En lugar de abrir la puerta de la planta baja con su llave, bajó los escalones y golpeó la ventana de la cocina. No quería aparecer de repente como un fantasma o un ladrón. Edie no esperaba que volviera.
No fue Edie quien le abrió la puerta, sino una mujer de mediana edad con los cabellos teñidos de un negro muy oscuro y con el flequillo a media frente al estilo Cleopatra. Llevaba unos pendientes de oro imponentes y un vestido ceñido de punto que le llegaba casi a los tobillos. Era rojo, del mismo tono que el pintalabios. También había una niña, vestida con ropa vaquera, que parecía aburrida y enfurruñada. Rachael sintió una punzada de solidaridad. La habitación estaba llena de humo de tabaco. Hacía mucho calor. Las dos personas debían de haber sido invitadas a una cena temprana porque en la mesa se veían los restos de una típica comida de Edie. Había boles para pasta, comprados en unas vacaciones en la Toscana, restos de pan francés y una botella vacía de un tinto rumano extremadamente barato. Edie preparaba café en una jarra azul de metal. Levantó la cabeza con despreocupación. La gente siempre andaba llamando a la ventana de su cocina.
—Cariño —dijo—. Pasa y cierra la puerta. Fuera hay un vendaval.
Rachael cerró la puerta pero permaneció de pie.
—Tengo que hablar contigo.
—¿Un café? —Edie se volvió distraída, con el hervidor todavía en la mano.
—¡Madre!
Fue lo único que se le ocurrió para llamar la atención de Edie. Nunca la llamaba así.
Edie la miró con el ceño fruncido.
—¿Es urgente?
—Sí. La verdad es que sí.
Con una eficacia, una cortesía y una velocidad que asombraron a Rachael, Edie echó a Cleopatra y a su hija de la casa. El café quedó intacto.
—Qué pena que tengáis que marcharos —oyó decir a Edie en la puerta principal, como si la idea de irse hubiera sido de ellas.
Cuando Edie volvió a la cocina, Rachael estaba descorchando otra botella de vino.
—Ojalá no dejaras fumar en la casa.
—Lo sé, hija, pero la pobre estaba desesperada. Su marido acaba de marcharse con una de sus alumnas.
—Y lo habéis hablado aquí. Delante de su hija.
—No directamente. —Buscó la palabra adecuada—. Solo elípticamente. Él trabajaba conmigo en el instituto. Lo contraté yo. Me siento un poco responsable.
—Por supuesto —dijo con una ironía que Edie reconoció perfectamente.
Se sentó frente a Rachael a la mesa de pino cepillado y aceptó tranquilamente otra copa de vino. Edie acababa de jubilarse, pero no se había abandonado. A pesar de las inclinaciones radicales que tanto avergonzaron a Rachael durante su infancia, siempre había creído que las apariencias eran importantes. Llevaba el pelo bien cortado y tenía un cutis cuidado. Se vestía bien, con un estilo hippy propio de alguien mayor, con faldas largas y chaquetas étnicas acolchadas. Rachael no sabía si su madre tenía un amante en ese momento. Cuando era pequeña siempre había habido hombres, pero Edie se comportaba con una discreción que rozaba lo patológico. Aquellos hombres nunca fueron bien recibidos en la caótica y repleta cocina. Edie les dejaba claro que jamás traspasarían el umbral de su vida doméstica.
Edie miró a Rachael por encima de su copa.
—Espero que no hayas venido a remover el pasado —dejó caer con cautela.
Se refería al padre de Rachael.
—No.
—Pues dime cómo puedo ayudarte —propuso Edie con afecto.
Rachael bebió su vino en silencio.
—¿Se trata de problemas de novios?
—No digas estupideces. No tengo catorce años. ¿De verdad crees que hablaría contigo de eso?
—Pues sí. Espero que sí. —Edie lo dijo con pesar e hizo que Rachael se sintiera grosera y estúpidamente infantil.
—Bella ha muerto —anunció—. Anoche. Se ahorcó. Yo la encontré.
—¿Por qué no has venido antes? ¿Por qué no me has llamado? Habría ido para allá.
—Creí que me las arreglaría sola.
—No es eso. Claro que puedes arreglártelas sola.
Rachael tardó un buen rato en contestar.
—No —repuso—. Sola no. Esta vez no.
—Ah. —Edie se acabó su copa de vino. Le dejó una mancha en los labios y en los grandes dientes delanteros que Rachael había heredado—. ¿Sabes una cosa? Siempre sentí celos de Bella. Un poco. No significa que ahora no esté triste. Por supuesto que no. Pero me dolía que estuvierais tan unidas, vosotras dos.
—No llegaste a conocerla, ¿no?
—Eso era aún peor. Me la imaginaba…, por la manera como hablabas de ella… Pensaba…
—¿Que deseaba que fuera mi madre?
—Algo así.
—No —aseguró Rachael—. Pero éramos amigas. Amigas de verdad, íntimas.
—Si quieres hablar de ella, puedo escuchar toda la noche.
—No, por Dios.
Era típico de Edie y de sus amigas creer que hablar era todo lo que se necesitaba. Durante la infancia de Rachael, en casa siempre había conversaciones. Ella sentía que era como una asfixiante sopa de letras. Tal vez por eso le gustaban más los números, contar cosas. Los números eran precisos y sin ambigüedades.
—Entonces, ¿qué?
—Necesito saber por qué lo ha hecho.
—¿Es seguro que quería hacerlo? ¿No pudo ser un accidente? ¿O un asesinato?
Rachael sacudió la cabeza.
—Vino la Policía. Había una nota. Era su letra. Y yo le expliqué al policía que el modo en que estaba escrita era como si la oyeras hablar, ¿me entiendes?
Edie asintió.
Claro, pensó Rachael, tú lo sabes todo de las palabras.
—Sabía que yo estaba a punto de llegar. Si tenía problemas podía haber hablado conmigo. A lo mejor pensó que no le ayudaría.
—No, no habría pensado eso.
—Debería haber mantenido el contacto durante el invierno. Así lo habría sabido. ¿Sabes que ni siquiera la llamé?
—¿Te llamó ella a ti?
—No.
—¿Sabes que la culpa es una reacción habitual del duelo?
—¡Edie!
Edie enseñaba literatura y estudios dramáticos en el instituto, pero también se encargaba de la orientación espiritual. Había asistido a cursos para ser consejera. Aquellas píldoras de psicología siempre irritaban a Rachael.
—Lo sé —replicó Edie tan tranquila—. Psicología barata. Pero no significa que no sea cierto.
—En serio, no me hace ninguna falta.
—No estoy muy segura de qué te hace falta.
—Ayuda práctica. Necesito descubrir qué empujó a Bella al suicidio. Mientras esté en Black Law no me puedo dedicar a ello. Además, es lo que se te da bien a ti. Hablar. Escuchar. Cotillear si hace falta. Alguien tiene que tener alguna idea de por qué decidió suicidarse.
—¿Le gustaría que lo hicieras? No sé… Parece una invasión de su intimidad.
—Quiso que fuera yo la que la encontrara. Me conocía. Sabía que haría preguntas.
—A ver, ¿por dónde empezamos?
Edie utilizaba la misma pregunta cuando, ocasionalmente, tomaban el autobús para el largo trayecto a Newcastle. Bajaban frente al Haymarket y miraban Northumberland Street abajo y las tiendas abarrotadas. Rachael siempre había preferido los espacios abiertos y se sentía abrumada, presa del pánico, pero el enfoque de las compras de Edie era metódico.
—A ver, ¿por dónde empezamos?
Sacaba la lista y organizaba el día: Franons para el uniforme escolar, Bainbridge’s para la tela de cortinas, almuerzo en el café estudiantil frente al Theatre Royal, Marks & Spencer para ropa interior y calcetines, y de vuelta al Haymarket para tomar el autobús de las tres.
Rachael se sintió tranquila de nuevo.
—Pensaba que por el funeral.
—¿Quién lo organiza?
—Neville, el hijo de Dougie. Tuve que comunicarle lo ocurrido, aunque al principio ni siquiera se me ocurrió. Nunca pensé en él en relación con Bella. No hablaba mucho de él. Pero tenía que saberlo, por Dougie, por supuesto, y porque alguien tiene que ocuparse de la granja. Tendrá que venir cuando las ovejas empiecen a parir…
—Y él se responsabiliza de organizar el funeral.
—Sí, dijo que quería hacerlo. Le pregunté si le importaba que pusiera una esquela en el Gazette. Bella era muy querida entre los demás granjeros de las colinas. Puede que la vea alguno de sus familiares o amigos y acuda al funeral. —Miró a Edie—. Tanto tiempo y apenas sabía nada de ella. No sé si sus padres siguen vivos, ni si tiene hermanos o hermanas, ni siquiera dónde nació. Hablamos y hablamos sobre mí, pero ella solo hablaba de Dougie y de la granja. Neville me preguntó si tenía parientes a los que avisar y no pude ayudarle.
—¿Dougie no lo sabe?
—Nunca supe qué pensar de Dougie. Bella hablaba con él de la misma manera que antes de la embolia, pero a veces me parecía que se engañaba creyendo que la entendía. Es verdad que respondía a preguntas sencillas: «¿Quieres beber algo?», «¿abro la ventana?», pero más allá de eso… —Rachael se encogió de hombros—. Y puede que tampoco le contara mucho sobre su pasado. La quería tanto que no le habría importado.
—¿Dónde vive ahora Dougie?
—En una residencia. Rosemount. ¿La conoces?
—Mmm. Conozco a la enfermera de noche. Tuve en clase a su hijo. Hubo problemas. Pude echar una mano, así que…
—¿Te debe un favor?
—Puede que ella me eche una mano a mí.
—Supongo que piensas que estoy loca —comentó Rachael. Estaban llegando al final de la botella—. Seguro que piensas que debería aceptar que está muerta y seguir con mi vida. ¿Para qué remover el pasado, no?
—¿Podrías hacerlo? ¿Darle la espalda y ya está?
—No.
—Entonces, ¿por qué te lo planteas?
Rachael estaba a punto de irse a la cama cuando Edie hizo una pregunta.
—¿No tendría algo que ver con la cantera?
—¿A qué te refieres?
—Has dicho que amaba las colinas. ¿Habría soportado una herida abierta en ellas, los explosivos, los camiones? Sé que no serían sus tierras pero lo vería, ¿no? Todos los días.
—Lo odiaría, pero no se habría rendido. Habría luchado. Se habría tumbado en el suelo frente a los bulldozers si hubiera sido necesario.
—Pero ¿y de haber sabido que, al fin y al cabo, nada de eso serviría?
—¿Cómo podía saberlo? Todavía no habíamos empezado a trabajar. Hasta que no termináramos nuestro trabajo, hasta que no se realizara el estudio oficial, no podía tomarse ninguna decisión. Y esto no le habría importado más que estar con Dougie. En última instancia era él lo que más le importaba.