19

El día siguiente a su llegada a Baikie’s Grace se despertó de repente. La habitación estaba llena de luz y supo que había dormido de más; pensó con un pánico repentino que tendría problemas por ello. Echó un vistazo alrededor, sin saber con precisión dónde estaba. Había camas plegables, apretujadas en la gran habitación para acomodar al mayor número de estudiantes que hacían los trabajos de campo. No estaban hechas pero todas tenían una manta gris doblada al pie. Las almohadas llevaban fundas de rayas. El olor era rancio, institucional. Por un momento le recordó a otro sitio donde había estado y se sintió desorientada.

Entonces Rachael la llamó desde abajo diciendo que había hecho café y le preguntó si quería.

—¿Qué te apetece?

Se trasladó de golpe al presente. Vio que otra de las camas de la habitación estaba hecha y recordó a Anne, que había ido a buscarla a la estación y con la que había cruzado Langholme. Recordó la pista que se desviaba de la carretera para adentrarse en el bosque y salir después a campo abierto; la sensación de emerger de los árboles fue como la de llegar a un mundo diferente. Una fantasía infantil oculta detrás del armario, un lugar con el que había soñado desde que era una niña.

—¿Tostadas? —preguntó Rachael con impaciencia.

—Sí, gracias. Bajo enseguida.

Abrió las cortinas. Detrás del jardín, que estaba todavía en la sombra, el sol bañaba la colina y los helechos brillaban como el cobre. Se vistió y bajó a la cocina.

—Lo siento —se disculpó—. Debí de olvidar poner la alarma del despertador.

Era consciente de que Rachael la miraba, preocupada pero comprensiva. Aquella expresión también la había visto antes.

—No te preocupes —repuso Rachael—. Siempre que cumplamos con el calendario podemos organizar nuestros propios horarios. De todos modos, me ha parecido mejor despertarte. Sin duda, más adelante perderemos días por culpa del mal tiempo.

Sonrió. Grace intentó responder, ser simpática, pero se sentía incómoda. Era más difícil cuando estaban las dos solas. No estaba acostumbrada a engañar. La cocina era tan pequeña que tenían que estar muy juntas, y se sentía vulnerable. La noche anterior Anne había manipulado la conversación. Grace había fingido escuchar, pero se había concentrado en sus propios pensamientos. Por eso bebió café, comió tostadas y en cuanto pudo se preparó para salir.

—¿Adónde vas? —preguntó Rachael.

—¿Disculpa?

—Necesito saber adónde vas. Normas de Sanidad y Seguridad. Ya te lo expliqué.

—Sí. Sí, por supuesto.

Rachael seguía en la cocina, de pie, porque no había sitio para sentarse, con una tostada en la mano. Grace puso su mapa sobre la superficie de formica.

—Pensé que podía comenzar cerca de la casa. Hoy recorreré el Skirl, a ver cómo es, buscaré rastros de nutria, veré cómo son las orillas. Tengo pensado volver sobre las dos.

—Bien.

Grace vio que Rachael, que antes la miraba de una forma curiosa, se quedaba tranquila. Tendría que tener más cuidado, pensó. De repente, se le ocurrió que Rachael se parecía mucho a una nutria, con los dientes delanteros grandes, los cabellos castaños que se volverían grises cuando todavía fuera joven y los labios finos.

—¿Te vas a llevar un bocadillo? —preguntó Rachael—. Hay queso y el pan todavía está comestible.

—No. —Enseguida, al ver que se imponían más explicaciones, añadió—: Comeré a la vuelta.

De hecho, la comida nunca la había interesado demasiado, lo que era curioso en vista de la profesión de su padre.

Desde la puerta de la cocina dio la vuelta a la casa, pasó junto al cobertizo del tractor y entró en el jardín delantero. Había una extensión de césped donde, por lo visto, los estudiantes jugaban a criquet en verano, pero no lo habían cortado. Estaba rodeada de arbustos y maleza. El límite del jardín lo marcaba un muro de piedra seca. No había verja para salir al campo, solo unos peldaños, como una gran losa, a ambos lados del muro, y una estaca de madera junto a ellos. Había un sendero, seguramente creado por el paso de los estudiantes y las ovejas, que se metía entre los helechos y llevaba al arroyo. En algunos tramos el Skirl era ancho como un río, a Grace le pareció un buen lugar para las nutrias. Se imaginó que podía olerlas.

Cruzó el arroyo por encima de unas grandes piedras planas. El agua estaba muy transparente. La luz reflejada por la superficie la aturdió y estuvo a punto de perder pie. Al otro lado habían despejado la orilla y se había formado una playa fangosa. Subió por el terraplén y emprendió la marcha en dirección a la vieja mina de plomo.

Caminó junto a la orilla despacio, en busca de lugares adecuados para detenerse y buscar rastros de nutrias, sobre todo excrementos, que eran muy fáciles de detectar por el fuerte olor a pescado que desprendían. En la universidad, un exhaustivo estudio del contenido de los excrementos de las nutrias le había valido una matrícula. Eso y su dedicación. Nunca la habían distraído mucho la vida social o los hombres. «No habrá mucho que hacer en las colinas, ¿sabes? Por la noche, ¿no te aburrirás?», le había dicho Peter Kemp durante su entrevista para el empleo. «Oh, no», había respondido ella muy sinceramente, sin, por supuesto, explicarle que tenía sus propios motivos para querer formar parte del proyecto.

Siguió el arroyo desde los terrenos de la granja de Black Law hacia la finca y la vieja mina de plomo. Había una canalización de alcantarillas de piedra. Pensó que las habrían utilizado como parte del proceso de extracción de la mina. Tal vez para limpiar el mineral o impulsar una rueda. El límite entre Holme Park y la granja no estaba señalizado en el mapa, pero ella lo había añadido con lápiz, y supo que lo había hecho bien porque más allá de la mina, donde el arroyo volvía a ensancharse, se encontró con una comadreja muerta que alguien había tirado al agua; el pelaje anaranjado era perfecto y estaba muy rígida. Cerca encontró el túnel trampa que la había matado. Una trampa con un muelle colocado en una vieja pieza de tubería en una zanja y tapada con piedras. No encontró rastros de otros cadáveres, pero cerca de la trampa olía a carne podrida. Tenía que ser terreno de Holme Park porque solo un guarda se habría tomado tantas molestias. Consideró la posibilidad de tapar la entrada de la trampa, pero pensó que sería una estupidez. No quería llamar la atención tan pronto.

El hallazgo de la comadreja la angustió aunque no supiera decir por qué. Quizá porque no había señales externas de lesiones. Intentó quitársela de la cabeza y siguió caminando, pero de pronto pensó que había oído pasos y salpicaduras de agua a cierta distancia detrás de ella. Se volvió y vio que la colina estaba vacía. No había lugares en los que esconderse, exceptuando las obras de la vieja mina, ¿y a quién le apetecería merodear por allí? Así que concluyó que había vuelto a imaginar cosas.

Siguió caminando y empezó a contar, aunque no eran los rastros de nutria hallados en la orilla. Contó los padres de acogida que la habían cuidado, aunque ya supiera cuántos eran. Los enumeró. Enumerar sus nombres se había convertido en una obsesión. Sabía que no era sana esa obsesión con el pasado, y tal vez, si no hubiera encontrado a la comadreja, el sol y el olor a turba habrían mantenido a raya los recuerdos.

O quizá no. El relato de Rachael del descubrimiento del cadáver de Bella, blanco bajo la luz de la linterna, había mezclado el pasado y el presente en su cabeza. Era eso lo que había iniciado tanta confusión. Sentía como si un niño hubiese agitado las piezas de un rompecabezas dentro de la caja. La imagen estaba fragmentada. La madre de Grace se había suicidado ahorcándose.

Había tenido seis familias de acogida. En el departamento de servicios sociales, era una especie de récord para una niña como ella. Al principio todos estaban convencidos de que la adoptarían. Era guapa, muy blanca y solo tenía cuatro años. La habían educado bien y ya hablaba con modales. No tenía rabietas. De vez en cuando se hacía pis en la cama, pero eso era de esperar después de entrar en casa y encontrar a su madre colgando del cordón de la bata atado a una lámpara. Aquella también era una mañana soleada. El psicólogo dijo que era muy lista.

La primera pareja fueron la tía Sally y el tío Joe. Casi no se acordaba de ellos porque estuvo allí muy poco tiempo. Debió de ser una asignación de urgencia, pero conocía sus nombres porque estaban apuntados en un álbum que su asistente social rellenaba para ella. No había fotos.

Volvió a cruzar el arroyo hasta la orilla meridional, esta vez vadeándolo, sintiendo la presión del agua contra la goma suave de sus botas caras. Aunque fuera una estupidez, quería evitar las construcciones de la mina y la trampa de túnel.

—Tía Sally y tío Joe —dijo en voz alta, y tuvo un breve recuerdo de un vestido de flores, aroma a tabaco, y estar sentada en las rodillas de alguien contra su voluntad.

Recordaba mejor a la segunda pareja. El plan era que la adoptaran. En los últimos tiempos volvía a aquel recuerdo una y otra vez. Era como hurgar con la lengua en un diente dolorido.