Rachael había planeado con todo detalle lo que le iba a decir a Anne cuando volviera a Baikie’s de su excursión al páramo. Mira, siento haber sido tan mandona. Debes comprenderlo. Es la primera vez que dirijo un proyecto y estoy nerviosa. No quiero fallos.
Pero cuando llegó la casa estaba vacía y la cocina en orden. Los platos limpios y secos. Grace y Anne habían dejado apuntado en qué lugar de la colina estarían y la hora aproximada de regreso, que era más de lo que había hecho Rachael. Con la irritación de encontrar la casa patas arriba se había marchado sin dejar su información de ruta, a pesar de que era una norma que había insistido en que nadie podía dejar de cumplir. Las hojas blancas, llenas de referencias y de horas garabateadas dentro de sus cuadrículas, colocadas pulcramente unas junto a otras sobre la mesa del salón, eran como una acusación.
Anne volvió a la hora precisa que había dejado escrita. Cuando Rachael intentó disculparse por su enfado de antes, le quitó importancia.
—No seas tonta. No hace falta que te disculpes. Deberíamos poder encajar estas cosas. Ya somos mayorcitas. No somos niñas.
Aquel comentario, que al principio Rachael se tomó como un gesto de conciliación, al final le pareció otra crítica. ¿No daba a entender que eso era lo que había hecho Rachael? Tratarlas como niñas.
Su incapacidad para encontrar el tono adecuado para tratar a Anne y Grace, la sensación de que, o bien era demasiado controladora, o bien perdía por completo el control, dominaron sus pensamientos los días siguientes. Era imposible adoptar una línea coherente. Las dos mujeres eran muy diferentes. Anne era segura de sí misma, insolente, habladora, más bien imprudente. Grace parecía muy introvertida. Era Grace la que más le preocupaba. Se la veía más pálida, más frágil que cuando había llegado. Apenas daba ninguna información que no fuera sobre su trabajo. Había que arrancarle las palabras de la boca. Casi no comía. Picoteaba la comida, empujándola por el plato con el tenedor. Rachael se preguntó si sería anoréxica. En un momento de desesperación, al ver que Grace no tomaba nada en todo el día, se decidió a hablar.
—Tienes que comer. Sobre todo porque tienes que caminar mucho. —Después, con vacilación—: ¿No tendrás un problema con la comida?
Para Rachael fue difícil. Había sido el objeto de la descarada simpatía de Edie. Durante su infancia y adolescencia Edie había estado atenta a cualquier señal de trauma. Se había imaginado acoso, consumo de drogas, incluso un embarazo. Discretamente, o no tan discretamente, le hacía preguntas. De vez en cuando aparecían folletos sobre anticonceptivos encima de su cama. Así que Rachael era consciente del valor de la intimidad.
Para su alivio, Grace sonrió. Quizá, al fin y al cabo, simplemente era tímida.
—Nunca he comido mucho. Soy algo quisquillosa, supongo. Me he traído un cargamento de chocolate. No te preocupes por mí. Estoy fuerte como un roble.
Era una expresión que Rachael no oía desde que era pequeña, e incluso entonces, solo en boca de personas mayores.
Y era verdad que Grace parecía estar fuerte. Caminaba kilómetros junto al río todos los días y volvía a la casa al anochecer sin muestras de agotamiento. A veces Rachael la observaba acercarse sobre la tierra plana desde el Skirl, con un paso tan uniforme que parecía flotar, pálida en la penumbra como uno de los búhos de orejas cortas que cazaban en los campos bajos cercanos a la granja.
La víspera del funeral de Bella, Peter Kemp se presentó en la granja Baikie’s. Rachael se había levantado a las cuatro de la mañana, a las cinco estaba en la colina y ya estaba de vuelta desayunando y calentándose. Durante la noche había caído otra nevada en las cimas. Ahora hacía sol, pero un viento racheado soplaba durante el último cuadrado de estudio. De haber soplado antes, no se habría molestado en salir. Grace estaba recorriendo un río de la finca de Holme Park. Anne estaba en la cocina, llenando un termo y preparándose para salir. Oyó primero el coche, salió a mirar y llamó a Rachael.
—¡Por el amor de Dios! ¡Sal a ver esto!
Lo último que quería Rachael era levantarse del sillón y dejar el fuego y su tostada, pero Anne no estaba siempre de tan buen humor. Habría sido grosero ignorar su petición. Alcanzó el café y se plantó en la puerta de la cocina en calcetines. Era Peter, conduciendo un Range Rover recién estrenado con un discreto logo de Peter Kemp Associates en la puerta del acompañante. Rachael no había visto antes el coche, ni siquiera sabía que tuviera previsto comprarlo, pero no hizo ningún comentario. Anne no tuvo tanta contención.
—Vaya, ahora entiendo por qué pagas una miseria a tus empleados —dijo en broma, pero también un poco en serio. Siempre se sentía mal valorada—. Nosotros cobramos el mínimo para que el jefe se pasee con un Range Rover.
Peter sonrió encantado, sin ofenderse. Rachael volvió a entrar en la casa.
—Se trata de transmitir seguridad a los clientes. —Lo oyó decir—. Eres una chica lista. Seguro que lo entiendes.
Su tono era provocativo. Rachael, que conocía la fama de Anne de alocada y promiscua, se preguntó si habrían tenido una aventura, o si, a pesar de Amelia, la tenían en aquel momento.
—Bueno, como solo soy una esclava a sueldo —comentó Anne—, más vale que me ponga a trabajar. No querría que me dieran la patada.
—Eso no es posible, guapa —contestó él tan tranquilo—. Eres la mejor botánica del condado.
Si hubo respuesta, Rachael no la oyó. Peter entró en el salón y se situó de espaldas al fuego obstruyendo el calor.
—¿No sales? —preguntó.
—Ya he salido. No sirve para nada contar a estas horas. Deberías saberlo. Escribiste el manual.
La miró como si no entendiera a qué se refería. Había momentos que él podía hacerle creer que había soñado su contribución a la metodología Kemp, que se estaba volviendo loca. Peter se sentó en el otro sillón.
—Me he enterado de lo de Bella —dijo—. Lo siento muchísimo. Por eso he venido. Para ver cómo estabas.
—Estoy bien.
—No, en serio. Sé que erais muy amigas.
—De verdad. Ha sido un golpe, pero estoy bien.
—¿No tienes idea de por qué lo hizo?
—Ni idea.
—Supongo que no sabrás qué pasará con la granja.
—Está claro que Dougie no puede encargarse. Si Neville no se responsabiliza de ella, supongo que la venderán. Han trasladado a Dougie a una residencia. Habrá que pagarla.
—¿Qué están haciendo ahora? Las ovejas estarán pariendo.
—Geoff Beck, de Langholme, se ocupa de ello. Imagino que Neville se lo ha pedido.
Era un interrogatorio más exhaustivo que al que la había sometido el joven policía.
—Neville Furness. ¿Ha venido?
—No. Hablé con él por teléfono. Está organizando el funeral.
—¿Sabías que trabaja para Slateburn Quarries?
—Me lo habían dicho.
Puso su gesto infantil y le sonrió.
—¿No sería posible tomar un café?
Rachael le preparó un café, pero no le ofreció nada de comer. El trayecto a Kimmerston para comprar vituallas era largo, y no le parecía necesario compartir con él sus raciones. En otra época, cuando vivían juntos en Baikie’s y él todavía trabajaba para la fundación, le traía delicatessen: pan recién hecho de la panadería de Slateburn, paté y brie de la charcutería de Kimmerston, fresas españolas del supermercado, a pesar de que ambos sabían que habían desecado Doñana para producirlas, y que de haber tenido un poco de conciencia no las habrían consumido. Aquel día venía con las manos vacías y, muy a pesar suyo, se sentía estafada.
—¿Y el proyecto? —preguntó—. ¿Avanza bien?
—Por ahora sí. Muy bien.
—Anne es muy trabajadora, lo sé, pero Grace, ¿qué tal? ¿Se está adaptando? Me han hablado muy bien de ella.
—Sin duda sabe lo que hace.
Rachael no tenía la menor intención de hablar de la salud o el estado mental de Grace con Peter. Había adquirido la costumbre de contarle lo menos posible. Además, hablar con él de los problemas de las mujeres habría sido tan inútil como chismorrear.
—¿Así que estamos cumpliendo el programa?
—Vamos adelantadas. Hemos tenido suerte con el tiempo.
—Bien. Muy bien.
Sin embargo, no parecía dispuesto a marcharse. Se sentó de nuevo, ahora en el sillón raído que habría quedado mal en la habitación de un estudiante, y que sin duda era impensable en el piso que él compartía con Amelia, y sostuvo su taza de café. Rachael se dio cuenta de que quería hablar con ella. Se estaba preparando para hacer una confesión, o una confidencia, quizá incluso para darle una disculpa. No le apetecía oír lo que tenía que decirle. Ni sobre su esposa ni sobre su trabajo o sus aventuras.
—¿Vendrás al funeral? —preguntó con brusquedad.
—No lo sé. No lo había pensado.
—Creo que deberías venir. Bella fue una gran ayuda para Peter Kemp Associates.
—Entonces quizá vaya.
—Y si necesitas saber algo de la granja puedes preguntar a Neville.
—Sí. —Pero seguía pareciendo dubitativo.
—Mira —dejó caer Rachael—, estoy agotada. Me iría bien dormir un par de horas antes de volver a salir por la tarde. —Lo dijo a pesar de que ya estaba segura de que el viento sería demasiado fuerte.
—Claro. De todos modos debería irme. Una reunión con Naturaleza Inglesa. Hay posibilidades de más trabajo. Buena noticia, ¿eh?
La única respuesta de Rachael fue levantarse para dejar claro que esperaba que se fuera en ese mismo instante. Peter había dejado la chaqueta en la cocina. La había lanzado sobre el banco al entrar. Sus botas estaban en el umbral. Se las ató, se puso la chaqueta y se levantó el cuello. Rachael no se molestó en ponerse ropa de abrigo, pero se quedó en la puerta mirando cómo se marchaba. Al dar la vuelta al Range Rover, él giró la cabeza y la saludó con un gesto triste de despedida.
El coche se alejó despacio y, de repente, Rachael salió corriendo tras él, gritando y golpeando la puerta donde estaba impreso el logo. Incluso con los calcetines gruesos, el suelo del patio estaba muy frío. Peter frenó y miró con ansiedad por la ventanilla. Quizá creyó que al final tendría la oportunidad de hacerle alguna confidencia.
—Tengo que hacerte una pregunta.
—Claro, por supuesto.
—¿Viniste a ver a Bella la tarde que murió?
Por un momento se quedó estupefacto. Parecía incapaz de contestar, pero quizá solo era porque esperaba una pregunta diferente.
—No —dijo por fin—. ¿Para qué iba a venir? Era tu proyecto.
—¿No estabas en la colina?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
Rachael sacudió la cabeza y se apartó del Range Rover. Él dudó, pero acabó alejándose con el coche.
Estaba convencida de que había mentido. El recuerdo se había despertado al verlo junto al coche y volverse para saludarla. Había sido algo de su postura y de la forma de la chaqueta con el cuello levantado. Era a Peter a quien había captado con los faros al cruzar el vado de Black Law la noche del suicidio de Bella. Y le había mentido.