Aquel verano Anne se estuvo viendo en secreto con Godfrey. Fue discreta de un modo que no era natural en ella. En el pasado había alardeado de sus conquistas. Jeremy fingía que no le importaba y puede que fuera verdad, aunque le gustara mantener la fantasía de que eran una pareja feliz, económicamente independiente, que se adoraban el uno al otro, tanto como adoraban vivir en el campo. Anne temía que si se enteraba de lo de Godfrey se riera de ella. De los trajes de Marks & Spencer, del pretencioso reloj de oro, de los zapatos brillantes. A pesar de sus compañías, Jeremy era un esnob. Godfrey tenía más interés que ella, si cabe, en mantener la aventura en secreto. No quería ni pensar en la posibilidad de que su esposa o su hija se enteraran de que tenía una amante.
Así que Anne seguía viviendo como siempre. El verano era seco y caluroso y pasaba muchas horas trabajando en el jardín. La frente se le volvió marrón como el cuero y los brazos y el cuello se le llenaron de pecas.
—Parece que tengo sesenta años —le dijo un día a Godfrey—. No sé cómo puedo gustarte.
Se esperaba que hiciera un chiste sobre que le gustaban las mujeres mayores, pero no.
—No es que me gustes. Es mucho más, mucho más que eso —respondió.
Y ella lo creyó. A principios de otoño recogió las primeras manzanas, las envolvió en papel y las guardó en cajas en el fondo del garaje. Y seguía esperando con ilusión los encuentros clandestinos.
En otoño, cuando la oposición a la supercantera alcanzó un punto álgido, Anne seguía formando parte del grupo. Le gustaba asistir a las reuniones a las que Godfrey estaba invitado. De pie en la puerta de la sala destartalada de la iglesia, sentía una exaltación ilusionada sabiendo que él estaba dentro. A veces podía oír su voz, baja y monótona, argumentando una idea. A menudo sus argumentos eran técnicos. Quizá no fue un buen estudiante, pero tenía la cabeza llena de estadísticas y las podía enumerar sin equivocarse, como un niño recita su poema infantil favorito. Le encantaba discutir con él en público.
Los compañeros del grupo de activistas creían que detestaba a Godfrey Waugh.
—Vamos, mujer —le dijo a Anne el hombre de la cara de oveja—. Tampoco hace falta tomárselo de una forma tan personal.
En aquellos enfrentamientos Godfrey siempre se mostraba educado. En privado no hablaban nunca de la cantera. Ella creía que la aparente antipatía entre ellos le quitaba un peso de encima. Su esposa nunca pensaría que podía enamorarse de una bruja agresiva y malhablada como ella.
En una ocasión los vio juntos, a él y a Barbara. Iban con la niña. Godfrey había donado una de sus canteras agotadas al Departamento de Protección de la Fauna y Flora para que fuera el centro de la nueva reserva. Se habían inundado los pozos y se habían convertido en estanques. El director del Departamento de Protección de la Fauna y Flora habló esperanzado de lechos de juncos y charcas. Godfrey había donado mucho dinero para proyectos y promoción, pero también acababa de hacer oficial su plan de aplicación para la supercantera de Black Law, de modo que existía cierto nerviosismo en el Departamento de Protección de la Fauna y Flora. ¿Qué pretendía Godfrey Waugh? ¿Hacía sus donaciones como un gesto preventivo con la esperanza de conseguir un trato más favorable a la cantera? Anne no sabía la respuesta a estas preguntas, pero le costaba creer que Godfrey fuera tan retorcido.
Debido al recelo que despertaban los motivos de Godfrey Waugh, la fiesta para celebrar la inauguración de la nueva reserva había sido discreta. Anne oyó hablar a uno de los administradores, una propietaria rural conservadora con vestido de cachemira.
—Teníamos pensado poner una marquesina, pero dadas las circunstancias, no nos pareció lo más adecuado —dijo.
Era la hora de almorzar de un día de principios de octubre y hacía más calor que muchos días de verano. La reserva estaba situada en una tierra baja. Las llanuras se extendían hasta la costa. A pesar de que un muro, construido con deshechos de la cantera, impedía ver el mar, su presencia se sentía en un trémulo horizonte, en el cielo despejado.
El ganado pastaba en la orilla, contemplando la celebración desde lo alto. Uno de los pozos inundados había atraído ánades reales, fochas y pollas de agua.
Anne llegó tarde a propósito, para ahorrarse los discursos, y se unió a la gente que salía del centro de visitantes en uno de los edificios reconvertidos de la cantera. Por lo visto, era el momento de la ceremonia de inauguración. Se había tendido una cinta entre dos árboles enclenques recién plantados. Algún día sería la entrada al aparcamiento. Anne reconoció la nuca de Peter Kemp y se coló entre la gente hasta llegar a su lado.
—¿A quién tienen para hacer los honores?
Él se giró sobresaltado.
—Por Dios, mujer. Casi me da un infarto.
—¿Y qué famoso va a cortar la cinta?
—La mocosa de Godfrey Waugh. —Peter hizo una mueca—. Patético, a que sí.
—Tenía entendido que te habías pasado al bando de los peces gordos. ¿No te has establecido por tu cuenta? Una consultoría, me han dicho.
—Ya, bueno, eso no tiene nada que ver.
—Claro —afirmó ella.
—Deberías ser simpática conmigo, Annie. Podría proporcionarte trabajo, y bien pagado. Tengo el contrato para la evaluación de impacto ambiental de Black Law.
—¡Vaya! —exclamó ella—. ¿Cómo lo has conseguido? —Estaba sinceramente impresionada—. ¿No preferían a alguien con más reputación?
—Soy el mejor, Annie. Es lo único que necesitan saber. —Calló—. Bueno…, ¿no quieres el empleo?
—No tengo ningún título.
—Pero tienes experiencia. Me han encargado que redacte el informe y puedo emplear a quien quiera.
Todavía estaba pensando en ello, preguntándose qué le parecería a Godfrey, cuando los mandaron callar. Felicity Waugh se situó frente al público guiada por su padre. Era una niña anticuada y regordeta, con mejillas de hámster y cabellos largos encrespados. El padre le ofreció unas tijeras de jardín y ella se esforzó por cortar la cinta. Era una tarea complicada porque las tijeras estaban poco afiladas. Al final Godfrey le ayudó poniendo las manos sobre las de ella y hubo un estallido de aplausos.
Godfrey volvió junto a una mujer que estaba de pie en la primera fila. Debía de ser su esposa. Anne brindó por la reserva con un vino blanco tibio, bebió y miró a la mujer.
Se había creado una imagen sobre Barbara Waugh. Se había imaginado a una mujer gorda y aburrida. Godfrey la habría conocido en la escuela secundaria. Su vida doméstica sería deprimente, sus conversaciones limitadas. Lo más seguro es que no hubieran vuelto a tener relaciones sexuales desde el nacimiento de su maravillosa hija y, por lo tanto, lo único que tenía ahora en común la pareja era a la niña.
Anne se dio cuenta enseguida de que había juzgado mal la situación. De entrada Barbara era una competencia nada despreciable. Llevaba ropa cara e iba muy bien vestida. Tenía unos pómulos que habrían puesto verde de envidia a algunas mujeres y llevaba el pelo rizado con una discreta permanente. En comparación con ella, Anne se sintió poca cosa y desaliñada.
Mientras la observaba, Barbara y Godfrey intercambiaron unas palabras y a continuación ella se separó y cruzó la hierba en dirección a Anne. Por un momento se preguntó, enfurecida, si Godfrey le habría contado su aventura. Ver a la mujer le había hecho reevaluar la relación. Quizá solo le preocupaba mantenerlo en secreto para poder conservar su imagen respetable con los medios. Quizá eran una de esas parejas horribles que no tenían secretos. Se preparó para una escena.
Pero parecía que Barbara solo quería ser amable. Sonreía con nerviosismo. Anne percibía su malestar, una tensión evidente. Las palabras salieron demasiado rápidas. La sonrisa se tornó en una frente arrugada, un gesto nervioso que parecía habitual en ella.
Es una neurótica, pensó Anne triunfalmente, contenta de poder etiquetarla y sentirse superior. Pensó que Barbara no sería demasiada competencia. Ahora que estaban una al lado de la otra era evidente que tenían más o menos la misma edad. Barbara tendría casi cuarenta años cuando tuvo a su hija.
—Señora Preece. Me gustaría hablar con usted.
—Por supuesto.
—Quería que supiera que admiro el trabajo que hace. El medio ambiente es muy importante, ¿no le parece?
Anne tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no parecer estupefacta. Era lo último que se esperaba.
—Sí, claro —respondió, con apenas una pizca de ironía.
Por encima del hombro de la mujer vio a Godfrey, que miraba las vacas con una expresión distraída. Anne se dio cuenta de que estaba aterrorizado.
Barbara siguió hablando entusiasmada.
—Quería decirle que ni mi esposo ni yo nos sentimos ofendidos por su oposición a la cantera de Black Law. Estamos muy comprometidos con la conservación de la naturaleza y si la evaluación de impacto ambiental concluye con alguna información que apunte a un problema, le aseguro que el proyecto no se llevará adelante. No esperaríamos a una decisión judicial.
—Bien. —Anne no sabía qué más decir—. Muchas gracias.
Estaba confundida porque, a pesar de no haber cambiado su opinión de que Barbara era una neurótica, parecía totalmente sincera. También le resultaba raro que Barbara pudiera hablar con tanta autoridad de un asunto de la empresa. Godfrey nunca había mencionado que participara en ella y Anne se la había imaginado como una buena esposa tradicional dedicada a sus labores, al margen de los asuntos económicos y laborales del marido.
—¿Participa en los negocios de su esposo? —preguntó. A lo mejor Barbara iba un par de veces a la semana a trabajar en las oficinas.
—Somos socios. No es que haya tenido un papel activo desde que llegó Felicity, pero Godfrey me consulta, por supuesto. Antes era diferente. Crecí con la empresa. Mi padre era el dueño de nuestro primer negocio en Slateburn. Cuando nos casamos, él se jubiló y tomamos las riendas nosotros. No fue fácil. De hecho tuvimos que trabajar veinticuatro horas al día para mantenerlo a flote. Pero, visto en perspectiva, creo que me gustaba. —Sonrió—. Me gustó más cuando empezó a entrar dinero y pudimos respirar.
Parecía perdida en sus pensamientos. Con el ceño fruncido y un gesto nervioso, se volvió y jugó con la servilleta de papel que tenía en la mano. Anne pensó que parecía que se estuviera liando un cigarro, aunque ese no fuera para nada su estilo.
Anne se preguntó por qué Godfrey no le había dicho nunca que se había casado con la hija del jefe. Tal vez quedaba mejor decir que había levantado el negocio él solo. No se lo tuvo en cuenta. Ella contaba fábulas sobre su pasado a todas horas. La verdad era aburrida.
La mujer calló un momento. Alrededor de ellas todo eran conversaciones y risas. Se había acabado gran parte del vino blanco tibio. Por encima del ruido Anne oyó la voz de Peter, clara como la de un colegial, con una dicción perfecta.
—¡Neville! Bueno, ha ido todo muy bien, ¿no? Estarás contento.
Langholme era un sitio pequeño y Anne había oído hablar de Neville Furness, el hijo de Dougie que había estudiado en la universidad y a quien tan bien le había ido. Fue administrador de la finca de Holme Park primero y después lo captaron para Slateburn Quarries porque, según decían, era una persona que podía hablar con los grandes propietarios. Poco después, se anunció el acuerdo entre Godfrey y los Fulwell. Anne lo había visto cuando él vivía en una de las casas propiedad de la finca. Ella paseaba a su perro por el camino a una hora en la que él salía a menudo a correr e intentó trabar conversación, sin éxito. Trató de averiguar si tenía esposa, pero, por lo visto, estaba soltero. De repente se dio cuenta de que Barbara miraba en la misma dirección. Pero mientras la mirada de Anne al cuerpo musculoso y moreno era de sincera admiración, la de Barbara era hostil, casi temerosa.
Barbara puso la mano en el brazo de Anne.
—Venga a verme —propuso— a Alderwhinney. Es como se llama la casa. Seguimos en Slateburn. Todos saben dónde está. Me gustaría hablar con usted. Venga a tomar café o a almorzar cuando le apetezca. Apenas salgo.
Era casi una repetición de lo que había dicho Godfrey la primera vez que había mencionado a su esposa. No se despidió. Besó a Anne en la mejilla y volvió con Felicity. Anne la observó, asombrada.
Quizá debería haber ido, pensó Anne. Habría sido divertido. Clavó el último poste. Al día siguiente volvería con los bastidores. Supongo que todavía podría ir, informar a Barbara de cómo avanza el estudio. Slateburn tampoco está tan lejos. Quién sabe qué opinaría Godfrey de esto.