Estaban cruzando Langholme cuando vio a Livvy Fulwell en el Range Rover de Holme Park conduciendo hacia ella. Livvy frenó con brusquedad y le dio las luces. Anne se preguntó por un momento si alguna pieza vital del desvencijado Fiat se había caído, pero parecía que Livvy solo quería ser amable. Anne se sorprendió. No tenían ni mucho menos una relación estrecha. Livvy, por supuesto, sabía quién era ella. Las habían presentado cuando Anne llegó a la Abadía y Livvy, recién casada, se había hecho cargo de la casa grande. Se encontraban de vez en cuando. Livvy la saludaba con la mano desde el Range Rover si se sentía benévola o le dirigía cuatro palabras en la oficina de Correos después de cobrar el subsidio por su hijo. Pero nunca había dado pie a ninguna intimidad. Anne era muy diestra captando señales sociales y sabía que, por ejemplo, no podía invitar a los Fulwell a cenar.
Aquel día, sin embargo, Livvy estaba muy habladora. Bajó del Range Rover, dejando la puerta abierta, a pesar de que obstruía el camino, y de que un mocoso, atado a una sillita en el asiento de detrás, aullaba con desesperación. Robert y Livvy tenían tres hijos y Livvy se jactaba de ser una madre como es debido. Siempre había alguna niñera entre bastidores, pero ella había participado en la función escolar, los había llevado a comprar zapatos y había organizado fiestas de cumpleaños. Ahora los dos mayores estaban internos, pero siempre estaba en casa para recibirlos durante las vacaciones. Esta era la impresión que daba. Anne había visto a Robert hablando con Jeremy en alguna fiesta de beneficencia.
—Nos vamos a Austria. A Livvy le encanta esquiar, pero insiste en que nos llevemos a la jauría. ¡Esta mujer es una maravilla!
Livvy era más joven que su marido, tenía treinta y pocos años. Al parecer, había sido una novia joven con impecable pedigrí. Ahora tenía la piel de una colegiala, unos cabellos cortos y rizados que le daban el aspecto de acabar de salir de la ducha y una amplia sonrisa cordial que hacía que los demás confiaran en ella. Las personas que conocían bien a la familia decían que era despiadada y el cerebro que dirigía toda la operación de Holme Park.
—Cuánto me alegro de haberte encontrado. —Livvy llevaba un jersey de algodón hecho a mano con unos vaqueros y un Barbour. Había dejado de llover y llevaba el Barbour desabrochado. Tenía una mancha en la parte delantera del jersey como si un niño le hubiera vomitado encima—. Hace siglos que quiero decirte que te pases a tomar café.
Antes del inicio del proyecto a Anne le habría encantado recibir aquella invitación. Ahora se preguntaba qué diría Rachael si aceptaba. La cantera de Slateburn se ubicaría en tierras de Holme Park. Era una empresa mixta. Ser el enlace con los promotores era trabajo de Peter. O de Rachael. Sin duda no de una de las humildes trabajadoras contratadas. Livvy le dedicó una de sus generosas sonrisas.
—Quería que supieras cuánto te agradecemos lo que estás haciendo. Robert y yo lo admiramos mucho. Con lo bien que debes de estar en la Abadía y lo dejas todo para acampar en una casa en medio de las colinas. En serio, sentimos que estamos de tu lado. Holme Park es la herencia de los niños. Si encuentras algo allí seremos las últimas personas del mundo que quieran destruirlo.
Los alaridos del crío fueron in crescendo.
—Vaya por Dios, así no hay quien hable. Siempre dije que después de Harry debíamos parar. Dos es más que suficiente. Quizá sea tan difícil porque hay muchos años de diferencia entre los niños.
Pero no parecía que le resultara tan difícil. Levantó al niño de la silla, se lo colocó en la cadera y lo meció suavemente mientras seguía hablando. El llanto cesó.
—¿Mañana te viene bien? ¿Sobre las once? ¿O tienes demasiado trabajo?
Pero Anne ya estaba intrigada. A hacer puñetas Rachael.
—No —respondió—. A las once me va bien.
—Estupendo.
Livvy sonrió de nuevo. ¿De alivio? ¿O porque había cumplido con éxito su misión? A continuación ató al niño con soltura en la silla del coche y se fue tocando la bocina a modo de despedida.
Las tardes de los miércoles y los domingos, Holme Park estaba abierto al público. Anne había pagado tres libras una vez para curiosear por el jardín, que, francamente, no era gran cosa, pero nunca había entrado en la casa. Al día siguiente, al acercarse con el coche, no sabía muy bien adónde ir. Igual debía de dar la vuelta y entrar por detrás. Se imaginaba que aquel café sería algo informal. Quizá lo tomaran en la cocina, mientras el niño se ensuciaba con pintura haciendo un dibujo, con perros echados en el suelo a su alrededor.
Pero Livvy estaba frente a la casa charlando con una mujer joven y regordeta y cuando Anne dudó sin saber si debía aparcar en el campo que utilizaba el público, Livvy le hizo señas para que siguiera. No fueron a la imponente puerta principal con peldaños de piedra y porche, sino que la llevaron a la entrada de servicio. Había dos alas, más bajas y menos imponentes que la casa principal, construidas en ángulo recto respecto a aquella, y la guiaron hasta el recibidor.
—Le he pedido a Arabella que se lleve al diablillo a dar una vuelta —informó Livvy—, para que podamos hablar en paz.
Aquel día Livvy iba mejor vestida, aunque Anne sospechó que no era solo para quedar bien con ella. Sabía que Livvy llevaba gran parte del negocio desde la finca. Tendría reuniones. El acuerdo con Slateburn había sido idea suya. Robert temía que pudiera afectar a la caza y no estaba tan entusiasmado. Se lo consideraba un bonachón, poco fiable en cuestiones económicas.
—¿Cómo está Robert? —preguntó Anne.
—Está fuera, en la finca. Un problema con uno de los arrendatarios. Te envía sus disculpas. Ha sentido mucho tener que marcharse.
No tomaron el café en la cocina, sino en una coqueta salita. El sofá y los sillones estaban tapizados con una tela color limón claro que no perdonaría ninguna mancha, por lo que Anne dedujo que era poco probable que los niños tuvieran permiso para jugar allí. Después de que Livvy entrara con la bandeja hubo un momento de silencio incómodo que la anfitriona debió de considerar un fallo por su parte porque miró a Anne con una de sus sonrisas y se disculpó.
—Qué locura, verdad, que tengamos tanto en común y apenas hayamos podido coincidir.
Anne no contestó.
—En fin, me interesa muchísimo vuestro estudio. ¿Cómo funciona?
—Somos tres —apuntó Anne—. Tres mujeres.
—¿No es poco habitual?
—Puede ser. Yo soy la botánica. Rachael Lambert se encarga de las aves y Grace es nuestra experta en mamíferos.
—¿Grace?
—Grace Fulwell. No es familia, supongo, pero sí que es casualidad.
—Oh, hay docenas de Fulwell en la guía de teléfonos de Northumberland. Es un apellido muy común. Supongo que todos somos familia de una forma u otra. ¿De dónde es?
La voz de Livvy era informal, pero parecía realmente interesada.
—No lo sé. No es muy comunicativa. —Anne se dio cuenta de que aquello podía sonar hostil. No quería dar la impresión de que hubiera problemas en el proyecto. Al menos no delante de Livvy Fulwell—. Cuando compartes el espacio con alguien la intimidad es importante.
—¡Oh, sí! —exclamó como si se le hubiera revelado una gran verdad—. Lo entiendo.
Anne le explicó a Livvy el funcionamiento del estudio, el sistema de postes y bastidores. Livvy escuchó con atención y la animó a profundizar más. Anne se dio cuenta de cuál era su método para persuadir a directores de asociaciones de cazadores, a los arrendatarios y a los empresarios para que invirtieran con ella.
—¿Y dónde exactamente queréis investigar?
—Yo quiero estudiar un par de lugares del páramo, las turberas, por supuesto, y he pensado en uno de los cuadrados cercanos a la mina de plomo. A veces los residuos cambian la acidez del suelo. Puede haber algo fuera de lo corriente. ¿No te importa?
—¡Por Dios, no! Ve adonde quieras. Acceso libre. Ya te dije ayer que creo que estamos en el mismo bando. —Calló—. Supongo que será demasiado pronto para haber llegado a ninguna conclusión.
—Falta mucho todavía. Aún no he comenzado el trabajo detallado.
—Ah. —Parecía desilusionada y Anne pensó que por fin había descubierto la razón de su invitación. O bien Livvy era demasiado impaciente para esperar al informe completo o era demasiado controladora para no querer ver los resultados antes de que Peter Kemp les pusiera las manos encima.
—Bueno, pues tienes que volver otro día. Quizá cuando tengas algo interesante que contar.
Quizá porque sentía que había sido manipulada, o porque no quería que aquella mujer joven y segura de sí misma creyera que había llevado la conversación a su terreno, Anne sacó la pregunta de Neville Furness. Planteó el tema con torpeza.
—Antes hablábamos de conexiones y relaciones. Supongo que es inevitable en una comarca con tan poca población como esta en que todos tienen alguna clase de parentesco, pero sí parece una casualidad que Neville Furness trabaje para vosotros y después para Slateburn. Y que tenga intereses en Black Law. Más que intereses, ahora mismo, diría yo.
—¡Qué horror, verdad! —Livvy abrió mucho los ojos en un gesto de asombro. Ignoró el comentario de Anne sobre el cambio de Neville de Holme Park a Slateburn—. Pobre Neville. Lo sentimos muchísimo por él. ¿Cuándo es el funeral?
—Mañana.
—No sabíamos si ir. Para darle nuestro apoyo. Pero no conocíamos a la señora Furness y pensamos que, dadas las circunstancias, preferirá estar solo con la familia y los amigos íntimos.
—Imagino que se hará cargo de la granja —comentó Anne.
—Supongo que sí.
—¿No os interesaría comprarla? —Se le había ocurrido la idea de repente. No entendía por qué no lo había pensado antes. Así, en caso de recibir la aprobación para la cantera, controlarían el acceso.
—Que yo sepa no nos lo hemos planteado —respondió Livvy tranquilamente—. De esto se encarga Robert, no yo.
Anne presintió que la otra mujer estaba preparando el terreno para derivar la conversación a un tema más seguro, al niño otra vez, quizá, o a la salud de Jeremy, así que no esperó a hacer la pregunta.
—¿Cómo disteis con Neville Furness? —preguntó en un tono frívolo, de cotilleo entre amigas—. Era el director de vuestra finca, ¿verdad? Lo he visto un par de veces pero nunca he sabido qué pensar de él.
Livvy era demasiado astuta como para dejarse manipular.
—¿Neville? Es un tipo estupendo. El mejor. Cuando se marchó lo sentimos mucho.
Entonces desvió la conversación hacia temas domésticos. Los niños acababan de volver al internado después de las vacaciones de Semana Santa y los echaba muchísimo de menos. Si hubiera alguna escuela alternativa en la zona, los sacaría del internado, dijera lo que dijera Robert.
A las doce en punto volvió la joven que Anne había visto antes. Primero oyeron las ruedas del cochecito sobre la grava y después la vieron a través de las altas ventanas. El niño estaba dormido, con los brazos y la boca abiertos, totalmente relajado.
—Lo siento —se disculpó Livvy—. Tengo que recoger al pequeño. Arabella tiene la tarde libre, pero no tengas prisa en marcharte.
—No te preocupes —repuso Anne—. Tengo que volver al trabajo.
Estaba segura de que Arabella tenía instrucciones precisas de cuándo debía volver con el niño. Livvy le había concedido una hora a Anne. Ni un minuto más.
No le apetecía volver en ese momento a Baikie’s. Rachael querría saber dónde había estado y entonces tendría que reconocer que había confraternizado con el enemigo. Decidió pasar por la Abadía, recoger el correo, poner una lavadora. Quizá llamaría a Godfrey a la oficina para saber si había vuelto de la conferencia.
Antiguamente, el camino que llevaba de Holme Park al pueblo era una vía privada con árboles a los lados que cruzaba el terreno del parque hasta la casa. Ahora los campos adyacentes estaban vallados y cultivados. Al final del camino había un par de casas adosadas, construidas en los años veinte para alojar a los trabajadores más antiguos del parque y a sus familias. Grace Fulwell estaba de pie junto al camino, mirando aquellas casas, como fascinada.
Anne redujo la velocidad y se detuvo. Grace siguió con la mirada fija. Como si no hubiera visto ni oído el coche. Anne bajó la ventanilla e hizo un esfuerzo por hablar en tono cordial.
—¿Qué haces aquí?
Grace se giró como si volviera a la vida.
—Estaba recorriendo la parte del río que atraviesa el pueblo. Había oído hablar de Holme Park. Estilo Vanburgh, ¿no? Pensé que podía desviarme y echar un vistazo.
Desde donde estaba, si se hubiera vuelto y mirado avenida arriba, habría tenido una vista perfecta de la casa, pero no era la arquitectura Vanburgh lo que interesaba a Grace, sino aquellas casitas modestas con sus pulcros jardines. Concretamente, era la casa adosada de la izquierda, con el columpio y el tendedero giratorio, a la que se le iban los ojos.
—¿Has venido andando? —preguntó Anne.
Grace asintió.
—Debe de haber treinta kilómetros desde Baikie’s, aunque cortaras por la colina. ¿Por qué no me has pedido que te trajera? O Rachael podía haberte traído. Me sorprende que no se ofreciera cuando le dijiste que venías.
Grace se volvió, con un ligero rubor en el rostro.
—Entonces no tenía del todo claro adónde iba.
—¡Ay, ay, ay! —exclamó Anne—. Qué mala eres.
Pero Grace no parecía oírla.
—Bueno, al menos puedo llevarte de vuelta.
—No —repuso Grace—. No te preocupes. Todavía no he terminado.
Anne la dejó allí, mirando fijamente la casa con los ojos ligeramente entornados como si mirara a través del visor de una cámara.
Bueno, se dijo. Ya se las arreglará.