Rachael trabajaba con un mapa a gran escala. Ya había elegido sus zonas de estudio utilizando los límites naturales que figuraban en él. Ninguna muestra estaba en la propiedad de Black Law. Una, un terreno cercano al arroyo y a la mina de plomo abandonada, era un pasto casi agotado. Lo explotaba uno de los inquilinos de Holme Park. Estaba prácticamente desprovisto de brezo, y era un buen lugar para caminar, pero no muy interesante para las aves. La otra era una parcela de páramo de brezo ocupada por los lagópodos escoceses. Los administradores de Holme Park la habían arrendado a una asociación de empresarios italianos. Rachael sospechaba que no disfrutarían mucho de la caza con el ruido de la cantera de fondo, pero se imaginaba que Slateburn Quarries había ofrecido al parque un trato lo suficientemente tentador como para que no echara de menos los ingresos por los derechos del coto.
El cuadrado de las tierras bajas era fácil de trazar. El Skirl formaba una frontera. Las otras dos eran vallas colocadas para que no se escaparan las ovejas y que se unían en ángulo recto. La cuarta era los restos de una pista que seguía más allá de Baikie’s, cruzaba el arroyo con un puente sencillo y seguía hasta la mina. Trazó líneas sobre el plano, paralelas al arroyo, que cruzaban el cuadrado de estudio. Sobre el terreno, aquellos cortes transversales estarían a doscientos metros de distancia. Los recorrería a pie, contando todas las aves que oyera o viera. A ese sistema se lo conocía como metodología Kemp.
La parcela de páramo era más difícil de definir. En el mapa figuraban presas de drenaje, un muro de piedra seca, pero, aun con buena visibilidad, sabía que no sería fácil seguir las líneas transversales en un terreno tan poco accidentado. Algunos investigadores eran poco escrupulosos. Parecían pensar que una ligera variación con respecto al mapa no era algo significativo. Sin embargo, Rachael estaba obsesionada con la precisión. Despreciaba los cálculos aproximados y los realizados con prisas. Se negaba a trabajar si las condiciones climáticas podían afectar al resultado del recuento. Aceptaba la llovizna pero jamás el viento. El viento hacía que las aves se escondieran y apagaba el canto de las zancudas.
La mañana que regresó de casa de Edie llegó demasiado tarde para realizar un recuento, que debía iniciarse al amanecer y completarse en tres horas. El día era tan tranquilo y claro, más habitual de junio que de abril, que por un momento lamentó haberse ausentado. Esperaba que Anne y Grace ya estuvieran fuera, aprovechando el buen tiempo para empezar su trabajo, pero seguían en Baikie’s. Olía a beicon y a café. Grace estaba trabajando en el salón con un mapa desplegado en el suelo, pero Anne disfrutaba del sol sentada en un banco de hierro forjado blanco ante la puerta de la cocina. Saludó a Rachael con la taza.
—Sírvete un café. Todavía queda y está caliente. Lo traje yo. No soporto el soluble.
Tiró un pedazo de corteza de panceta de su plato a la hierba.
—No deberías dar de comer a los pájaros en esta época del año —señaló Rachael—. No es bueno para las crías.
—Usted perdone, señorita. —Sonrió.
Rachael sintió que se ruborizaba y entró en la cocina. Estaba patas arriba. Los platos de la cena de la noche anterior seguían sin fregar. Intentó ignorarlos.
—¡Subo a revisar mi cuadrado de páramo! —gritó para que la oyera Anne desde fuera—. Todavía no tengo claro que todos los accidentes limítrofes sean visibles. ¿Vas a salir?
—Estoy tomando fuerzas.
—Antes de marcharte limpia todo esto.
Se arrepintió de lo que había dicho en cuanto lo dijo. Le hacía parecer una guía de las exploradoras. Anne debió de oírla pero no respondió. Cuando Rachael pasó por su lado camino de la colina, seguía sentada al sol, con los ojos cerrados; no le dijo adiós.
En el muro que corría paralelo a la pista había tres collalbas, meneando la cola para mostrar su grupa blanca. Cada año Bella le mostraba las primeras collalbas.
—Negro y blanco —le dijo una vez a Rachael—. Colores de invierno. Parece raro que vengan en primavera. Es lo mismo con el mirlo capiblanco. Aunque supongo que aquí el invierno nunca está muy lejos.
Rachael le había insinuado en una ocasión a Bella si quizá podría apetecerle ir de vacaciones, a un lugar cálido con colores intensos y brillantes. Los servicios sociales podían encontrar a un cuidador de apoyo familiar para Dougie. Pero su amiga se había horrorizado.
—No podría dejarlo —había dicho—. Lo echaría muchísimo de menos. ¿Cómo podría disfrutar sin saber qué estaban haciendo con él?
—¿No podría venir Neville unos días?
—Podría. Pero no está acostumbrado a Dougie. No serviría.
La pista cruzaba el arroyo y salía a la vieja mina de plomo. Los administradores habían hablado una vez de convertirla en museo viviente, pero la idea no había cuajado. Pronto habría poco que conservar. Todavía quedaba una chimenea, pero se estaba desmoronando por arriba, erosionada por el clima, de modo que los ladrillos se deshacían como en una pieza de punto. Antes había una hilera de casitas para los trabajadores, y solo una conservaba el tejado. Olía a agua estancada y a podredumbre. Junto a la puerta de la vieja casa de motores vio un ramillete de flores: lirios del valle y narcisos blancos. Pensó que un niño obligado a salir de excursión había saqueado el jardín de Baikie’s; después recordó que había visto flores allí en otras ocasiones.
Si Godfrey Waugh se salía con la suya, aquel lugar sería el centro neurálgico de la nueva cantera. Demostraba, según él, que las colinas también habían tenido siempre un uso industrial. No estaban solo para que las contemplaran los turistas. Las casas se demolerían y se sustituirían por una estructura más acorde con el carácter de la operación, un edificio con líneas limpias, hecho de vidrio y piedra local. Rachael había visto una maqueta de la piedra propuesta. Parecía discreta y anodina, y se fundía con la colina. A través de las ventanas se veían figuras de mujeres sentadas ante ordenadores. Había un entorno ajardinado, un cinturón de árboles jóvenes. No había dibujos de la cantera en sí, ni de las explosiones y los camiones ni de las máquinas con garras y excavadoras. Sí que había, en cambio, detalles del plan para renovar la chimenea de la mina. Según los relaciones públicas, sería un símbolo de continuidad. Ya aparecía en el logo de la empresa.
Rachael abandonó la pista y emprendió la ascensión en línea recta hacia la peña Hope. Desde allí podría ver su cuadrado de estudio del páramo. La tierra descendía suavemente en una sucesión de altiplanos hacia el horizonte, atenuado por el bosque que rodeaba la casa de Holme Park y el pueblo de Langholme. El guarda había quemado brezo en rotación para que hubiera nuevos brotes verdes para los lagópodos escoceses. Había franjas y parcelas en diferentes estadios de crecimiento. Era el hábitat que más le gustaba trabajar. Se echó boca abajo para observarlo desde arriba. Una brisa suave del oeste le soplaba en la cara y alrededor de ella se oía el canto del bisbita pratense, la alondra y el zarapito.
Vio enseguida que sería difícil definir la zona de estudio, como había previsto, pero en ese momento lo consideró un desafío. Había una acequia recta de drenaje que señalaría una frontera, y un muro, derrumbado en partes, que sería otra. Para el resto tendría que arreglárselas con el mapa y la brújula. No muchos investigadores lograban una precisión satisfactoria con este método, pero ella sí.
La información le dio seguridad. Se levantó enseguida y empezó a bajar el peñasco, inclinándose hacia atrás y clavando los talones en el brezo para avanzar más deprisa, hacia un grupo de coníferas. Había un sendero que cruzaba la plantación de la Comisión Forestal que la llevaría casi a los corrales de Black Law. Era posible que Anne Preece todavía estuviera en Baikie’s estudiando los mapas, y Rachael quería aclarar las cosas con ella. No era prudente dejar que el resentimiento se enconara. Sin duda, Edie habría sabido encontrar las palabras exactas. Rachael siempre daba demasiada importancia a esas diferencias, o demasiada poca, pero seguía siendo la jefa de proyecto y era su responsabilidad resolverlo.
Bajó la pendiente a tal velocidad que al llegar abajo tuvo que detenerse a recuperar el aliento antes de cruzar la zona húmeda de cañas y hierba de algodón hacia los árboles. Se agachó y se estiró para relajar los músculos de las piernas y después se dio la vuelta para echar una última mirada al peñasco.
Había alguien allí, de pie, justo donde Rachael se había echado boca abajo unos minutos antes. No parecía posible que no lo hubiera visto acercarse. Había estado observando por encima del abismo, de modo que quienquiera que fuese tenía que haberla seguido por el sendero de la mina de plomo, pero sin hacer ruido, para que no advirtiera su presencia. Rachael miraba directamente al sol, de modo que la figura solo parecía una silueta junto al afloramiento rocoso, casi otro saliente de la roca. Estaba muy quieta, y parecía mirarla a ella. De repente se acordó del hombre que había visto en la colina la noche del suicidio de Bella. Volvió a tener la inquietante sensación de que la observaban.
Pero esta vez le dio la impresión de que era una mujer. La forma, perfilada contra el sol, era de mujer, con los cabellos cortos, o apartados de la cara, y una falda que le cubría la botas. En un momento de fantasía Rachael pensó en Bella, que siempre prefería llevar faldas a pantalones y a menudo las llevaba con botas de goma en la granja. Rachael se había colgado los prismáticos del hombro durante aquel accidentado descenso. Tras un momento de desconcierto, sorprendida por la figura, sacó el brazo de la correa y se los llevó a los ojos, pero en el momento de enfocar, la mujer debió de ocultarse detrás de un montón de rocas. No había nada más que el peñasco, con una collalba en las sombras saltando sobre una de las piedras.
Ha debido de ser una excursionista, pensó, o Anne que viene a hacer las paces conmigo. Aunque Anne, como Grace, llevaba vaqueros.
Volvió a inquietarse al llegar a la trampa para cuervos. Estaba montada sobre un pedazo de terreno más seco cerca de la plantación de bosque, lo bastante cerca como para que oliera el borrajo. Sabía que los guardias detestaban a los cuervos —incluso Bella quería deshacerse de ellos—, pero creía que aquella era una forma especialmente horripilante de control, no para las aves que morían, sino para las que servían de cebo.
La trampa era una gran jaula de malla metálica con un embudo en la parte superior. Dentro, un cuervo vivo domesticado movía las alas en un aleteo provocador, invitando a otro a defender su territorio. Una vez cruzado el embudo no había salida. Se suponía que tenían que encontrar alguna forma de coexistencia hasta que llegaba el guardia para terminar con el sufrimiento del intruso.
El guardia movía la trampa a intervalos regulares. Los cuervos eran animales territoriales y nunca volaban lejos, ni siquiera por una pelea. La última vez que había visto la jaula había sido en el borde del páramo cerca de la mina de plomo. Estaba con Peter y él había hecho una de sus bromas ofensivas y galantes. Entonces, ingenua como era, le hacían sentirse halagada. Habían visto a dos aves en la trampa y él había dicho: «Mira, como nosotros. Me has pillado y no hay escapatoria».
Rachael había sonreído, pero, incluso entonces, aunque quisiera creerlo, sabía que era al revés.