Anne Preece conoció a Godfrey Waugh, presidente de Slateburn Quarries Ltd., en una reunión celebrada en el salón de actos de la iglesia de Saint Mary, en Langholme. Los promotores la habían convocado para explicar su proyecto. Decían que se habían publicado en la prensa muchas especulaciones absurdas y que, en cuanto el pueblo fuera consciente de cómo sería en realidad la cantera nueva, lo más probable era que fueran favorables a ella.
Varias personas del pueblo le habían preguntado si asistiría. Parecían creer que ella podía tener alguna influencia en el proceso de toma de decisiones. Tal vez fuera porque tenía fama de no callarse nada y de saber defenderse. Tal vez tenía algo que ver con su misterioso parecido con Camilla Parker-Bowles. El parecido era tan notable que de vez en cuando corría el rumor de que era ella en realidad la amante del príncipe. Por supuesto, aquello era una estupidez. Anne vivía en la Abadía de Langholme con su marido desde su boda. Siempre le había irritado la comparación. Camilla le sacaba al menos diez años.
Asistió a la reunión, no para complacer a sus vecinos, sino por interés personal. Lo que más le gustaba de la Abadía era el jardín y la vista del valle de Black Law. Era allí donde pensaban construir la cantera. Desde un comienzo vio que lo que estaba planeado era en esencia un proyecto industrial. Habría carreteras nuevas, reflectores potentes, el ruido constante de la maquinaria. Solo el ruido la volvería loca. Después estaban los efectos que tendría en su jardín. Se imaginaba una fina capa de polvo de cal aposentándose sobre las plantas, las flores, los arbustos de frambuesas y las verduras, que las mataría poco a poco a pesar de sus esfuerzos.
Intentó convencer a Jeremy para que la acompañara a la reunión.
—Piensa en cómo bajará el valor de la casa —argumentó.
Pero Jeremy insistía en que tenía una reunión importante en Londres, así que fue sola.
Se sentó en la primera fila en el centro de la sala. Aunque llegó tarde, le habían guardado un asiento porque se esperaba que hablara en nombre de todos.
La reunión estuvo presidida por un político local, un abogado de Kimmerston. Anne lo conocía y lo saludó con la mano. Él la ignoró y Anne se imaginó que su esposa estaba presente, sentada al fondo. Desde el principio defendió la teoría de que cualquier proyecto industrial era bueno para la región porque se necesitaban puestos de trabajo con urgencia.
—Estamos perdiendo a nuestros jóvenes —anunció.
Imbécil pomposo, pensó ella.
Se dio cuenta desde el principio de que intentaba imponer sus ideas, al mismo tiempo que fingía mantenerse imparcial mencionando vagas objeciones medioambientales. Ya no pudo soportarlo más. Había ido preparada. Levantó la mano, en un gesto de deferencia, y se puso de pie mostrando una sonrisa cordial.
—Me gustaría hacer una pregunta al presidente.
El concejal parecía nervioso, pero no podía negarse.
—¿Puede decirme dónde vive, concejal Benn?
Él tartamudeó antes de responder.
—No creo que eso tenga nada que ver con el tema.
Anne lo miró. Se estaba quedando calvo y era ligeramente corto de vista. Anne pensó que había hecho bien especializándose en derecho de la propiedad y derecho laboral. En un tribunal penal se lo habrían comido vivo.
—Como quiera. Entonces hágalo por darme el gusto. —Se giró hacia el público. Siempre había sabido manejar a una audiencia. Hubo un murmullo de expectación. Él miraba la sala, pestañeando.
—Vivo en un pueblo del lado sur de Kimmerston. Pero porque no viva aquí…
—¿El pueblo de Holystone?
—No entiendo qué relación tiene mi vida personal con el asunto que nos ocupa.
Era tan estúpido que no lo entendía. Que fuera un blanco tan fácil provocó un breve instante de mala conciencia a Anne, pero estaba disfrutando demasiado como para detenerse.
—¿Puedo citar un fragmento del Kimmerston Gazette del 21 de julio? El titular dice: «Residentes de Holystone protestan». El artículo trata de un plan para una mina de carbón abierta de la British Coal Contractors. ¿Puedo preguntarle si recuerda ese proyecto, señor Benn? Se planteó hace dos años.
Él siguió mirando al público. El pánico parecía incapacitarlo para el pensamiento racional. Abrió la boca, como un pez, pero no le salieron las palabras. Ella persistió, implacable:
—Dígame, señor Benn, ¿no era usted vicepresidente de una organización llamada HAVOC, la Asociación de Holystone Contra la Minería de Carbón Abierta?
Esto lo impulsó por fin a hablar con coherencia.
—En serio —balbuceó—, no puedo permitir que alguien monopolice la reunión de esta manera.
—Tengo pruebas —manifestó Anne con alegría—. Existen cartas de HAVOC que llevan su firma como asociado. No creo que pueda negarlo. Y me parece muy curioso, señor Benn, que le preocupe tanto generar empleo para los jóvenes de nuestra comunidad mediante el proyecto de la cantera, y en cambio fuera tan reticente a ofrecer las mismas ventajas a los de la suya. Sin duda, la mina también habría creado empleo.
Se sentó. Detrás de ella hubo ovaciones y aplausos y un par de abucheos. Le estaba bien empleado a Derek Benn. Si se hubiera mostrado más neutral en su rol de presidente de la reunión, ella no habría sacado a relucir el asunto de HAVOC. A él le importaba un comino la mina de carbón abierta, ni siquiera había asistido a la mayoría de las reuniones. Su participación en el grupo le proporcionaba una coartada, una excusa para salir de casa cuando quedaba con ella. Dios Santo, se dijo Anne, a saber qué vi en él.
Después de la reunión un grupo de disidentes fueron al pub a discutir la estrategia. Era verano y todavía había luz. Anne habría preferido estar en su jardín, pero los siguió al Ridley Arms, al otro lado de la calle. Vivir en la Abadía le había conferido un cierto y ambiguo estatus en el pueblo. Una responsabilidad. No estaba al mismo nivel que los Fulwell de Holme Park. No se esperaba que ellos participaran en los actos del pueblo, excepto para inaugurar la feria estival de la iglesia. Fuera como fuera, tenía una posición.
La habían invitado a ser capillera de Saint Mary, por ejemplo, a pesar de que casi nunca iba a la iglesia. La ocupación parecía ir con la casa. Pensaron que era una engreída por haberla rechazado.
En el pub el ambiente era ruidoso y caótico y enseguida se vio obligada a asumir el mando. Unos querían organizar una petición. Ella los disuadió.
—Mirad —explicó—. Los promotores no hacen caso de las peticiones. Las reciben a todas horas. Saben que la gente firma las cosas sin leerlas como es debido o porque no saben cómo decir que no. Deberíais organizar una cadena de cartas individuales de protesta. Tienen mucho más peso.
Cuando se sentó Sandy Baines, propietario de una gasolinera, le preguntó con timidez si le apetecía beber algo.
—Pensé que la cantera podía interesarte —confesó Anne—. Los camiones tendrán que repostar en alguna parte.
Por lo visto, no se le había ocurrido porque Anne vio con regocijo que desaparecía después de llevarle su gin-tonic. Se había dejado llevar por la desconfianza general del pueblo ante el cambio y la aparición de aquellos desconocidos. Dudaba de que el interés privado pesara más que aquello.
A continuación se le acercó un hombrecillo, de quien no recordaba el nombre, que vivía en el bungaló moderno y feo de la entrada del pueblo.
—Mira —informó—, hemos hablado entre nosotros. Nos gustaría que formaras parte de nuestra comisión de actividad. Que fueras nuestra portavoz, o algo así.
Tenía una cabeza con la forma de la de una oveja y los cabellos blancos y lanosos. Se imaginó que el «algo así» era un «beee». Le pareció recordar que había sido carnicero. Rechazó amablemente el ofrecimiento. A pesar de que estuviera de acuerdo con ellos y de que disfrutara con la confrontación, sabía que pronto se aburriría. Al menos se aburriría de ellos. Terminó la copa y se levantó para marcharse.
—Mi marido se estará preguntando dónde me he metido. —Aunque sabía que, de haber estado en casa, a Jeremy le habría importado un comino.
Fuera del pub se quedó un minuto disfrutando del último canto de los pájaros. Alguien había hecho una barbacoa. Se dio cuenta de que tenía hambre y estuvo a punto de volver a entrar en el pub, porque, aunque Milly fuera un desastre de patrona que no tenía ni idea de cómo atender a los clientes, el que la consideraran una especie de heroína le garantizaba al menos un plato de sándwiches.
Entonces, un coche negro y brillante, salido de la penumbra sin hacer apenas ruido, se detuvo frente a ella. La ventanilla bajó con un ronroneo. Anne vio a Godfrey Waugh y supo que, con toda probabilidad, la había estado esperando.
—Señora Preece —dijo, como si pasara por allí por casualidad—, ¿puedo acompañarla a casa?
Ella lo reconoció enseguida como el propietario de la empresa de la cantera. Estaba en la tarima durante la reunión. Lo habían presentado, pero apenas habló. Cuando lo miró desde el público, tieso e incómodo con su traje ligero y sus zapatos lustrados, le recordó a un candidato político en una entrevista en la cual estuviese intentando mostrar una simpatía excesiva.
—He venido en coche, gracias.
Un Fiat pequeño y asqueroso. Cuando se casó con Jeremy dio por sentado que el trato incluía dinero. No había salido como ella se esperaba.
—Me gustaría mucho hablar con usted. ¿Puedo invitarla a cenar? —Se mostraba deferente, un poco como los hombres mayores del pub.
—No soy tan fácil de sobornar.
—No, ¡por supuesto que no! —Se lo tomó en serio y reaccionó con estupefacción.
Ella sonrió. Podía parecerse a Camilla Parker-Bowles bajo una mala iluminación, pero sabía el efecto que aquella sonrisa producía.
—Ah, bueno —contestó—. ¿Por qué no?
Ya era demasiado tarde para trabajar en el jardín y sentía curiosidad.
—¿Quiere venir conmigo? ¿O tal vez prefiere seguirme en su coche? Estaba pensando en el George.
Qué bien, pensó Anne. El George era un hotel sin pretensiones del pueblo vecino donde el chef hacía milagros con los ingredientes de la región.
—No, prefiero ir con usted si no le importa acompañarme de vuelta después.
De repente no le apetecía que viera de cerca su asqueroso Fiat. Había algo en él que le despertaba el deseo de impresionar. En aquel momento pensó que era su dinero.