13

Háblame de ti —propuso Anne.

Estaba inclinada sobre la mesa, con los codos apoyados en el mantel blanco. Había velas, lo cual era de agradecer. Últimamente se había encontrado unas arrugas finas sobre el labio superior y sabía que ya no le sentaban bien los vestidos sin mangas. No estaban en el hotel George, era otra noche, otro restaurante. Godfrey Waugh la había llamado aquella mañana.

—He pensado que podríamos volver a vernos. Nuestro encuentro del otro día me pareció muy provechoso. Me gustaría oír tus propuestas para que la cantera fuera más aceptable para la comunidad.

Pero ella insistió en que prefería hablar de él.

—No hay mucho que contar —expuso, aunque Anne se dio cuenta de que le había gustado que le preguntara.

Hablaba con acento de la región, con un ligero tartamudeo. Era muy tímido. En su primer encuentro, Anne había visto claro que si quería que entrara en juego la seducción, tendría que encargarse ella. Tendría que ser la parte activa. Debían de tener la misma edad, pero había algo torpe y adolescente en él. Se esperaba un hombre de negocios desenvuelto y vulgar, no un muchacho, y la conmovió.

Él siguió, pero hablaba murmurando, de modo que ella tuvo que esforzarse por oírlo.

—De niño vivía en Kimmerston. Suspendí la reválida de la primaria y me mandaron a la secundaria profesional. Nunca destaqué en la escuela. No le veía la gracia. Tampoco es que me dedicara a hacer el tonto, pero no me esforzaba. A los quince años lo dejé y me fui a trabajar a la cantera de Slateburn. No era gran cosa entonces, nada que ver con lo que es hoy. El viejo dueño preparaba piedra decorativa para chimeneas, paredes ornamentales, lápidas, esa clase de cosas. Había perdido el interés, al menos por el aspecto comercial. Le gustaba trabajar las piedras y los escoplos, pero no le apetecía nada perseguir a los morosos. Tuve la oportunidad de comprar la cantera. Hacer dinero siempre me gustó, incluso cuando iba a la escuela.

Le sonrió como disculpándose. Quizá creía que Anne era una ecologista intransigente para quien el dinero no tenía importancia.

—Esto es todo, la verdad. Pudimos expandirnos. Fue tanto cuestión de suerte como de otra cosa. De estar en el lugar adecuado en el momento adecuado. Lo de siempre. —De pronto se calló—. Oye, no debería hablar tanto de mí —dijo como si lo hubiera leído en una revista.

—¿Estás casado? —preguntó Anne, pensando que quizá lo que había leído era la página de consejos de la revista de su esposa.

No llevaba alianza pero le daba la impresión de que estaba casado. Tenía toda la pinta.

Él se demoró en responder.

—Sí, con Barbara. No sale mucho —aclaró, cuando ella ya esperaba que mintiera.

—¡Qué respuesta más rara! —Tan rara que lo presionó para que se explicara, pero él se negó.

—Estoy casada —declaró Anne por fin, estirándose de forma extravagante—. Y salgo a todas horas.

Por algún motivo el comentario pareció incomodarlo. No contestó y le sirvió vino. Anne ya se había bebido casi toda la botella. Él se había ofrecido a conducir.

—¿Tú eres de aquí? —preguntó él. Era muy educado, se comportaba como si acabaran de conocerse—. Me refiero a si naciste aquí.

—Bastante cerca.

Detestaba hablar de su pasado. Siempre había considerado que sus padres eran unas personas insignificantes y horribles. Su padre era director en un internado para chicos. Hasta que ella tuvo la edad suficiente para ir a la escuela, creció en aquel ambiente de tiranía mezquina y ritual, de juegos competitivos y tradiciones falsas. Su madre miraba por encima del hombro a las demás mujeres y su padre miraba por encima del hombro a todo el mundo.

—¿Y a qué escuela fuiste? A la normal, supongo.

A Anne le hizo gracia que la cuestión de la educación le importara tanto. Ella despreciaba bastante a las personas con cualificaciones regladas y, en cambio, para él parecía ser su forma de definirlas.

—¡Qué va! Me mandaron a un horrible estercolero en los páramos de North York. No aprendí nada en absoluto.

Siempre describía así sus años en el horrible estercolero, pero sabía que no era del todo cierto. Había una mujer que enseñaba biología, la señorita Masterman, que parecía tan sola y aislada como cualquiera de las alumnas. Era joven, recién salida de la universidad, y bastante puntillosa. Una escocesa que se habría sentido más a gusto en una escuela de secundaria normal de una ciudad interior que en aquel edificio gótico. Ya entonces Anne se preguntaba qué hacía allí aquella mujer. Costaba imaginarla tomando el té por la tarde con las solteronas aburridas que componían el claustro, en la sala común de paneles de madera de las profesoras. Y sin duda parecía preferir la compañía de un pequeño grupo de alumnas que la de sus colegas. Organizaba excursiones a los páramos, y lejos de la escuela parecía tranquilizarse. Llevaba consigo un cuaderno lleno de dibujos a lápiz. Las líneas eran precisas; las imágenes, llenas de detalles. Para impedir que se emborronaran, las rociaba con un fijador que olía a pera.

De vez en cuando, la señorita Masterman las llevaba a buscar setas. Fuera de la escuela pedía a las alumnas que la llamaran Maggie, pero Anne siempre pensaba en ella como la señorita Masterman. Se llevaban cestos de mimbre planos y escuchaban con horror pero fascinadas su voz seca con acento de Edimburgo, que les contaba historias de personas que habían ingerido setas venenosas por error. Retrasaban el regreso a la escuela cuanto podían y encendían una hoguera al anochecer y freían las setas comestibles, los champiñones silvestres y los hongos tinteros.

En el restaurante, mirando el temblor de la llama de la vela, Anne recordaba el olor a leña, el tacto de los platos abollados de aluminio, el sabor de la mantequilla sobre el pan. Había aprendido algo de la profesora de biología. Había aprendido que nunca querría ser como Maggie Masterman, que dependía de unas adolescentes y unos champiñones para pasarlo bien. También que sentía pasión por las plantas.

—¿Trabajas —preguntó Godfrey, interrumpiendo sus pensamientos—, o tienes hijos?

Como si fueran dos cosas excluyentes.

—No, no tengo hijos. Y no tengo trabajo fijo. Hago cosas aquí y allá.

Cuando las cuentas no salían. Cuando los misteriosos tratos de Jeremy no llegaban a buen puerto. Anne se dio cuenta, poco después de casarse, de que Jeremy era gay de una manera bastante manifiesta. Era evidente que él lo sabía cuando se casó con ella, pero quizá pensó, como el viejo arzobispo de Canterbury, que una chica especial podría curarlo. Anne sabía que no había habido malicia ni ganas de hacer daño en la transacción, pero sí hubo otros desengaños: la impresión errónea de que tenía dinero. Tenía la Abadía, eso sí, que en aquel momento le pareció magnífica, pero que resultó ser poco más que una granja pretenciosa construida con la piedra de una capilla Tudor. Y no la había comprado él, se la había dejado en herencia su abuelo.

Por carácter, Jeremy era de un optimismo increíble. Importaba antigüedades, arte, libros. Se las arreglaba para ganar lo suficiente como para sacarlos del apuro, pero Anne sospechaba que ya no podría ni siquiera hacer eso. No hablaban nunca de dinero. Si ella preguntaba, él sacudía un dedo regordete.

—Alto ahí, mujer. Déjame eso a mí.

En los últimos tiempos, habían hecho menos planes para la casa y hablado menos de la decoración; uno de los pasatiempos favoritos de Jeremy era hablar de telas y muebles. Anne se preguntaba, y no por primera vez, si uno de sus ligues lo estaría chantajeando.

Pero a Anne no le gustaba nada trabajar por dinero. Le costaba dedicar tanto esfuerzo para recibir tan poco a cambio. Le parecía denigrante. Por ejemplo, se podía pasar el día entero diseñando un jardín y no ganar ni para pagarse una cena como aquella. Hería su orgullo que la valoraran tan poco. Así que decidió que prefería trabajar de voluntaria. Fue así como conoció a Peter Kemp.

Respondió a un anuncio en la revista Wildlife Trust. Se necesitaban personas con conocimientos de botánica para ayudar en un estudio de naturaleza inglesa. La mandaron a hacer un curso en el que destacó. Desde entonces trabajaba con regularidad como voluntaria para la fundación y se lo pasaba en grande. Era como revivir las expectativas botánicas de la señorita Masterman.

De repente, Anne se dio cuenta de que Godfrey la miraba con expresión suplicante.

Vaya por Dios, pensó. Quiere que le pregunte por sus hijos.

—¿Y tú? —preguntó con resignación—. ¿Tienes hijos?

Contestó con mucha más animación que cuando hablaba de su trabajo.

—Tenemos una niña, Felicity. Tiene casi diez años. Es muy lista para su edad. Al menos eso creo yo. Por ahora va a la escuela del pueblo. Barbara dice que los maestros son buenos. Más adelante ya veremos.

Anne bostezó y se tapó la boca con la mano. Casi esperaba que sacara la foto que sin duda llevaba en la cartera. Sin embargo, fue aquel el momento en el que decidió que podía permitirse tener una aventura con él. Nunca se la tomaría demasiado en serio. No se hablaría de divorcio ni de irse a vivir juntos. No haría nada que angustiara a su hija.

El restaurante se había quedado casi vacío. Estaba en Kimmerston, en la orilla del río. Se encontraban solos en una ampliación construida casi en su totalidad con cristal. Una luz verde y fría se reflejaba en el agua. La vela de la mesa proyectaba el único remanso de calor de la sala.

—¿Tienes que volver? —preguntó ella.

Lo dijo de manera brusca. No había rastro de seducción en su voz. Se inclinó sobre la mesa y aproximó una mano larga y blanca hacia él. Nunca utilizaba guantes para trabajar en el jardín o hacer trabajo de campo y era consciente de que sus manos no resistirían un escrutinio. Tenía arañazos y una mancha en el pulgar de la que no lograba deshacerse, tenía que llevar las uñas cortas. Pero quería tocarlo. Él miró cómo acercaba la mano a la suya con fascinación. Cuando sus dedos se rozaron, ella lo miró a la cara y vio que estaba ruborizado, sin aliento.

—¿Y bien?

Tenía los dedos ásperos, como los suyos.

—No lo sé.

—¿Barbara te está esperando?

—Podría llamar. Decirle que me han entretenido.

Le acariciaba la palma de la mano con el pulgar. A Anne la sorprendió el efecto que aquel gesto simple le producía. Pensó que se estaba haciendo mayor, que estaba cansada, pero deseaba a aquel hombre de mediana edad, honesto, lo deseaba con tanta fuerza que estaba a punto de desvanecerse.

—¿Por qué no lo haces? Jeremy está en Londres y podrías venir a mi casa. A tomar una copa. Si te apetece. —Apenas podía articular las palabras.

Fuera esperaron un momento agarrados de la mano. Anne percibió el olor del río. A pesar de que estaban lejos de la costa, tenía un rastro de sal y algas. Al otro lado de la calle un coche se puso en marcha. Por un momento captó la atención de Godfrey y ella sintió que la mano se tensaba. Volvió la cara, apartándola de los faros. Anne se sintió halagada por la reacción de culpa. El adulterio no le resultaba fácil, por lo visto. Se le ocurrió que podía ser la primera vez que era infiel a su esposa.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Te vienes conmigo?

Pero no llegaron a la Abadía. Su primer encuentro sexual fue en el asiento trasero del BMW. Godfrey salió de la carretera y aparcó en un camino de una granja oculto por los árboles. Después, echados en los asientos de piel, vio la luz de la luna filtrándose a través del follaje estival. Identificó los árboles como saúcos y espinos blancos.