de chico malo: los insensatos que consumían drogas o prendían fuego a edificios solo por diversión.

Durante el desayuno le dijo a Maureen que volvería tarde de la escuela porque iba a ir a una conferencia en la Sociedad de Historia Natural. Maureen estaba inclinada sobre el mármol de la cocina untando margarina en rebanadas de pan para preparar los almuerzos, como si, como decía a menudo, no tuviera bastantes almuerzos en el trabajo todos los días. Se volvió un momento.

—Muy bien, cariño. Sé que puedo confiar en ti.

Al oír esto, Grace sintió una punzada de culpa porque Maureen acabaría por descubrir que le había mentido. Se ofendería por que Grace no hubiera hablado primero con ella.

A mediodía, en lugar de hacer cola para comerse sus bocadillos en el comedor de la escuela, se escapó para hacer una llamada desde la cabina de la calle. Había un teléfono público frente a la sala común de sexto, pero no le apetecía ir allí. Los alumnos de sexto, sin uniforme, y sus conversaciones sobre música y fiestas, la intimidaban más que los profesores.

La calle era ruidosa. Marcó el número que había copiado de la lista pegada junto al teléfono de casa, pero apenas pudo oír el timbre.

—Diga. Servicios sociales. Área seis —respondió una voz maternal.

—Querría hablar con la señorita Thorne, por favor.

La asistente social todavía se hacía llamar señorita Thorne, a pesar de que Grace creía que se había casado hacía un año. Había aparecido con un anillo y desde entonces estaba más blanda, más dispuesta a escuchar.

—¿De parte de quién?

—Lo siento, no la oigo.

—¿De parte de quién? —gritó la voz maternal.

—¡Grace Fulwell! —Se le hizo rarísimo gritar su nombre a todo pulmón.

La señorita Thorne se puso inmediatamente al teléfono.

—¿Grace? ¿Ha pasado algo?

—No.

—¿Por qué no estás en la escuela?

—Es la hora del almuerzo.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Me gustaría que quedáramos. ¿Estarás en la oficina hoy sobre las cuatro y media?

—Puedo estar si es importante. Pero ¿de qué se trata? —Grace notó el pánico en su voz, aun con el paso atronador de un camión—. Creía que estabas a gusto con Maureen y Frank.

Grace no contestó. Colgó con fuerza confiando en que sonara como si se le hubieran acabado las monedas.

Había estado otras veces en las oficinas de los servicios sociales, pero siempre después de alguna crisis, esperando a que la señorita Thorne encontrara otra familia de acogida que la aceptara. Tuvo que mirar la dirección en el listín de teléfonos. Era un edificio alto en una calle de casas adosadas con árboles en las aceras, cerca del parque. Todas las casas se habían convertido en oficinas. Grace pasó junto a firmas de abogados, agencias de seguros y dos consultas de dentista por el camino.

En otras ocasiones había esperado sentada junto a la mesa de la señorita Thorne en la gran sala de despachos del piso de arriba, pero aquel día la acompañaron a una de las salas de reuniones. Tenía una mesita baja y tres sillones forrados de vinilo naranja. En la pared había un gran cartel que prohibía fumar, pero Grace vio quemaduras de cigarrillo en la moqueta de nailon.

La señorita Thorne estaba nerviosa. A pesar de ser asistente social, Grace había llegado a la conclusión de que no le gustaban las sorpresas. Y si Grace tenía problemas con Frank y Maureen, probablemente había llegado al final de la columna de los posibles padres de acogida.

—Bueno, Grace —dijo—. ¿Cuál es el misterio?

—Se trata de mi padre.

—¿Sí?

—Tengo derecho a conocerlo, ¿no? —Había aprendido mucho escuchando a otros niños acogidos.

La señorita Thorne vaciló.

—Cuando se considere conveniente —contestó.

—¿Qué significa eso?

—Está en la normativa. Los niños acogidos deben mantener el contacto con los padres biológicos siempre que se considere conveniente.

—¿Por qué no iba a ser conveniente para mí?

La señorita Thorne pareció desconcertada con la pregunta. Quizá pensó que Grace no habría oído la palabra antes y no la entendería.

—¿Señorita Thorne?

—Mira.

Su voz era persuasiva, y Grace desconfió desde un primer momento. Miró a la mujer sentada a su lado en el sillón de vinilo naranja. Tenía las piernas cruzadas como un hombre. Llevaba el mismo tipo de ropa que cuando Grace la conoció —falda hasta la rodilla y chaqueta informe—. Acarició la mano de Grace, que hizo un esfuerzo para no hacer una mueca. —Mira, hace tiempo que nos conocemos y no soy tu maestra. ¿No sería hora de que me llamaras Antonia?

Grace siguió mirándola fijamente. Sabía que la estaba engatusando con aquella proposición de intimidad, pero estaba intrigada por aquel nombre exótico.

—¿Antonia? ¿De verdad te llamas Antonia?

La mujer asintió con entusiasmo, pero Grace estaba decidida a no dejarse distraer otra vez. Levantó la voz y siguió hablando con firmeza.

—Háblame de mi padre.

De repente, la asistente social abandonó toda resistencia. Se rindió.

—¿Qué quieres saber?

—Todo. Desde el principio. ¿Por qué no estaba en casa cuando mi madre murió?

—Porque ya había dejado a tu madre para vivir con otra mujer.

A Grace le pareció que aquellas palabras le proporcionaban un disfrute perverso, que lo que decían en realidad era: «Querías saberlo, ¿eh? Pues a ver cómo te sienta».

—¿Por eso se suicidó?

La señorita Thorne asintió.

—Dejó una nota diciendo que no podía vivir sin él.

Grace pensó en el hombre que se había sentado frente a ella en el restaurante en penumbra tomando un café. Se sintió orgullosa de que su padre pudiera ser la causa de una pasión tan romántica. No le sorprendió no haber sido suficiente para mantener a su madre con vida.

—No deberías culparlo —afirmó la señorita Thorne en un tono que dio a entender a Grace que en el fondo esperaba que lo hiciera.

Pero la culpa era lo último que interesaba a Grace. Buscaba hechos, información.

—¿Sigue viviendo con esa mujer?

—No. Se separaron poco después de la muerte de tu madre.

—¿Por qué no me has permitido verlo nunca?

—¡Nunca se ha tratado de eso, de no permitirlo!

—Entonces ¿de qué? No era conveniente, has dicho. ¿Qué significa?

—Durante mucho tiempo no supimos dónde estaba. La muerte de tu madre lo trastornó. Se puso a viajar.

—¿Adónde?

—Trabajó de buzo para compañías petroleras. Creo que estuvo en Centroamérica y en Oriente Próximo. Lo supimos a través de su familia. No sabían nada más.

—¿Su familia?

Era una palabra potente y Grace volvió de golpe al presente. Se estaba imaginando a su padre nadando en un mar azul transparente. Los niños acogidos siempre estaban hablando de su familia. Incluso los chicos malos de Maureen tenían hermanos en la cárcel o una tía que iba de vez en cuando a buscarlos para llevarlos a McDonald’s. Grace siempre había sido la rara.

—El hermano de tu padre y su madre, tu abuela. Viven en un pueblo, en el campo.

—Langholme. —Recordaba todos los datos que le habían llegado en aquella conversación en el restaurante—. Lo sé por algo que dijo Nan. —Grace apartó algunos pelos de Charlie de la falda tableada del uniforme—. ¿Por qué no me dijiste que mi familia vivía en Holme Park? Eso sí que podrías habérmelo dicho.

—No queríamos que te hicieras ilusiones que no se harían realidad.

Grace no tenía claro qué significaba eso pero lo ignoró. Tenía una pregunta más importante.

—¿Por qué no los he visto nunca, a mi abuela y a mi tío? Me llevaste a conocer a Nan.

—No querían verte. Nan, sí.

En cuanto lo dijo, la señorita Thorne se arrepintió. Incluso para ella, aun provocada por aquella niña tozuda y exigente, era demasiado doloroso. Pero Grace consideró muy en serio la idea.

—No me conocían —dijo finalmente.

—Creían que eras responsabilidad de tu padre —afirmó la señorita Thorne, con un tono más amable—. Nunca se han llevado bien con él.

Grace lo comprendió.

—Ah —repuso—. No querían tener que cargar conmigo.

Se miraron y compartieron una insólita sonrisa de comprensión.

—¿Mi padre sigue en el extranjero?

Giró la cabeza como si tal cosa. Sabía de sobra que no estaba en el extranjero, pero sería una traición delatarlo a la señorita Thorne. Además, era una especie de prueba, para ver si le mentía o no.

—No. Volvió hace una temporada.

—¿Dónde vive? ¿Con su familia?

—En diferentes sitios. Con amigos, en albergues. Se mueve mucho. Le cuesta establecerse.

—¿Por qué?

—Quizá porque no es el tipo de persona que se establece.

—Como yo.

—En cierto modo.

Grace frotó el índice y el pulgar, soltando pelos de perro que flotaron por la habitación.

—Quiero verlo.

—Podríamos arreglarlo. Pero él tiene problemas.

«Problema» era un eufemismo que Maureen y Frank utilizaban mucho. Gary esnifaba cola. Matthew consumía caballo. Ambos tenían problemas.

—¿Se droga?

—No en el sentido al que tú te refieres.

—¿En qué sentido?

—Con toda probabilidad, es alcohólico. ¿Lo entiendes?

—Por supuesto. —La madre de Gary era alcohólica, y Grace añadió—: Eso no le impide a Gary ver a su madre.

—He dicho que podría arreglarse.

—¿Cuándo?

—Cuando haya vuelto a hablar con él. Y con Maureen y Frank.

—¿Otra vez?

—Ya he intentado arreglarlo —aseguró la señorita Thorne a la defensiva—. No siempre es fácil quedar con tu padre. Tiene su manera de hacer las cosas. No quería que te hicieras ilusiones y después desaparecer otra vez.

—Lo entiendo —afirmó Grace—. Gracias.

Estaba agradecida de verdad. No esperaba que la señorita Thorne hiciera ningún esfuerzo por ella.

—Pero no debes esperar demasiado —siguió la señorita Thorne—. Por ejemplo, no podrías irte a vivir con él.

—No pasa nada.

Estaba satisfecha con Maureen y Frank. Y Charlie la echaría de menos. No quería cambios en sus circunstancias, solo conocer a su padre, verlo de vez en cuando, para descubrir algo más de su familia.

La señorita Thorne tardó tres semanas en concertar un encuentro entre Grace y su padre, pero Grace tuvo paciencia. Estaba a gusto en la escuela y se concentró en los estudios. En biología dieron cloroformo a moscas de la fruta para contar las alas arcaicas. Grace estaba fascinada. A la niña que se sentaba a su lado se le fue la mano con el cloroformo, pero devolvió las moscas muertas al frasco, esperando que no se diera cuenta nadie.

Grace sabía que la asistente social no había olvidado su promesa porque en casa Maureen y Frank hablaban de su padre. Que la familia de Edmund Fulwell viviera en Holme Park los había impresionado. Por lo visto, para ellos también era una novedad. Tal vez la asistente social había recordado el malestar de Dave, su sensación de que Grace era de alguna manera diferente, y pensó que la aceptarían mejor si no conocían sus conexiones con personas adineradas.

—Un día tenemos que llevarte —propuso Maureen—. Hacen visitas guiadas y tienen un salón de té precioso.

Por fin, Grace y su padre se encontraron, no en el salón de té de Holme Park, sino en la salita del 15 de Laurel Close. Maureen y Frank se habían llevado a los chicos, los que todavía quedaban. Gary había vuelto al correccional para jóvenes. Maureen había llorado cuando se lo llevó la Policía.

Antonia Thorne esperó en la casa con Grace. Edmund Fulwell llegó tarde. La señorita Thorne no lo comentó con Grace, pero ella se dio cuenta porque la asistente social no paraba de mirar el reloj con expresión resignada, como si fuera lo que se esperaba. Mientras tanto, Grace no sintió ni ira ni miedo. Estaba entumecida. Pensó que aquello era lo que se debía de sentir cuando se estaba muerto; después pensó si su madre se habría sentido así antes de suicidarse. Tal vez esperaba que Edmund dejara a su amante y volviera con ella con aquel mismo entumecimiento. Tal vez decidió que estaría mejor muerta.

Sonó el timbre. La señorita Thorne se sobresaltó y frunció el ceño. Grace pensó que estaba molesta porque al final Edmund no había cumplido sus expectativas. Habría preferido que no se presentara.

—Quiero abrir yo —informó Grace.

Abrió la puerta y él estaba fuera, poniendo una cara rara, de modo que las cejas se juntaban aún con más firmeza sobre la nariz. Tenía las manos en los bolsillos del abrigo. Era última hora de la tarde de un día de octubre, estaba casi oscuro y soplaba un viento racheado que levantaba basura y hojas muertas hacia el umbral. Se inclinó de manera que su cara quedó a la misma altura que la de ella.

—Vaya —dijo—, tú debes de ser mi preciosa hija.

Y siguió hablando muy rápido para que ella entendiera que el encuentro anterior era un secreto entre ellos.

—¡Pasad, Grace! —gritó Antonia Thorne con la voz alegre de una maestra de primaria—. No tengas a tu padre esperando fuera con este frío.

Y él entró, como si ellas fueran las maestras y él hiciera lo que ellas ordenaran. No era mucho más corpulento que Frank, pero mientras se quitaba el abrigo inundó todo el espacio del pasillo.

La asistente social los dejó solos en la salita, y le dijo a Grace que estaría en la cocina preparando el té en el caso de que la necesitara. No cerró la puerta al salir.

—Cualquiera diría que no confía en mí —apuntó Edmund. Se echó a reír y, al ver que Grace no lo imitaba, murmuró—: Supongo que no se la puede culpar.

Parecía menos cómodo que cuando la esperaba frente a la escuela, más tenso. Grace, que había visto a la madre de Gary en varios estados de intoxicación, pensó que probablemente él estaba sobrio. La última vez, en cambio, había tomado algunas copas.

—Dijiste que nos veríamos —susurró.

—Sí, mira. Lo siento mucho. En los últimos tiempos no me han ido bien las cosas. Espero que ella… —Hizo un gesto con la cabeza hacia la cocina—. Te lo haya explicado. Necesitaba tiempo para poner orden en mi vida.

Grace percibió el sentimiento de autocompasión en su voz y de repente se enfadó. ¿Y yo qué?, tenía ganas de gritar. ¿No pensaste en mí? Pero se dio cuenta de que no merecía la pena. Si quería mantener el contacto con su padre no podría exigirle nada. Edmund Fulwell era quien necesitaba que lo cuidaran.