Rachael y Edie estaban frente al hotel White Hart. Rachael se distrajo un momento con un coche negro que pasó por delante de ellas calle arriba. Le pareció reconocer a Anne Preece sentada en el asiento del acompañante, pero no vio al conductor.
—Ven a casa a comer algo como es debido —propuso Edie—. He preparado una sopa. Pensé que sería reconfortante.
—Qué maternal.
—Puedo serlo —afirmó Edie en tono pomposo—, cuando quiero.
Comieron la sopa en la cocina de Riverside Terrace.
—¿Y bien? —preguntó Edie—. ¿Qué conclusión has sacado?
Rachael se la imaginó haciendo la misma pregunta a su grupo de estudios teatrales tras una visita al Theatre Royal en Newcastle. Debían de mirarla con el mismo silencio incómodo con el que había reaccionado Rachael en aquel momento, incapaces de comprometerse, deseando algo más concreto.
—No estoy segura.
—¡Piensa! —Rachael pensó que Edie no podía haber sido otra cosa que profesora—. A ver, ¿qué nos dice todo esto?
—Nada —respondió Rachael con frustración—. Nada de nada.
—Claro que sí. ¿No te parece raro que no hubiera nadie de su pasado? Ni una amiga de la escuela ni un primo.
—Estaba la mujer de la bolsa.
—No estoy segura. Si de verdad quería asistir a su funeral, ¿por qué no se ha dado a conocer?
—A lo mejor Bella no vivía en la región entonces. El Gazette solo llega a Kimmerston y a los pueblos cercanos.
—Pues eso ya nos dice algo, ¿no?
—No mucho.
—En alguna de vuestras conversaciones debió de decirte algo sobre lo que hacía antes de aparecer en la granja para cuidar a la madre de Dougie.
—No estoy segura. —Viéndolas en perspectiva, todas sus conversaciones habían sido unilaterales. Rachael había hablado de su infancia, cómo había sido crecer con una madre tan moderna como Edie, su amargura por no saber nada de su padre. Bella había escuchado, comentado, pero pocas veces aportaba su propia experiencia a la conversación.
—¿No te parece raro? —preguntó Edie—. ¿No te parece que lleva a pensar que quería ocultar algo?
—Por supuesto que no —protestó Rachael—. No todos sentimos la necesidad de hablar de nuestros traumas infantiles con la mujer que tenemos detrás en la cola del supermercado.
Edie ignoró el insulto.
—Pero la mayoría sí contamos algo de nuestra familia, dónde fuimos a la escuela, dónde trabajamos…
—Creo que fue a una escuela de agricultura —repuso Rachael— a estudiar horticultura. O quizá sus padres tenían un huerto. Entendía de jardinería, pero no le gustaba. Decía que se había hartado de joven. Por eso nunca se molestó en tener un huerto en Black Law. Yo creía que era por el viento o las heladas, pero ella decía que era un lujo poder comprar las verduras en el supermercado.
—No es mucho para empezar.
—Lo siento. Era muy reservada. A lo mejor es que no puedes entenderlo.
—Es algo que entiendo muy bien. —De nuevo, tácitamente, el padre de Rachael se interpuso entre ellas—. ¿Había estado casada antes?
—No.
—¿Por qué estás tan segura?
—Decía que Dougie era su único y auténtico amor.
—Eso no significa nada. La gente no siempre se casa por amor.
—Bella sí.
—¡Puf! ¿Cuál era su apellido de soltera? Supongo que eso lo sabes.
—Davison.
—¿Y Bella? ¿Es una abreviatura de Isabella? ¿Un segundo nombre? Para que pueda buscarla en el registro.
—Firmaba I. R. Furness. No sé qué significaba la R.
—Pero no creemos que fuera de por aquí.
—Tenía acento de aquí —apuntó Rachael, no muy segura—. Pero me daba la sensación de que había vivido fuera un tiempo. Quizá entonces perdió el contacto con la gente.
—¿Cómo consiguió el trabajo en Black Law? ¿A través de la Oficina de Empleo?
—No. Dougie puso un anuncio en el Gazette. Me lo contó ella. Lo vio y llamó enseguida. Dijo que necesitaba con urgencia el trabajo, que de otro modo no se habría atrevido. Él fue a recogerla a la parada del autobús de Langholme y la llevó a la granja. Iba a ser una entrevista de trabajo, pero acabaron charlando como amigos. Le pregunté si no le había parecido peligroso meterse en un coche con un desconocido para ir a un sitio en medio de la nada. Ella dijo que supo que no en cuanto lo vio. —Rachael miró a su madre—. Ya. Buf. Muy romántico. Por eso creía que no había tenido ninguna relación seria antes de él. No había tenido ocasión de volverse cínica.
—¿Dougie no habría pedido referencias de ella?
—Yo creo que no, en absoluto. Si le gustó, ni se le habría pasado por la cabeza.
—¿Cuándo fue esto?
—Hace siete años. La madre murió dos años después. Ellos se casaron al poco tiempo. Rápidamente, en el registro, sin alborotos. Fue decisión de Bella que fuera así. Creo que a Dougie le habría gustado celebrarlo.
—¿Por qué esperaron a que muriera la madre de Dougie?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —Se le escapó como un grito malhumorado. Estaba harta de hablar—. Mira, tengo que volver. —Pensaba que podía llegar a tiempo para hacer un recuento antes del anochecer, se imaginaba la colina a la última luz, las alondras cantando.
—¿Tienes que irte?
—¿Por qué?
—Tienes razón. Tú no tienes las respuestas. Deberíamos hablar con Dougie.
—Grace pasará la noche con un amigo. Supongo que puedo esperar a mañana. —Sentía la reticencia en su voz. Prefería estar en la colina.
—Si no quieres ir conmigo puedo arreglarlo para que vayas a Rosemount sola.
—¡Madre! —Rachael pegó un manotazo sobre la mesa—. Deja de ser tan comprensiva. —Después de una pausa, siguió—: No seas tonta. Claro que quiero ir contigo.
Habían preparado a Dougie para pasar la noche. Llevaba un pijama a rayas, como un uniforme de prisión anticuado, con las palabras RESIDENCIA PRIVADA ROSEMOUNT bordadas en rojo en el cuello, una bata fina de tela de rizo y zapatillas marrones de tartán. Le habían puesto las zapatillas al revés. Tenía su propia habitación, bastante agradable, con vistas al jardín, aunque no se podía comparar con las vistas de Black Law. Hacía mucho calor. Dougie sudaba. Rachael se quitó el jersey en cuanto entró al edificio.
En el pasillo había un ruido constante: el traqueteo de una silla de ruedas, voces del personal gritando sobre baños y cuñas y dónde habían ido a parar las pastillas de la señora Price; pacientes confundidos y angustiados.
Cuando llegaron, Dougie estaba viendo la tele en un televisor portátil que se apoyaba sobre una cómoda de cajones de contrachapado de pino. El sonido estaba tan bajo que Rachael apenas lo oía. Dougie parecía fascinado por las imágenes chillonas y fugaces.
Creen que está sordo, pensó Rachael, y se preguntó indignada qué les habría contado Neville. Sin embargo, en cuanto entraron, fue evidente que Dougie la reconoció. La enfermera que las acompañó a la habitación se quedó atónita al ver la sonrisa rápida y torcida, la mano sana golpeando el brazo del sillón para que Rachael se acercara más.
—¡Tiene visita, señor Furness! —anunció gritando, como si él no la hubiera oído aposta, y Rachael pensó que era la primera vez que se dirigía directamente a él. Solo por eso la visita había merecido la pena.
Rachael se agachó a su lado y puso la mano sobre la de Dougie.
—Oh, Dougie —dijo—. Lo siento mucho.
La enfermera miró su reloj, murmuró algo a Edie de que estaría en su despacho si la necesitaban, y salió de la habitación.
Fue una conversación extraña, tan intensa como una de las sesiones de terapia de Edie. Dougie se comunicaba con asentimientos, gruñidos, apretones de mano, pero se entendieron. De vez en cuando los distraía el sonido de zapatos blandos deslizándose sobre el linóleo, un grito agudo, el ruido, pensó Rachael, de ratas en un granero, pero enseguida volvían al tema que los preocupaba. Se resumía en esto: Bella se había suicidado y no entendían por qué.
—Quiero saber por qué —manifestó Rachael—. ¿Te importa? Quizá prefieres que la dejemos en paz.
Dougie dejó claro que no lo prefería.
—Me gustaría echar un vistazo a la casa.
Él volvió la cabeza y miró otra vez el televisor. Primero Rachael pensó que lo había ofendido, pero Dougie le apretó la mano con más fuerza si cabe. Fue Edie la que siguió su mirada; se acercó a la cómoda de cajones y volvió con un manojo de llaves.
—¿Son las llaves de Black Law, Dougie?
Pero Rachael ya las había reconocido. Estaban colgadas en una espetera para tazas de la cocina, entre una taza del Newcastle United de Dougie y la gigante taza de té amarilla y verde en la que Bella tomaba el café.
—¿Supongo que debo avisar a Neville de que voy a entrar en la casa?
Lo miró, esperando una respuesta, pero él había perdido la concentración. En el pasillo se había formado otro pequeño alboroto. Una mujer gritó con una voz aguda y fina.
—¡Déjame! ¡No me toques! ¡Tienes las manos mojadas! ¡Tienes las manos mojadas!
Se oyeron unos pasos apresurados, unas voces apaciguadoras, pero Dougie no parecía oírlo.
Rachael, que seguía agachada en el suelo, se volvió de modo que le hablaba casi al oído, como una niña susurrando secretos, forzándolo a prestar atención.
—Dime, Dougie, ¿recuerdas el día en que Bella murió?
Él siguió mirando las rápidas imágenes en el televisor, pero Rachael pensó que estaba recordando. ¿Qué veía? ¿A Bella en la casa de Black Law inclinándose sobre su cama? ¿A Bella arreglándose para morir?
—¿Fue alguien a Black Law aquel día? Supongo que me oíste a mí. Crucé la era justo cuando oscurecía. Todos los perros se pusieron a ladrar. Pero antes, ¿fue alguien más?
Parecía perdido en sus pensamientos.
—¿Fue alguien antes que yo, Dougie?
Era consciente de que él hacía un esfuerzo de memoria. Asintió.
—¿Entró en la casa?
Él asintió de nuevo.
—¿Lo viste? ¿Sabes quién era? ¿Oíste una voz conocida?
Con dificultad, sacudió la cabeza.