—Eres consciente, supongo —dijo Anne—, de que está como una cabra.
Estaban en el pub en Langholme. Había sido propuesta de Rachael. La idea era salir las tres de Baikie’s, tomar algo y relajarse. Sentía que era su responsabilidad que se llevaran bien. Desde el funeral existía una tensión latente, una irritabilidad que se expresaba en quejas triviales y estallidos de mal humor, y que había alcanzado un punto álgido. Anne había decidido trasladarse a la pequeña habitación de la parte trasera de la casa. Era diminuta, gélida, apenas si cabía una cama. Puesto que la habitación grande con vistas al arroyo y los peñascos era la más agradable, se había dado por supuesto desde el principio del contrato que Anne y Grace la compartirían. Rachael tenía una pequeña habitación para ella sola. No había más. En el pub, Anne había esperado a que Grace se fuera a llamar por teléfono para decírselo a Rachael. Por alguna razón el pub estaba abarrotado y con mucho jaleo. Rachael dedujo que se festejaba algún evento familiar, un bautizo o una pedida de mano. Había un ambiente eufórico de celebración. Se sentía rara manteniendo una conversación tan seria a grito pelado.
—Creía que os llevabais mejor. Parece más contenta. Y al menos come.
—Se pasa las noches despierta, merodeando.
—Lo siento. No tenía ni idea. Hablaré con ella.
—¿Se puede saber de dónde la has sacado?
—El año pasado trabajó en Dumfries para un amigo de Peter. Dijo que era fantástica. Un auténtico hallazgo.
Anne soltó un bufido de desprecio. Grace volvió y miró su copa vacía; no contestó cuando Rachael le dirigió la palabra. Se marcharon pronto del pub.
De vuelta en la casa, Anne subió a buscar sus cosas. La oían haciendo ruido. Grace se sentó a la mesa del salón que utilizaba de escritorio y se puso a trabajar. Desde la cocina, Rachael la oía golpear las teclas de una calculadora. Fue a reunirse con ella. Había hecho buen tiempo y no se habían tomado la molestia de encender el fuego. Una capa de ceniza lo impregnaba todo.
—¿No es un poco tarde para ponerse a trabajar? —preguntó Rachael.
Grace se giró sobresaltada. La calculadora cayó al suelo. Rachael se inclinó para recogerla.
—La idea era que todas nos relajáramos un rato. Todavía queda una botella de vino de cuando fui a la ciudad. ¿La abrimos?
—¿Por qué no? —dijo en un tono demasiado alto, forzado.
—Voy a buscarla. Guarda todo eso. Puede esperar a mañana.
Por Dios, pensó, parezco Edie diciéndome que me tome con calma los exámenes de fin de curso. Había algo en la pasión de Grace por su tema de estudio, un intenso deseo de aislamiento que Rachael reconocía. Sirvió el vino en los únicos vasos que habían sobrevivido al paso de los estudiantes por la casa, pero esperó a que Grace se sentara en un sillón antes de darle el suyo.
—¿Cómo va todo?
—Muy bien. —Grace bebió con aplicación y miró con cautela por encima del borde del vaso.
—¿Los datos son los que esperabas?
—Más o menos.
—He estado revisando la información que pasaste la semana pasada. ¿Eran parámetros normales? —Mientras esperaba respuesta, Rachael sentía un nerviosismo absurdo.
—No lo sé. Era una muestra muy pequeña. —Grace estaba tranquila, aparentemente impertérrita.
—Bueno. —Rachael se irritaba mucho cuando la apremiaban con el trabajo todavía en marcha, así que lo dejó correr, aunque seguía sintiendo el mismo nerviosismo—. Anne dice que no duermes bien.
Grace dejó con cuidado el vaso al lado de su sillón.
—No creo que Anne se tome en serio el proyecto —apuntó con formalidad.
—¿A qué te refieres?
Grace no dijo nada.
—¿Duermes bien?
El vino, que se había bebido muy deprisa, le había hecho efecto porque tenía un gesto casi hostil.
—Lo que necesito.
—Sabes que puedes tomarte el fin de semana libre. ¿Por qué no te vas unos días a casa? Eres la única que no ha salido de este lugar.
—No necesito salir. Me tomo mi trabajo en serio. —No como Anne Preece, parecía insinuar—. Además, tampoco tengo una casa a la que volver. —Se puso de pie y volvió desafiante a la mesa y a su calculadora.
Al día siguiente, Rachael tenía que ir a Kimmerston. Hacía tiempo que había quedado con Peter y un representante de Slateburn Quarries para informarles de los progresos del proyecto hasta el momento. No le apetecía dejar solas a Anne y Grace. Eran como niñas peleonas que necesitaban un adulto para poner paz e impedir que acabaran a bofetadas.
Sed buenas, por favor, tenía ganas de decir cuando salía con el coche.
La sorprendió que Neville Furness fuera el representante de Slateburn. Rachael llegó con tiempo pero él ya estaba en la oficina, enfrascado en una conversación con Peter. Ambos estaban muy elegantes, muy profesionales, con sus trajes. Rachael se esperaba una reunión informal y llevaba su ropa de trabajo de campo. No se decidió nada importante durante la reunión, pero parecía que no fuera a acabarse nunca. Le dio la sensación de que Peter estaba alargando la explicación de la metodología, complicándola más de lo que era necesario solo para impresionar. Después le dijo que se quedara a tomar el té. Volvió a tener la sensación de que se armaba de valor para decirle algo y, cuando la invitó a tomar una copa, dijo que tenía que irse. En toda la tarde no había podido sacudirse la inquietud por las dos mujeres que había dejado en Baikie’s.
Regresó al anochecer. Ya conocía tan bien la pista que podía recorrerla con más rapidez. Sabía por dónde pasar para que el tubo de escape no golpeara contra las raíces y cómo hacer virar el coche en el vado para que el motor no se mojara. En el muro de piedra seca junto a la verja de madera había un mirlo capiblanco; su collar lunado se veía de un blanco asombroso en la penumbra.
Desde la orilla contempló Black Law y Baikie’s. Black Law estaba silenciosa y vacía. Se habían llevado a los animales, incluidos los perros. Sin actividad, la casa parecía destartalada y miserable. En el jardín de Baikie’s había una cuerda con ropa tendida, a pesar de que parecía que fuera a llover. Aunque desde donde estaba no pudiera ver las ventanas, un cuadrado de luz anaranjada se proyectaba en la hierba. Debería haberle resultado reconfortante y acogedor, pero se dio cuenta de que conducía más despacio, retrasando el momento en que tendría que afrontar la hostilidad entre las mujeres, recordando, como siempre que se acercaba al granero, el cadáver de Bella iluminado por la luz de la linterna.
Cuando entró en la casa le sorprendió el olor a comida. No había nada organizado para las comidas, no hacían reuniones amistosas por las noches para compartir experiencias. Rachael había propuesto una rotación para fregar los platos, pero incluso aquello resultó ser poco práctico. Comían a horas diferentes. Anne parecía sobrevivir con huevos revueltos y salmón ahumado. Cualquiera diría que tenía un amigo en el ahumadero de Craster que le proporcionaba suministros. Y chocolate belga que aparecía de la nada. Siempre era generosa compartiéndolo. Rachael lo aceptaba de vez en cuando. Grace parecía desconfiar de la amabilidad.
Al entrar en el salón, Rachael vio que la mesa estaba limpia de libros y papeles y puesta para cenar. Para tres. No había señales de vida. Llamó desde el pie de la escalera.
—¡Hola! ¡He vuelto! —Intentó parecer normal, despreocupada.
Apareció Anne. Llevaba vaqueros negros y un top sin mangas. Cuando el fuego llevaba un tiempo encendido la casa se caldeaba bastante, pero el top de seda color crema desentonaba un poco. Era demasiado elegante. Rachael se preguntó si habría recibido visita.
—He cocinado un estofado —anunció Anne—. No te preocupes. Hay verduras para ti. Y una botella de vino blanco en la nevera.
Así que, o bien había venido alguien, o Anne había ido de compras. Continuó hablando.
—He pensado que ya que tenemos que vivir aquí juntas… Que podíamos hacer un esfuerzo para llevarnos bien.
—¿Dónde está Grace?
Anne hizo una mueca.
—La muy desconsiderada aún no ha vuelto. Le he dicho que iba a cocinar.
Rachael fue a la ventana. Era casi de noche.
—¿Ha dejado su ruta y su hora aproximada de regreso?
—Supongo. En el corcho de la cocina, como una chica obediente.
Era una pulla dirigida a Rachael que se había visto obligada a recordarle que tenía que dejar la información de su trayecto. Y sí que había una nota con la letra diminuta y angulosa de Grace, y un mapa de referencia de una zona de detrás del arroyo y su hora aproximada de regreso: las 20.30. Era casi la hora.
Rachael se relajó un poco. Era demasiado pronto para alarmarse. Fue a la ventana esperando ver la pálida silueta de Grace emergiendo de los helechos, como un nadador del mar.
—Bueno —comentó Anne—, supongo que la comida puede esperar. Pero voy a abrir el vino. ¿Quieres?
—Todavía no. —Sentía que era importante mantener la cabeza despejada.
A las nueve salió con una linterna y siguió el camino hasta el arroyo. Lo cruzó por el puente y empezó a llamar a gritos a Grace, con las manos a los lados de la boca haciendo bocina, y después se paró a escuchar. Se había levantado una brisa. Oía el arroyo y el roce de la hierba de algodón y de los pequeños mamíferos. Una liebre se quedó paralizada, deslumbrada por el haz de luz de la linterna. No había ningún sonido humano, ningún eco del interruptor de una linterna. Nubes gruesas ocultaban la luna, y de no haber sido por el ruido del agua habría perdido por completo la orientación. Sería imposible registrar la zona como es debido, aunque Anne quisiera ayudarle.
Cuando volvió a Baikie’s, Anne iba por la segunda copa de vino. Había cortado un pedazo de pan de la barra y lo comía con avidez, como para dejar claro lo que pensaba. Tenía los pies orientados hacia la chimenea, enfundados en calcetines.
—Sabes que lo hace a propósito —aseveró—. Para fastidiarme, porque le he dicho que hoy cocinaría yo. Pues no pienso esperar más, me muero de hambre.
—Fuera está negro como boca de lobo.
Rachael no podía estarse quieta. Fue de la ventana a la puerta de la cocina, escuchando, mirando hacia la oscuridad.
—No te asustes, por Dios. No se ha retrasado tanto. Seguro que por mí no te preocuparías. No es una niña. Es mayor de lo que parece. Tiene casi veintiocho años.
Rachael se distrajo un momento.
—¿Cómo lo sabes?
—Se dejó el pasaporte arriba, sobre el tocador. Y lo miré. Sentía curiosidad —añadió, anticipándose a su reprobación—. ¿Tú no? No sabemos nada de ella salvo que parece una trabajadora milagro cuando se trata de encontrar nutrias. Si aceptas sus resultados.
A las diez Rachael fue a Black Law a llamar a Peter Kemp.
—No sabía que tenías la llave —dejó caer Anne.
—Dougie me la dio después del funeral. Por si acaso.
Localizó a Peter en el móvil. Parecía estar en un restaurante concurrido. Se oían voces agudas de mujer, estrépito de platos. Al menos se tomó en serio la llamada. A Rachael le preocupaba que se burlara de su angustia.
—Un momento por favor —dijo—. Te volveré a llamar desde un sitio más tranquilo.
Cinco minutos después sonó el teléfono, un sonido rotundo en la casa vacía. Fue directo y resolutivo. Se había puesto en contacto con el equipo de rescate de montaña, aunque no creía que pudieran hacer mucho antes del amanecer. Tampoco Grace había ido a un lugar peligroso, ni estaba escalando o haciendo espeleología.
—No es una persona temeraria, ¿verdad que no?
—No —repuso Rachael—, yo diría que no.
Peter dijo que la noche no era muy fría y que aunque hubiera sufrido un accidente sobreviviría hasta la mañana, pero que, de todos modos, el equipo llegaría pronto. Ellos decidirían qué había que hacer. Dio una pista del motivo de su diligencia al final de la conversación.
—Sanidad y Seguridad no podrán acusarnos de nada, ¿verdad? ¿Todo se ha hecho según el procedimiento?
—Por supuesto.
—Bueno, entonces nos las arreglaremos. Pase lo que pase.
Lo que pasó fue que llegaron seis hombres corpulentos en un Land Rover. Eran guapos, de piel curtida y cuerpo musculoso. Anne, que había comido un plato de estofado, se había terminado el vino y se había ido a la cama; lamentaría habérselo perdido, pensó Rachael. Uno de ellos era el médico que había certificado la muerte de Bella y había trasladado a Dougie.
—Está teniendo una temporada muy movida —le comentó a Rachael como si la envidiara.
Tal vez por eso era médico de familia. Le permitía ser la estrella de su propia película de acción.
Salieron hacia la colina antes del amanecer. Con una anotación tan detallada de los movimientos de Grace dijeron que sería fácil localizarla. Aunque se hubiera desviado de su ruta no habría problema. El médico llevaba una camilla plegable que sobresalía de su mochila.
Rachael los observó desde la ventana de su dormitorio. No la invitaron a acompañarlos y ella no se atrevió a proponerlo. Las nubes seguían siendo densas y bajas y desprendían una lluvia fina; pronto desaparecieron de su vista. Debió de adormecerse, aunque estaba sentada en un sillón, porque de repente oyó que regresaban. Miró el reloj. Habían estado fuera dos horas. Eran cuatro, caminaban en fila india. Las patas de la camilla seguían sobresaliendo por encima de los hombros del médico, pero Rachael no veía a Grace.
Fue a la cocina y puso el hervidor al fuego. Antes de marcharse habían bromeado pidiendo que tuviera el té preparado cuando volvieran. El gas era tan lento que todavía estaba allí cuando entraron los hombres. Apenas había sitio para todos, incluso de pie, en la diminuta cocina. Rachael sintió el calor de la caminata, el olor a cera de sus botas.
—¿La han encontrado? —Entonces le pareció una pregunta absurda porque era evidente que Grace no estaba con ellos—. Los otros todavía están buscando, supongo.
—La hemos encontrado —respondió el médico.
—¿Cómo está?
—Muerta.
Pensó que se estaba repitiendo lo de Bella. Ahora sé lo que es que te agredan, se dijo. Te dan patadas. Duele. Crees que ha terminado, ruedas, intentas levantarte, y algo te cae encima y te patea otra vez. Y todo el tiempo sabes que es culpa tuya.
—¿Cómo ha sido?
—No podemos decirlo —contestó el médico—. Todavía no.
Rodeó a Rachael con sus brazos para sostenerla y ella se preguntó si aquello sería suficiente emoción para él.