—¡Maldita sea!
La mujer que entró en la capilla de la funeraria intentó cerrar la puerta sin hacer ruido, pero una ráfaga de viento se la arrancó de las manos y se cerró de un portazo. Anne estaba soñando despierta, dejándose mecer por las palabras piadosas, y se sobresaltó como si la hubieran despertado de golpe. Aunque había murmurado la exclamación en voz muy baja percibió la reacción molesta de Rachael. Junto con el resto de los congregados se volvió para ver a la mujer de mediana edad que había aparecido en el pasillo, como si también la hubiera empujado el viento. Anne siguió su avance hasta un banco con admiración. No parecía afectada por las miradas, ni por los cuchicheos curiosos. Aquella mujer sí que sabía como hacer una entrada.
Más tarde, esperando a Rachael fuera, Anne volvió a ver a la mujer. Esquivó a los demás asistentes y pasó por su lado con paso ágil, a pesar de que en la capilla le había parecido grande y torpe. Después subió al Range Rover, que tenía aparcado cerca de la puerta principal para facilitar una huida rápida. Así pues no era uno de los granjeros arrendatarios, pensó Anne. A pesar de la ropa de poca calidad y las bolsas de supermercado que llevaba consigo, aquella no era una mujer cualquiera. Tal vez era pariente de Bella. Tendrían una edad parecida, podrían haber sido hermanas. También se parecían un poco, no físicamente, pero sí en aquella expresión distante, reservada, casi adusta.
—¿Era la hermana de Bella? —preguntó a Rachael—. ¿La de la aparición estelar con las bolsas?
—No sabía que tuviera hermanas.
Rachael parecía molesta, como si fuera la única persona del mundo con derecho a saber si Bella Furness tenía familia.
—Yo tampoco. Solo especulaba. Preguntaba. —Calló—. Oye, me voy. No me apetece la reunión en el White Hart y además casi no la conocía. Al fin y al cabo, fue su decisión. Era lo que quería.
—Si te esperas un poco, te acompaño.
—No te preocupes.
El crematorio la ponía enferma y se veía venir uno de los discursos de Rachael.
Empezó a caminar por la amplia acera en dirección al centro cuando el coche de Godfrey paró detrás de ella. Se imaginó que se había librado de su mujer —quizá ella había ido con su propio coche— y estaba a punto de subir al asiento del acompañante cuando vio que Barbara Waugh estaba sentada en el coche. Le dio un susto de muerte.
—Señora Preece, hola —saludó Barbara por la ventanilla abierta—. ¿La acompañamos al centro? —Y a continuación—: Soy Barbara Waugh. Nos conocimos en la inauguración de la reserva.
—Ah, sí —repuso Anne—. Por supuesto.
Godfrey miraba hacia el frente con las manos en el volante. Era obvio que parar había sido idea de Barbara. No le había hablado a su marido del íntimo almuerzo en Alderwhinney y quería asegurarse de que Anne no lo mencionaba tampoco si coincidían en el White Hart. Anne no tenía ningún inconveniente. La impulsiva decisión de llamar a Barbara le parecía infantil y vengativa. Prefería que Godfrey no se enterara.
—¿Va al hotel, señora Preece? —preguntó Barbara cuando Anne subió al asiento trasero del coche—. Parece que el señor Furness ha invitado a todo el mundo.
—No, no conocía muy bien a Bella. Solo he ido al funeral para acompañar a Rachael. Está muy afectada.
—¿Quiere que la lleve a Langholme, entonces? Tengo mi coche en la ciudad y no me queda muy lejos. Vuelvo directa a casa.
—Pensaba quedarme un rato en Kimmerston. Desde que empezó el proyecto no he tenido muchas ocasiones…
Barbara pareció decepcionada y Anne temió por un momento que propusiera un almuerzo de mujeres, o una vuelta por las tiendas.
—Claro, lo comprendo perfectamente —declaró, en cambio.
Godfrey dejó primero a Barbara en el aparcamiento junto al centro deportivo.
—Me bajó aquí —anunció Anne—. No está lejos.
Pero Barbara no quiso ni oír hablar de ello e insistió en que su esposo debía acompañarla adonde quisiera ir. Así que Anne fue con él hasta el aparcamiento del patio trasero del White Hart. Mientras Godfrey entraba en el hotel para hacer, según él, «acto de presencia», ella cruzó la calle y entró en una cafetería de un callejón. Tomó un capuchino y leyó un ejemplar antiguo de Cosmo hasta que él fue a recogerla.
La llevó a almorzar a un pueblo del sur del condado, donde antes había astilleros y minas de carbón. Era un lugar en el que podían estar seguros de no encontrarse con algún conocido. También era un lugar donde Godfrey parecía sentirse cómodo. Aunque ya habían estado allí, para Anne era como adentrarse en un país extranjero. Las tiendas cerradas a cal y canto, la calle llena de basura, las mujeres sin medias empujando niños sucios en un cochecito, todo aquello parecía estar a millones de kilómetros de Livvy Fulwell y Holme Park y le producía una excitación peculiar.
Incluso allí Godfrey había encontrado un lugar especial para comer. Había una joya de restaurante, muy pequeño y discreto, en unas casas adosadas entre un viejo parque y el malecón donde atracaba el ferry que transportaba a los compradores a una pequeña comunidad del otro lado del estuario. Antes las casas adosadas albergaban las oficinas principales del puerto, y el pequeño comedor, amueblado con sencillez, con las paredes decoradas con fotografías de submarinos y capitanes, tenía un ambiente de cantina de oficiales. A las dos de la tarde estaba vacío.
El propietario los reconoció al instante y los llevó a su mesa favorita.
—¿Una copa? —preguntó—. ¿Lo de siempre? ¿Tienen prisa hoy?
A veces tenían prisa. Estaba a una hora de distancia de Kimmerston y Godfrey tenía reuniones.
—No —respondió Godfrey—. Tenemos toda la tarde.
Así que les llevó unas bebidas, una carta y volvió a su asiento detrás de la barra y su libro. Estaba leyendo Los hermanos Karamazov. Solo levantó la cabeza para hacer una observación.
—Hoy el cocinero está en forma. Pueden pedir cualquier especialidad.
El cocinero tenía carácter. Era alcohólico, aunque normalmente estaba sobrio en sus horas de trabajo, pero sufría ataques inesperados de cólera. Sonrieron.
—Siento lo de antes —se disculpó Godfrey—. Barbara insistió.
—No te preocupes.
—Habría sospechado si no hubiera parado.
—Pero no sospecha nada, ¿verdad?
Anne pensaba que podía ser una explicación para la invitación de Barbara en la reserva. Quizá quería ver de cerca a la competencia.
—No, por supuesto que no.
—¿Cómo ha ido la…? —No sabía muy bien como llamarla. Recepción sonaba a boda y velatorio demasiado fúnebre para un bufé en el White Hart—. La reunión.
—Bien, supongo. No me he quedado mucho rato.
—¿Y Neville, cómo estaba?
Algo de las formas de su mujer se le debía de haber pegado, porque lo que intentaba ser una simple pregunta salió con un trasfondo de sarcasmo. Godfrey no pareció darse cuenta.
—Bella Furness era su madrastra, no su madre. No creo que estuvieran especialmente unidos. No era de esperar que lo afectara.
—No —apuntó ella—. No me sorprende. Siempre me ha parecido muy frío.
—No quería decir que no le importe. Se ha tomado la molestia de hacerle un buen funeral.
—¿Cambiarán en algo tus planes para la cantera ahora que Neville es el dueño de la tierra de Black Law?
—¿Por qué deberían cambiar?
—El acceso sería mucho más fácil si él te diera permiso para usar sus caminos.
Él miró la carta con atención y el ceño fruncido. Por un momento Anne creyó que no le contestaría.
—No creo que sea muy ético que hablemos de la cantera. —Lo dijo en un tono jovial, pero le estaba advirtiendo. Anne entendió por qué Barbara se sentía excluida.
—¿A qué te refieres?
—Podría influir en tus resultados.
—Ah, sí —dijo Anne—. Claro. Tenemos una aventura desde hace casi un año, pero una conversación sobre Neville Furness es más probable que influya en mi estudio que eso. ¡Vamos, hombre!
—Debemos tener cuidado. Por eso, precisamente.
—¡Lo sé! —Le indignaba que él creyera que tenía que decirlo. Pero algo en su voz, algo en la forma en la que miró la carta esquivando su mirada le hizo preguntar—: ¿Por qué? ¿Alguien ha dicho algo?
—No.
—Pero ¿tú crees que alguien puede sospecharlo?
Se encogió de hombros.
—¿No crees que tengo derecho a saberlo?
—La primera vez que fuimos al Riverside. Cuando salimos juntos me pareció reconocer un coche del otro lado de la calle. Puede que nos vieran. Eso es todo.
—¿Quién? ¿De quién era el coche?
—De Neville Furness.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Mira qué bien!
Entonces pensó que la sensación de Barbara de que Neville estaba presionando a Godfrey para que siguiera adelante con la cantera contra su propio criterio quizá no estaba tan desencaminada. Godfrey haría todo lo necesario para no angustiar a su esposa y a su hija.
—¿Neville ha dicho algo? —preguntó Anne.
—No.
—¿Ni siquiera de manera indirecta? Podría ganar una fortuna con esa estrategia.
—No, ni siquiera. —Parecía irritado. No lo había visto nunca tan enfadado con ella.
—Perdona —dijo—. ¿Qué pasa?
—Ya tengo bastante de este tema en casa.
—¿Qué tema?
—Barbara cree que Neville tiene demasiada influencia sobre mí. Nunca le ha gustado la propuesta de la cantera. Desde que empezamos a dar forma al proyecto, está obsesionada.
—¡A lo mejor tiene razón!
—No, tú no lo entiendes. Neville no es así. —Le tendió una carta—. Vamos a pedir. Rod se estará preguntando qué pasa.
Pero Rod parecía enfrascado en Dostoievski.
—A ver qué te parece esto. Mujol al horno con escalonias y patatas nuevas.
—¡Sí! —exclamó ella—. Lo que sea.
Guardaron silencio hasta que llegó la comida y empezaron a comer.
—Cuéntame —dijo—. Si Neville Furness no es un chantajista, ¿cómo es?
—Un tipo normal y honesto. Un poco solitario. Un poco tímido. —Sonrió. Anne se daba cuenta de que intentaba complacerla—. Estaría mejor con una buena mujer. Si fuera el monstruo que Barbara cree que es, ¿te parece que lo habría contratado?
—Sí, si creyeras que te podía ser útil.
—No —dijo él con calma—. Claro que quiero que la empresa crezca. Es mi forma de medir lo que he hecho, mis logros. Pero no a cualquier precio.
—¿Por qué dejó Holme Park?
—No lo sé. Bueno, no exactamente. Te puedo contar cómo fue si te interesa.
—Sí —repuso ella beligerante—. Me interesa, si a ti te parece bien.
—Tuve algunas reuniones preliminares con Robert y Olivia Fulwell sobre la cantera. Ellos fueron los que hicieron la propuesta. Creo que fue ella. Furness estuvo presente en algunas de las conversaciones. Me dio una buena impresión. También tuve la sensación de que no estaba a gusto con los Fulwell. La relación entre él y la señora Fulwell era… tensa. Le ofrecí un empleo. Aceptó.
—¿Qué le pareció a Livvy Fulwell?
La tranquila explicación de Godfrey la había calmado. Empezaba a relajarse, a disfrutar de la idea de que Godfrey le había robado a Neville a Livvy.
—No lo sé. No era asunto mío.
Se le ocurrió una idea.
—¿Crees que tenían una aventura?
—Ya te lo he dicho. No era asunto mío.
Se sirvió otra copa de vino, cosa rara en él. Parecía cansado. Anne apartó su plato, lleno de espinas y ramitas de tomillo, y alargó la mano sobre la mesa, una repetición del gesto que los había unido.
—Lo siento. No debería haber puesto en duda tu criterio.
Godfrey estuvo a punto de decir algo, pero se acobardó en el último momento.
Pasaron toda la tarde en el restaurante, se terminaron el vino y después tomaron varios cafés. Al final, Rod les cobró y les dijo que podían quedarse cuanto quisieran. Hacía rato que había puesto el cartel de cerrado y echado la llave. Anne volvió a tener la sensación de que Godfrey se había armado de valor, pero hasta que no salieron a la calle no se mostró dispuesto a hablar.
Fueron paseando hasta el centro, hacia el aparcamiento seguro que utilizaban siempre. Anne esperaba que al final dijera lo que le preocupaba, vio su reflejo en el escaparate de una tienda que vendía zapatos de saldo. Se vio tan envejecida que pensó que quería dejarla, que era eso lo que quería decirle. Por eso había provocado aquella pelea. Justo en aquel momento decidió hablar.
—Se trata de Barbara.
—¿Qué le pasa? —La angustia la volvió agresiva.
—No sé si puedo seguir con ella. Al menos, indefinidamente.
—¿Qué me estás diciendo?
Godfrey se detuvo en la acera. Alrededor de ellos, las mujeres caminaban con prisa y los niños volvían a casa de la escuela. La corriente de personas los esquivó sin hacerles caso. Estaban acostumbrados a que las parejas hicieran escenas en la calle.
—Te estoy preguntando qué piensas de esto.
—No pretendía separaros. No era mi intención.
—No. No tiene nada que ver contigo. Se trata de Barbara. No sabes hasta que punto estoy en deuda con ella…
—Si no te hubieras casado con ella, ¿todavía serías un artesano de la piedra?
—No es solo eso. —Se impacientó porque había perdido el hilo. Levantó la voz, pero la gente siguió pasando a su lado sin prestar atención—. Lo que quiero decir es que el agradecimiento no es suficiente. Lo que quiero decir es que preferiría estar contigo. Todavía no. Cuando Felicity sea un poco mayor. Más independiente. Cuando este tema de la cantera esté resuelto. Necesito saber qué piensas de esto.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que no quería dejarla ni mucho menos.
—¿Quieres decir abiertamente? ¿En público?
—Matrimonio, si es lo que quieres.
A la mañana siguiente, cuando la dejó al final del camino para que fuera andando a Baikie’s, se sentía como si volviera a tener quince años. No había pegado ojo. Godfrey se había dormido de madrugada y ella se había quedado despierta escuchando su respiración. Era la primera vez que pasaban la noche juntos. Aun así, se sentía con fuerzas para trabajar todo el día. Y para hacer cualquier cosa que Godfrey Waugh le pidiera.