22

El siguiente mes de septiembre Grace pasó de la escuela primaria al instituto. Era una gran institución con más de mil alumnos. Había tres edificios cuadrados que parecían fábricas, con hileras de ventanas separadas por láminas de plástico azul y amarillo. El plástico estaba roto en algunos puntos, muchas ventanas no cerraban. La primera impresión que tuvo Grace de la escuela fue la de estar metida en una batalla constante con los edificios: la calefacción no funcionaba, el tejado tenía goteras, se encontraron grietas en el suelo del gimnasio y se tuvo que suspender educación física.

La ausencia de educación física no preocupaba en absoluto a Grace. Ya había tenido bastante en la escuela primaria y le apetecía aprender otros temas. Había pasado por la biblioteca pública en secreto para hacerse una idea de lo que le esperaba. Estaba muy ilusionada con la idea de hacer biología, física y química. El primer día, cuando el tutor de clase, un hombre estresado de mediana edad, le dio un horario impreso, rodeó esas asignaturas en rojo. Estaba en el grupo de las mejores en todas las materias. Los últimos dos años de la escuela primaria había esperado pacientemente, procurando no destacar.

En aquella época vivía con Frank y Maureen. Antes de mudarse con ellos pasó un breve período en un centro de evaluación, que por alguna razón estaba casi vacío. En el centro la sometieron a entrevistas e interrogatorios. Podría haber aprovechado para sacar el tema de su padre, pero no lo hizo. Creía que debía descubrirlo por sí sola.

Con Frank y Maureen era más feliz de lo que lo había sido con ninguno de sus padres de acogida. Frank era camionero autónomo hasta que unos problemas de espalda lo obligaron a dejarlo. Maureen todavía trabajaba de cocinera en un hospital. Para ellos la acogida era un trabajo, un negocio, y esto aliviaba la presión para Grace. No tenía que fingir amor. Solían acoger a adolescentes que nadie quería. Entonces tenían cuatro, y Grace era la más joven. Vivían en una casa adosada de los años treinta de cuatro dormitorios, en el extremo de una urbanización municipal que en su día fue respetable y ahora estaba bastante descuidada. Grace era la única chica y por eso tenía la habitación más pequeña para ella sola. Los chicos eran alborotadores y problemáticos, y todos habían tenido tratos con la Policía. A Grace no le importaba. Los ignoraba y se encerraba en su habitación a leer.

El otro motivo de bienestar para Grace en aquella época era un perro llamado Charlie. Frank y Maureen eran los primeros padres de acogida que tenían mascota. Charlie era un chucho nervioso con ojos desorbitados que habían encontrado abandonado. Frank lo acogió con la misma bondad y tolerancia que le había impulsado a abrir su casa a chicos conflictivos, pero en el caos de la casa, a menudo se olvidaban de él. Desde su llegada Grace asumió la responsabilidad de cuidar a Charlie, que la compensaba con una devoción exagerada y exuberante.

El primer día que vio a su padre hacía sol. Tenía biología a última hora y estaban estudiando la estructura de la flor. Dibujó un diagrama de los pétalos, el estambre y el estigma, perfectamente coloreado. El laboratorio de biología estaba en lo alto del edificio, un auténtico solárium. Los demás se habían quitado los jerseys y las chaquetas, pero Grace no. Maureen estaba demasiado ocupada con su trabajo en el hospital y se negaba a planchar las blusas. Así que Grace estaba sonrojada y un poco sudada cuando salió de la escuela con la gran bolsa al hombro camino de la parada de autobús.

El hombre estaba de pie al otro lado de la calle frente a la entrada de la escuela. Vestía de manera discreta, con vaqueros y una sudadera lisa y gruesa. Fingía leer el periódico y eso fue lo que hizo que Grace se fijara en él. Leía el Guardian. Carol y Jim, una pareja de padres de acogida anteriores también leían el Guardian. Jim enseñaba arte y Carol era bibliotecaria. En cambio Frank y Maureen, y los demás adultos a cuyas casas había sido invitada de vez en cuando, leían el Mirror o el Sun o alguna vez el Express. Por eso lo observó con interés mientras aguardaba el autobús. Esperó para ver a qué alumno buscaba. Se le ocurrió que, si el padre leía el Guardian, el hijo también se sentiría raro y aislado. Podían hacerse amigos.

Pero el hombre no parecía saber exactamente a quién esperaba. Miraba por encima del periódico, cada vez con más desesperación, a la riada de niños que pasaban. De vez en cuando parecía a punto de preguntar algo a alguno de ellos, pero en el último momento se acobardaba. Cuando llegó el autobús de Grace, él seguía allí. Subió y enseñó su pase, dejando que la adelantara un puñado de alumnos. Encontró un asiento junto a la ventanilla. El autobús arrancó con mucho ruido y pasó por delante del hombre. Quizá el motor diésel le hizo salir de su concentración porque lo miró indignado. Entonces Grace se dio cuenta de que la esperaba a ella. Era más mayor, pero era el mismo que la miraba furioso en la fotografía del álbum desde que tenía memoria.

Echó la vista atrás y golpeó la ventanilla con la esperanza de que se fijara en ella y se encendiera una chispa de reconocimiento, pero él se había rendido. Dio la vuelta y ella lo vio caminar calle abajo. Se acabó, pensó. No volveré a verlo. Se puso de pie de un salto y tocó el timbre para que el autobús parara, pero el chofer estaba tan acostumbrado a las travesuras de los niños que se limitó a volver la cabeza y gritar:

—¡Por favor!

Fue como una pesadilla, ver desaparecer a su padre a lo lejos. Pero el chofer no se detuvo.

Al día siguiente no estaba. Grace salió de la escuela y lo buscó. Estaba segura de que el hombre era su padre y no solo un producto de su imaginación. La noche anterior había sacado el álbum y había estado estudiando la fotografía. El parecido era tan grande que la sorprendió no haberlo reconocido enseguida. Dejó que pasara el primer autobús, esperando que apareciera, pero no lo hizo.

Justo a la semana siguiente de su primera aparición, otra vez después de las dos horas de biología, volvía a estar allí. Para entonces, Grace había perdido la esperanza. Había planificado estrategias para afrontar su aparición, pero eso había sido la semana anterior y en ese momento no supo qué hacer.

Se quedó parada un momento. Llevaba la bolsa al hombro y le pesaba mucho. Estaba inclinada, con la cabeza ladeada, y lo veía en un ángulo raro. Aquel día no llevaba periódico y parecía menos inquieto, más decidido. Paseaba arriba y abajo por la acera y de vez en cuando se acercaba a los grupos de niños. Grace, que tenía más mundo que la mayoría de chicos de su edad, pensó que si no estaba atenta acabarían arrestándolo.

Esperó a que la señora de la señal parara el tráfico y cruzó la calle. No se fijó en ella porque sus ojos estaban puestos en otra niña de cabellos claros de más o menos la misma edad. Grace la conocía un poco. Se llamaba Melanie y era muy guapa.

—Disculpa.

Él se volvió en el acto.

—Creo que me buscas a mí. Soy Grace.

La miró de arriba abajo. Grace le aguantó la mirada y esperó fríamente su reacción. No le habría sorprendido que se sintiera decepcionado, si esperaba a alguien como Melanie. Él retrocedió un poco. Llevaba gafas y parecía que le costara enfocarla. Sonrió.

—Sí —afirmó. Hablaba tan fuerte y claro que la gente a su alrededor se volvió a mirar—. Sí, claro, ahora veo que eres tú.

—¿Sí?

—Sí. Te pareces mucho a tu madre.

Hacía mucho tiempo que nadie mencionaba a su madre. Los psicólogos y los médicos del centro de evaluación preguntaban por ella de vez en cuando, pero lo hacían con cuidado, en tono dubitativo. Aquello le pareció normal, casi la hizo sentir feliz.

—¿De verdad?

—Pues claro. ¿No te lo habían dicho nunca?

—No —repuso Grace.

—Bueno, a mí no te pareces mucho, ¿no?

Eso era cierto, sin ninguna duda. Era moreno, tenía la cara larga y estrecha como la de un caballo. Las cejas, que empezaban a volverse grises, se unían sobre su nariz. A Grace le habían dicho que eso era una señal de locura. No se lo creyó, pero en ese momento le entró la duda. Tampoco tenía importancia.

—¡Bueno! —gritó el hombre—. ¿Qué podemos hacer? ¿Te echarán de menos si no vuelves a casa ahora?

Grace meneó la cabeza. Frank y Maureen ya tenían bastantes dificultades para que los chicos cumplieran el toque de queda de la Policía. No había más normas.

—Cenamos sobre las siete —respondió—. Con que vuelva a esa hora, me vale.

No era verdad del todo. La cena era una comida flexible que normalmente se tomaba en una bandeja frente al televisor. El que no estaba se la calentaba después en el microondas. Lo que quería decir era que Charlie normalmente cenaba a las siete y que si ella no estaba nadie le daría de comer.

—Entonces tenemos tiempo. —Pasó la mano de Grace por debajo de su brazo y la guio por la calle, ancha y concurrida, hacia el centro de la ciudad.

Parecía saber exactamente adonde iba y Grace pensó que quizá la llevaba a su casa. En la plaza empezaban a desmontar los puestos del mercado. Ella iba a menudo los sábados a comprar verduras baratas para Maureen, y la vendedora la llamó.

—¿Va todo bien, guapa?

Quizá pensó que era raro que caminara agarrada del brazo de un hombre de mediana edad.

—Sí —contestó. Le habría gustado decirle que era su padre, pero ya habían cruzado la calle y bajaban por un callejón junto a Boots en dirección al puerto, donde amarraban los grandes barcos que traían madera de Escandinavia. Se paró frente a una hilera de casas y al principio Grace pensó que vivía allí, pero después se dio cuenta de que era un restaurante. En la puerta había un rótulo que decía CERRADO, pero cuando su padre la empujó se abrió. Parecía conocer al dueño, que limpiaba vasos con pereza, porque, aunque era obvio que el restaurante estaba cerrado, le indicó jovialmente una mesa junto a la barra.

—¿Podemos tomar café? —preguntó. Y cuando el hombre asintió, añadió—: ¿Y un helado? Te apetece un helado, ¿verdad, Grace?

Dijo que sí, aunque en realidad habría preferido tomar solo un café.

El café vino en una tacita muy pequeña de porcelana blanca gruesa. En un plato blanco también de porcelana había tres bolas de helado: fresa, chocolate y vainilla.

—Bueno, ¿por qué no me cuentas qué has hecho?

Dejó la taza en el plato y le temblaron un poco las manos. Grace se dio cuenta de que estaba nervioso. Quiza él también se había preparado para aquel encuentro. El humor que mostraba frente a la escuela era fingido, como cuando Charlie saltaba juguetón alrededor de un desconocido en quien no confiaba del todo.

Así que se tomó su pregunta en serio y habló con él, como lo haría con la asistente social que la visitaba una vez al mes, de la escuela, de lo bien que le había salido el examen de matemáticas, lo difícil que le parecía el francés… También le contó la salida al Museo Hancock de Newcastle. Al principio él la escuchaba atentamente, pero al cabo de un rato su atención se dispersó, y al final la interrumpió:

—Supongo que te preguntas por qué no te había buscado antes.

—Nan no quiso decirme dónde estabas.

—No la culpes.

—¿Sigue viviendo allí?

—Sí, sigue viviendo en la caravana. Intentan convencerla para que se mude a una residencia antes del invierno. Los vuelve locos. Acabará yendo, pero le gusta hacerlos sufrir.

—¿A quién?

—A los asistentes sociales, a los funcionarios, a los que dicen saber lo que le conviene. A mi maldita familia, como si tuviera algo que ver con ellos.

—Pero yo creía que ella era familia tuya.

—¿A qué te refieres?

—Creía que era tu madre.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada como un tauteo de zorro.

—¿Nan? Ni hablar, no. —Después, viendo que Grace se ruborizaba por su error, añadió amablemente—: Pero es lo siguiente mejor a una madre. Me cuidaba cuando era pequeño. —La miró por encima de la mesa—. ¿No sabes nada? ¿No te han explicado nada?

—Me dieron una fotografía, de ti frente a una casa. Con mucha basura.

—¡Me acuerdo de ella! —Parecía encantado—. Fue el verano en que me dejaron quedarme en la finca. Antes de que madre me rescatara.

—¿De qué? —Se lo tomó al pie de la letra y se imaginó bandoleros, piratas y secuestradores.

—De mí mismo, por supuesto. —Se frotó las manos y rio—. De mí mismo.

—No parecía una finca. La fotografía, digo.

Pensaba en la urbanización donde vivía con Frank y Maureen, en las pulcras calles sin salida de las casas nuevas donde vivían los otros padres de acogida. Esta vez pareció que la entendía.

—Me refiero a finca en el sentido de la tierra que pertenece a una casa grande —aclaró—. En este caso Holme Park, en Langholme. —La miró—. ¿Has oído hablar de ella?

Grace negó con la cabeza.

—No conoces a Robert, entonces. Ni a mi madre.

—Solo he conocido a Nan.

—O sea que van de eso. —Parecía perturbado, pero al mismo tiempo complacido. Grace pensó que era como cuando alguien a quien no soportas confirma tus peores temores, por decirlo de alguna forma—. Lo ves, así es como son. Ya te lo decía yo.

—¿Quién es Robert?

—Mi hermano. —Calló un momento—. Mi hermano mayor.

—¿Dónde vives?

Por primera vez se mostró evasivo.

—En ningún sitio especial —respondió—. Nada que ver con Holme Park. Y no es un sitio donde pueda llevar a una niña.

—No quiero que me lleves. Solo quiero saberlo.

—No vale la pena hasta que esté instalado.

Se levantó y ella lo siguió a la puerta. Eran solo las cinco y esperaba que la llevara a otro sitio. Al fin y al cabo había dicho que tenían horas de sobra para pasarlas juntos, pero una vez fuera del restaurante sacudió la cabeza con nerviosismo.

—¿Puedes volver sola a casa? —preguntó.

Ella dijo que sí.

—Nos veremos —apostilló él y se alejó con paso rápido, sin pararse a mirar atrás.