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Rachael era estudiante de posgrado en la Universidad de Durham cuando conoció a Peter Kemp. Se había graduado en Cambridge, lo más lejos posible de Edie que había encontrado, pero después volvió al norte, no para estar cerca de su madre, sino porque las tierras altas se habían convertido en su pasión. Empezó estudiando al lagópodo escocés negro y más tarde transfirió su interés a las aves zancudas de las tierras altas, como el zarapito y la agacadicha. Cuando conoció a Peter estaba ideando un sistema para contarlas con precisión. Utilizaba la granja Baikie’s como base. Bella ya era su amiga.

Era un día ventoso de abril. Había ido a Kimmerston a petición de Bob Hewlett, empleado de Conservación de la Naturaleza Inglesa, que veía su proyecto como una forma de obtener datos útiles desde el punto de vista económico. Rachael ya conocía a Bob y no le caía muy bien. Era un hombre de mediana edad que se vestía con trajes de cheviot. Conducía un Land Rover acompañado por un par de labradores negros en la parte de atrás, dando una imagen de propietario rural. Rachael creía que era demasiado amigo de los granjeros y que estaba demasiado desesperado por que lo aceptaran como para hacer su trabajo correctamente. Vivía en Langholme, y ella lo había visto bebiendo en el pub, dándose palmaditas en la espalda con los amigos. Sin embargo, sabía que era mejor no ofenderlo —algún día podía querer trabajar para un organismo gubernamental de conservación— y cuando la invitó a almorzar en el White Hart para hablar de su proyecto, aceptó educadamente.

—He invitado a Peter Kemp a unirse a nosotros más tarde —anunció de pronto Bob cuando llegó la comida—. Está haciendo lo mismo que tú para el Departamento de Protección de la Fauna y Flora. Podríais ayudaros.

Era la primera vez que oía mencionar a Peter, pero Bob parecía asumir que ella sabía de quién estaba hablando.

El White Hart era un hotel de piedra, de construcción sólida, ubicado en la ancha calle principal de Kimmerston. Antes era el único lugar en la ciudad donde se podía comer. Ahora había un restaurante tandoori, una pizzería y un chino con comida para llevar, y el White Hart se había quedado viejo. Las noches de los viernes el bar del hotel era el lugar frecuentado por los bebedores menores de edad. A menudo había alborotos, con pequeñas escaramuzas y visitas de la Policía. Durante el resto de la semana el ambiente era de una decadencia refinada. Las camareras, entradas en años, con los uniformes blancos y negros, no tenían muchos clientes a los que servir, ni siquiera en día de mercado, que era cuando el restaurante estaba lleno. La comida se jactaba de ser tradicional, en el sentido de que las verduras estaban demasiado hechas y que se ofrecía una salsa marrón y viscosa para acompañarlo todo. Cuando Rachael anunció que era vegetariana hubo una especie de crisis. Por fin apareció una tortilla de queso correosa.

Cuando mencionó a Peter Kemp, Bob le sonrió desde el otro lado de la mesa. Su tono era el de un tío bondadoso, demasiado familiar para el gusto de Rachael. A pesar del Land Rover que estaba aparcado fuera, se tomó un par de whiskies mientras esperaban para pedir, y luego una jarra de cerveza con la comida. Rachael imaginó que Peter Kemp debía de ser nuevo en el Departamento de Protección de la Fauna y Flora. Conocía a casi todo el equipo. Estaba segura de que no le gustaría; no necesitaba ayuda con su proyecto. Pensó que Edie habría puesto fin de manera drástica a la actitud condescendiente de Bob —la sonrisa insinuante, la mano protectora en su espalda—, pero a ella siempre le había costado ser asertiva sin resultar grosera.

La primera vez que vio a Peter estaba de pie en el umbral del comedor, medio oculto tras una cómoda oscura de roble llena de aceiteras de vidrio manchadas y bolsitas de raciones de salsa tártara. Vio que una camarera artrítica se acercaba a él para decirle que era demasiado tarde para almorzar. Él sacudió la cabeza y le ofreció una sonrisa encantadora antes de señalar en dirección a su mesa. Rachael se dio cuenta de que la mujer recordaría aquella sonrisa el resto del día. Parecía muy joven —un estudiante de instituto con la tarde libre o, al menos, sin duda, un estudiante de una buena escuela privada—. Caminando hacia ellos sonreía con la alegre despreocupación que lo distinguía, y que Rachael percibió como la clase de confianza que da una educación cara.

Físicamente estaba en forma. Eso también saltaba a la vista. Incluso para cruzar la moqueta floral del comedor se valía de una zancada larga y ágil. Llegó a la mesa y alargó una mano para saludar a Bob con formalidad. Intercambiaron algunas palabras y entonces se volvió a mirar a Rachael. Ella tuvo que medio levantarse de la silla para estrecharle la mano y se sintió incómoda, en desventaja.

—Tu nombre me suena del Informe aves, por supuesto —dijo—. Y por los compañeros. Sabes que tienes una reputación magnífica, ¿no?

Su voz era vehemente, como la de un alumno nuevo que intentara agradar. Rachael sabía que la estaba halagando pero, desde que lo vio sonreír a la camarera, le resultaba imposible resistírsele.

Mientras se dejaba someter a la adulación era consciente de que Peter quería algo de ella. Dijo que le gustaría visitar su zona de estudio y comparar los métodos que ella había diseñado para su investigación con los suyos propios. Cuando Bob Hewlett ya había terminado su segunda jarra y ella y Peter habían compartido una cafetera, Rachael lo había invitado a pasar un par de días en Baikie’s para que conociera su proceso de trabajo. Saliendo del hotel se sentía menos segura sobre sus pies que Bob, que sin duda no estaba sobrio y salió con el coche haciendo eses mientras los labradores ladraban como locos.

Aquella primavera Peter pasó más que un par de días en Baikie’s. Al final estaba más tiempo allí que en su despacho, y se quedaba casi todas las noches a dormir. Su excusa era que el Departamento de Protección de la Fauna y Flora tenía la intención de comprar una reserva en las tierras altas. Lo más seguro es que no sería en aquella parte del condado, pero necesitaba establecer un punto de partida de especies de páramo para elegir una buena zona objetivo. Rachael sabía que era una excusa —podía haber utilizado sus datos cuando terminara el proyecto— y estaba encantada con ello.

La excusa de ella para aceptarlo en su casa era su inexperiencia. Cuando estudiaba en la universidad tuvo una aventura con un hombre mayor, un profesor de ciencia material. Estaba condenada al fracaso. Incluso Rachael, por mucho que despreciara la psicopalabrería de Edie, se daba cuenta de que no era un amante lo que buscaba, sino un padre, y Euan fue insatisfactorio en ambos papeles. Nunca había tenido una relación con un chico de su edad, ni siquiera había tenido muchos amigos o amigas, de modo que la pasión por Peter tuvo la intensidad de un enamoramiento adolescente.

Por supuesto, Edie lo vio venir enseguida. Rachael cometió el error de llevarlo un domingo para que la conociera. Era mayo, un día bochornoso y húmedo, y almorzaron en el jardín. Debería de haber sido un rato agradable, pero a Edie le cayó mal Peter desde el principio. Rachael miraba con furia su copa de vino mientras los otros dos conversaban, con ella en el centro. Cuanto más hostil era su madre, más intentaba encandilarla Peter. Incluso Rachael veía que parecía superficial y falso. Más tarde esperaba recibir un sermón sobre su mal gusto con los hombres, pero Edie mostró una contención insólita.

—Un poco pedante para mi gusto —remarcó en un susurro teatral mientras seguía a Rachael hasta la cocina con una bandeja de platos sucios—. No te fíes nunca de los pedantes.

Pero era la pedantería lo que cautivaba a Rachael y lo que sería su perdición. Le encantaba que Peter desapareciera de Baikie’s alardeando de una reunión con los administradores y que volviera al anochecer con flores y champán. Le encantaba bailar con él sobre la hierba con la música que salía del viejo gramófono de Constance. Nadie le había prestado nunca tanta atención.

No podía hablar de estas extravagancias con Edie, que habría visto con malos ojos aquellos gestos de machismo, incluso si él no le cayera tan mal. Así que cuando necesitaba hablar de su felicidad Rachael iba a la casa de Black Law para charlar con Bella, quien fomentaba su fe en el amor a primera vista —¿o es que no les había ocurrido eso mismo a ella y a Dougie?— y seguía su idilio con simpatía e interés.

—¿Qué planes tenéis? —le preguntó—. ¿Lo seguirás viendo cuando termine el contrato?

—No hablamos mucho de ello —respondió Rachael—. Ya sabes, vivimos al día.

No daba muchos detalles sobre lo que significaba vivir al día, aunque Bella parecía entenderla. No era de buen gusto hablar de bañarse desnudos en el lago a la luz de la luna o hacer el amor en el brezal, teniendo en cuenta que Dougie no podía caminar sin ayuda. Y sí, tenía planes, planes secretos que no reconocería ante nadie, ni siquiera ante Bella. Tal vez no incluían una boda con vestido blanco, aunque imágenes de ese tipo se filtraban de vez en cuando en los márgenes de su subconsciente, pero sí de ella y Peter viviendo juntos y teniendo hijos. Edie se quedaría horrorizada, sin duda, pero lo que de verdad quería Rachael era ser una madre normal con una familia normal.

La primera traición, la peor, llegó dos meses después de que Peter dejara el Departamento de Protección de la Fauna y Flora para montar su propia asesoría. Rachael estaba al corriente de sus planes desde el principio y en cuanto terminó su máster en ciencias se puso a trabajar con él. Tenía su propia mesa y su ordenador en el pequeño despacho que era todo lo que Peter se podía permitir. Rachael hacía de recepcionista, secretaria y científica principal.

Ya no había botellas de champán y las noches de pasión escaseaban. Ella seguía soñando. Entendía que tenían problemas económicos y que Peter sufría un estrés considerable. No debió de ser fácil dejar un empleo estable para trabajar por su cuenta. Para ella era suficiente poder estar con él en aquel despacho caótico y abarrotado para apoyarle, y que de vez en cuando él le rozara los cabellos con los labios y dijera: «Lo sabes, ¿no?, que no podría hacer nada de esto sin ti».

Entonces vio un artículo firmado por él en New Science. Describía una nueva metodología para contar aves de las tierras altas. Era la metodología que había ideado ella, y la mencionaba en letra muy pequeña al final de la página, sí, junto con media docena de personas, incluida Anne Preece. Se atribuía todo el mérito a sí mismo. Presentaba el método como suyo. En un comentario, que daba la bienvenida al nuevo método, el director de la revista escribía: «Está claro que la metodología Kemp, con su precisión, claridad y simplicidad, será un punto de referencia para los estudios de las tierras altas. En el futuro debería ser el sistema recomendado para todos estos trabajos».

Gracias al artículo, de repente, Peter empezó a estar muy solicitado. Los encargos inundaban la oficina y otros organismos le encargaban que organizara seminarios para ellos. A menudo le decía a Rachael que le preparara las notas y los diagramas para las proyecciones. Ella hacía lo que le pedía sin protestar, aunque ya no soportaba que la tocara.

A menudo se preguntaba por qué no le echaba en cara su traición. ¿Por qué, encima, seguía trabajando para él, apoyándole en su empresa, que se estaba trasladando a una oficina más grande y elegante? Había una razón práctica, sin duda. Le costaría encontrar un trabajo tan bueno, con un sueldo suficiente para vivir, en el norte de Inglaterra. Pero sabía que eso no era realmente importante. Era una cuestión de orgullo. Si dimitía de Kemp Associates tendría que admitir ante los demás o ante sí misma que Peter la había engañado. Tendría que aceptar la posibilidad de que la única razón por la que había hecho el amor con ella era para robarle sus ideas, reconocer que Edie tenía razón. Era mejor dejar que el mundo pensara que Peter había ideado el método para contar aves en las tierras altas. Estaba segura de que por aquel entonces incluso él así lo creía.

La segunda traición llegó en forma de un sobre cuadrado que encontró una mañana sobre su mesa. Contenía una invitación a la boda de Peter. No parecía haber una intención maliciosa en la forma de informarle de su boda. Daba por descontado que ella aceptaba que el idilio en Baikie’s había sido algo agradable, un poco de diversión. Al fin y al cabo hacía meses que no tenían relaciones íntimas. Supo por los compañeros que la prometida se llamaba Amelia. Fue Anne Preece, que entró en el despacho un día buscando trabajo, quien le contó más detalles.

—¿Amelia? —se preguntó—. Es de buena familia pero en plan saldo. Ni es aristocrática ni muy interesante. Una potencial extra en los abarrotados escenarios del Hola. Habría sido guapa si sus padres le hubiesen puesto aparato.

En la oficina nadie creía que Rachael tuviera más que un interés superficial en el compromiso de su jefe, así que, por fin, cuando sintió la necesidad de confesar su angustia, buscó una excusa para pasar la noche en Baikie’s. Invitó a Bella a cenar y gastó un paquete de pañuelos de papel y se bebió dos botellas de vino. Se despertó con resaca y la convicción de que se había librado de la influencia de Peter Kemp.

Hasta que vio al cuervo saltando de manera lastimosa en la trampa, no había vuelto a pensar en ello.