PRÓLOGO

El ultimo libro de J. Martínez Ruiz.

Ocurre que Las confesiones de un pequeño filósofo, libro aparecido en 1904, cuando su autor iba a cumplir treinta y un años, es el último de los publicados a nombre de J.(osé) Martínez Ruiz; el título que sigue en su bibliografía —Los pueblos, 1905— va firmado por «Azorín», el seudónimo que desplazará definitivamente al oscuro nombre civil del escritor[1].

Cinco capítulos de este libro fueron anticipados en el número 3 de «Alma española» (Madrid. 22-XI-1903), son: el II, Escribiré (que se titulaba Prólogo y disculpa): el XLIII, Mi madre (que sin embargo, no figuró en la primera edición[2]); el XVI, Mi primera obra literaria (que se ofrecía con este mismo título): el XXXVI, Azorín es un hombre raro (que antaño se llamaba La rareza de mi carácter). (La otra estampa inserta en «Alma española» era Mi filosofía de las cosas, que no se corresponde con ningún capítulo del libro). Llevaban esos cinco capítulos como epígrafe general el de Juventud triunfante, trabajo perteneciente a la serie de autobiografías de escritores recién llegados que dicho semanario ofrecía[3].

En abril de 1904 se imprimió Las confesiones… (Madrid, establecimiento tipográfico «Sucesores de Rivadeneyra»): un tomo breve (124 paginas en octavo), de sencilla presentación, sin apenas erratas advertía en la pagina 121 que «las pocas que se han deslizado en la impresión de este libro, no obscurecen el sentido de lo escrito, y son de las que, seguramente puede salvar el buen criterio del lector»), sin dedicatoria alguna, con el subtítulo genérico de «Novela» en la portada donde, además[4], consta la librería de Fernando Fe, ignoro si como simple lugar de venta o, también, como casa editora de la obra en cuestión, cuyo precio al público era 2,50 pesetas. El libro fue bien recibido por la crítica, atenta seguidora ya de los pasos y progresos del autor; críticos tan prestigiosos como Gómez de Baquero, Navarro Ledesma o «Ángel Guerra» lo comentaron elogiosamente[5].

La saga de Antonio Azorín.

Las confesiones… constituye, en cuanto a cronología editorial, la tercera y última pieza de un conjunto autobiográfico que alguna vez he denominado «la saga de Antonio Azorín» y del que forman parte, además, La voluntad (1902) y Antonio Azorín (1903). Son tres novelas que tienen por héroe o protagonista a Antonio Azorín, joven irresoluto en la primera, «peregrino señor» en la segunda, «pequeño filósofo» en la tercera y, siempre, trasunto de su creador. Uno y otro —autor y personaje— interesan, a más de por sus vicisitudes personales, en cuanto representan cumplidamente una actitud común a un grupo de españoles, entonces no otra cosa que jóvenes discrepantes con una concreta situación nacional menesterosa de radicales medidas purificadoras. Pero a lo largo de esta trilogía no se mantiene al mismo tono y nivel ese espíritu noventayochista que anima al escritor y trasparece en el personaje. El irritado acento con que se denuncian lacras españolas de toda índole no excluye la simpatía y la ternura hacia paisajes y pobladores de Levante o de Castilla; la burda ironía impiadosa irá cediendo su puesto a la bienhumorada sonrisa. Cuando, tras el intermedio de Antonio Azorín, entramos en Las confesiones… diríase que La voluntad fuera como un libro lejano, distante ya buen espacio de años.

Y es que La voluntad resulta un libro inequívocamente noventayochista, en el que prevalece el talante de su protagonista, cifra o símbolo declarado con explicitud de una generación española; libro en el cual importan más que los sucesos o peripecias, las consideraciones que Antonio Azorín y otros personajes —Yuste, su maestro, vgr.— formulan; libro que es excelente ejemplo de literatura comprometida y de idiosincrasia más ensayística que propiamente narrativa. Sin olvidarse de los finos, exquisitos capítulos XIX, XXI, XXIII y XXVIII de la primera parte que presentan la estancia de la muchacha Justina en el convento, anticipo de lo que iba a ser no tardando mucho el estilo y el contenido del Azorín típico.

Antonio Azorín ofrece más andanzas de este personaje sucedidas, primordialmente, entre el campo y la ciudad de Monóvar. Petrel y Madrid: personaje, ahora, menos radical y más sereno que el conocido en La voluntad, lo que se debe en buena parte a las personas con quienes trata en la provincia frecuente e íntimamente: Verdú y Sarrio le influyen bastante. Lección de confiada esperanza la que, sentida y practicada hasta lo patético, le dará el primero de ellos —«no, no, Azorín; todo no es perecedero, todo no muere… ¡El espíritu es inmortal! ¡El espíritu es indestructible!»—; lección de complacencia en la vida tal cual viene, de sabroso goce de la realidad es la que brinda Sarrió. (Ninguna de ambas lecciones le había sido transmitida por el desencantado y dubitante Yuste). El estudio de la provincia ocupa muchas páginas de esta novela y la maestría «azoriniana» —un estilo ya hecho— avanza lenta, morosa, reiterativa, como el paso gris de las horas y de los días por aquellas cosas y calles, por el ánimo de sus pobladores.

Una cosa es la cronología editorial ya indicada y la modificación acaecida en el talante del autor de estos tres libros de andanzas de Antonio Azorín y otra, no poco distinta, es la cronología efectiva de los hechos narrados. Irán primero los recuerdos colegiales y adolescentes recogidos en Las confesiones…; y seguirán La voluntad y Antonio Azorín, entremezclándose partes con partes de uno y otro libro, acaso del modo siguiente: cabe pensar que la primera y segunda partes de Antonio Azorín se ubican luego de la primera parte de La voluntad; ¿lo indica así una línea del capítulo primero de esa segunda parte, la que dice: «Azorín mira pensativo a Verdú, como antaño miraba a Yuste»? (el subrayado es mío). Al fin de esta parte —segunda de Antonio Azorín—, como al fin de la primera de La voluntad (si bien obedeciendo a motivaciones harto distintas: el deseo de fama, la absoluta y tristísima soledad, respectivamente), el protagonista se marcha a Madrid. Episodios de su estancia en la capital, episodios muy semejantes en uno y otro libro, dan cuerpo a la parte que sigue en cada uno de ellos: segunda en La voluntad, tercera y última en Antonio Azorín. No hay final en este: la despedida de Sarrió por el protagonista en la estación de Atocha no cierra nada y deja abiertas todas las posibilidades viables; de modo contrario en La voluntad, cuya tercera parte, y el epílogo sobre todo, marcan la derrota y muerte intelectual y moral del héroe, condenado ya sin remedio a vegetar.

La memoria del «pequeño filósofo».

En el verano de 1903, a los diez años de carrera literaria, José Martínez Ruiz aprovecha una estancia en la tierra natal para componer este libro. Tras un período de ausencia, que fue tiempo de lucha nada fácil, ahora, cuando el propio e intransferible camino vocacional comienza a ser andado con paso firme y seguro, el escritor gusta de inclinarse sobre su pasado para, amorosamente, revivirlo. El contacto de nuevo con gentes y cosas que le dejaron huella en su infancia le invita, le fuerza casi, a la rememoración. Día a día, en una casa sita en el Collado de Salinas, al pie de un monte «poblado de pinos olorosos y de hierbajos ratizos», fueron saliendo estos breves cuadros, estas deliciosas páginas evocadoras.

Conocidos ya el cuándo y el dónde de este libro, habremos de considerar el cómo del mismo.

Algunas palabras del autor en distintos pasajes de la obra lo declaran muy explícitamente. «Cerner los recuerdos»: así pudiéramos enunciar el procedimiento puesto en uso para la composición de este y de otros libros suyos de memorias[6].

No se trata, desde luego, de una puntual y documentada biografía, pletórica de fechas, de nombres propios, de citas confirmatorias. En vez del compacto, monolítico bloque a que puede compararse un volumen así confeccionado, se nos ofrecerá un conjunto impresionista, desorganizado y caprichoso en apariencia, retazos sólo pero entrañablemente trabados, integrando superior y coherente unidad, revelando a media voz todo un paisaje vital extinguido. «No voy a contar mi vida de muchacho y mi adolescencia, punto por punto, tilde por tilde (…). Yo no quiero ser dogmático y hierático; y para lograr que caiga sobre el papel, y el lector la reciba, una sensación ondulante, flexible, ingenua de mi vida pasada, yo tomaré entre mis recuerdos algunas pocas notas vivaces e inconexas I…)» (capítulo II).

Monóvar y Yecla —más este último— son los lugares donde sucede la acción de Las confesiones…: el colegio de los padres escolapios y las casas familiares del protagonista —la paterna, la de algunos tíos— fueron antaño sus moradas. En sobrios y significativos trazos conocemos a las personas con las que más hubo de tratar; las hay gratas y menos gratas, pero nunca el autor tiene un instante siquiera de ensañamiento; tampoco los sucesos nefastos o los parajes que pudieron resultarle hostiles promueven su irritación. Es tan delicado el recuerdo porque quien evoca está deliciosamente sumido en el pretérito, poseído por una melancólica impregnación de tristeza: la que produce el paso irreparable del tiempo.

El colegio de los escolapios de Yecla, por ejemplo, no es morada grata al adolescente que trasponía sus umbrales con prevención. Personas y cosas de su recinto aumentarán ese disgusto inicial que no son suficientes a contrapesar otras cosas y personas de signo contrario: ni anatemas ni ensañamiento para las primeras y, en los casos positivos, cordial simpatía (como en el caso del P. Lasalde, capítulo XI). La técnica meramente presentativa —capítulos XVIII y XIX, vgr.— prohíbe francas consideraciones estimativas, pero el recuerdo adverso o favorable que el evocador tiene para lo evocado se percibe ya merced a una leve huella de ironía, a una seca constatación o a un suave gesto amical.

Encuentro en Las confesiones… hasta una media docena de cuadros o capítulos de acento noventayochista: son los números XIV -Yecla—, XV -La misteriosa Elo—, XXV -La sequía—, XXVIIMi tía Bárbara—, XXXLos despertadores— y XXXVIILos tres cofrecillos—. Este último es una construcción imaginativa que el autor dispone a base de elementos contenidos en los cinco anteriores mencionados y de otros elementos apuntados acá y allá en este libro o en pasajes de los dos libros suyos inmediatamente precedentes. Al XXVII lo anima muy concreto personaje: una vieja y aviejada pariente del rememorador: un conjunto de personas que sólo tiene sentido en cuanto conjunto peculiarísimo protagoniza el capítulo XXX. Los tres restantes se refieren a la tierra y al alma de Yecla, cifra y símbolo de los pueblos de España[7].

Circunstancias climatológicas y somáticas contribuyen a producir una realidad característica: el talante de Yecla, de sus hijos y moradores. Sol agostador, sequía, desolación de la tierra y de los hombres que la trabajan y que de ella viven: «El arroyo está cubierto de una espesa capa de polvo que se levanta por el aire ardiente y forma nubes abrasadoras (…) esos días de sequía asoladora, con las mieses y los herrenes que se agostan, con los frutales que se secan, con los árboles que abaten sus hojas encogidas, con los caminos polvorientos (…)» (capítulo XXV). A la memoria de quien está evocando acude inmediatamente el recuerdo de dos al parecer antagónicos movimientos del ánimo: esperanza y airada queja impotente. Entre las nubes de polvo que la sequía forma, «aparecen las capas negras de los clérigos, con rameados gualdos, las cotas negras de los monagos, una alta cruz de plata que irradia lumbre»; los campesinos vienen detrás: «dos largas ringlas de labriegos que caminan despacio y cantan, en coro fervoroso, una salmodia plañidera» (ídem). Actitud esperanzada, siquiera lejanamente, que la resignación, entre fatalista y religiosa, hace más viable. Pero hay momentos en que resignación y esperanza fallan y es entonces cuando sucede el movimiento que hemos calificado de antagónico: una sorda y concentrada ira estalla «las viejas enlutadas que suspiran y miran al cielo abriendo los brazos, con una sorda ira que envenena a los labriegos acurrucados en sus sillas de esparto, en los zaguanes semioscuros, y que estalla de cuando en cuando en golpes y gritos que hacen llorar a los niños» (ídem). ¿Serían así estas gentes, cabe preguntarse, si las condiciones climatológicas del suelo que habitan y de la tierra que cultivan no redundaran sobre ellos pesadamente?

Existe otro factor nada desdeñable a la hora de precisar causas y consecuencias al respecto que estamos tratando, el autor lo enuncia así en el capítulo XV: «Yo imagino que estos labriegos y estas viejas llevan en sus venas un átomo de sangre asiática». Las esculturas halladas en el Cerro de los Santos parecen confirmar la hipótesis: «eran orientales meditativos y soñadores» quienes las modelaron y quienes sirvieron de modelos: entre los yeclanos contemporáneos del pequeño filósofo, «las pobres yeclanas del presente», y las mujeres de aquellas esculturas, «con sus ojos de almendra, con su boca suplicante y llorosa, con sus mantillas, con los pequeños vasos en que ofrecen esencias y ungüentos al Señor», se adivina un sorprendente aire de familia.

Clima y herencia, atmósfera y sangre, configuran la mentalidad de seres como la tía Bárbara o los despertadores, cuyo rasgo más distintivo acaso sea su triste y hórrida religiosidad. La tía Bárbara «llevaba continuamente un rosario en la mano; iba a todas las misas y a todas las novenas (…); yo no recuerdo haberle oído decir nada, aparte de sus breves y dolorosas imprecaciones al cielo: “¡Ay, Señor!” (…)»; recorría las casas de los parientes, pasito a paso, enterándose de todas las calamidades, sentándose, muy arrebujada, en un cabo del sofá, suspirando con las manos juntas: “¡Ay, Señor!” (capítulo XXVII). La masa de los despertadores (capítulo XXX) posee talante idéntico al de la tía Bárbara; salen las vísperas de fiesta a la madrugada y desfilan por las calles de Yecla entonando una «melopea plañidera, monótona, suplicante», «obra de un músico que estaba un poco loco».

Cercana a esta existencia detenida y mortecina, contrastando con ella, alienta la vida del joven colegial que pide paso y rompe impetuosa con la disciplina externa que unos horarios y sus confeccionadores y vigilantes imponen —capítulo IX—, o con lo que unos secos libros preceptúan —capítulo XXIII—. Por ello los episodios donde la ley triunfaba implacable cercenando concretas aspiraciones —capítulo XX, La propiedad es sagrada e inviolable— resultan malos recuerdos, pero el nombre del ejecutor se olvida con el paso de los años, en tanto que seres como el padre Joaquín —que leía El Imparcial, que disecaba animales, que conversaba en clase con los alumnos— son nombrados y evocados con simpatía (capítulo XXII). La revelación de la sexualidad se encuentra en dos muy delicados capítulos: en el IV, el evocador es uno de los protagonistas; en el otro —el XXI—, es solamente amigo del héroe. La pecadora que vivía al lado del colegio es denominada una «mujercita» y parece que el diminutivo quitara maldad y fealdad a su dedicación, en tanto que lo ocurrido al compañero Cánovas otorga al episodio un aire divertido; la mujer del capítulo IV, una criada de la vecindad, no era pecadora profesional sino un ser extraordinario que «nos regalaba la alegría».

Junto a este par de capítulos han de colocarse los relativos a experiencias que tempranamente comenzaron a dejar huella en la idiosincrasia del interesado: algunas personas con las que se ha convivido larga o entrañablemente, algunas mudas contemplaciones de la Naturaleza. El paisaje de la vega de Yecla, visto a diario desde el salón de estudio del colegio, «ha sido como una especie de triaca a mis dolores infantiles» (capítulo X) en cuanto huida hacia la libertad desde la malhadada prisión pero, además, «ha influido gratamente en mi vida de artista porque ha puesto en mí el amor a la Naturaleza»; de igual modo, la extática contemplación de la luna por el telescopio del colegio una clara noche de primavera le conmueve hondamente: «Yo sentí que por vez primera entraba en mi alma una ráfaga de honda poesía y de anhelo inefable» (capítulo XIII). Amor y sentimiento de la Naturaleza, honda y suave melancolía, atracción por lo misterioso: he aquí las consecuencias que para el futuro personal y artístico de nuestro escritor se derivan de ese par de experiencias infantiles.

El trato con determinadas personas ha ejercido también influencia en el ánimo del evocador, así la lección de resignada melancolía que le ofrece el escolapio Lasalde, o la lección de tristeza de la tía Águeda, a quien el protagonista visitaba sólo de cuando en cuando y entonces un suspiro y unas palabras de la mujer «impregnaban mi alma de un dejo de tristeza» (capítulo XXXII).

La actitud de mero contemplador que asume Martínez Ruiz en Las confesiones… ante personas, cosas y sucesos es muestra de un peculiar talante que el paso y el peso del tiempo completarán y robustecerán o, si se prefiere, de una práctica, modesta o «pequeña» filosofía de la vida[8], lo que da sentido a una parte del título de este libro y condena como innecesarias las lucubraciones al respecto de algunos comentaristas de Azorín[9].

«Las confesiones…», una novela azoriniana.

Dicho queda cómo en la portada de la primera edición de este libro se declara explícitamente su condición genérica de «Novela», pero ¿resulta así en efecto este conjunto de muy sucintas y leves evocaciones?

Hay en el mismo un solo y neto protagonista que comparece real y físicamente, o como evocador de otras personas y de hechos ajenos, a lo largo de los capítulos o cuadros. Un concreto período de la vida de ese protagonista: infancia y adolescencia. Un tiempo que en la evocación se vive sucesivo: se asciende desde los días de la escuela primaria hasta que una fina y sensitiva muchacha (María Rosario, capítulo XLII y último) puede turbar el corazón del adolescente. No hay digresiones de la especie que sean interrumpiendo ese fluir sucesivo, su marcha desde un término inicial a otro final. Parece, pues, que andamos cerca de la novela, casi inmersos ya en un ámbito específicamente novelesco. Y sin embargo… La acción es escasa y la evocación la hace estática: además, la tendencia al cuadro, a la página culmina en Las confesiones… donde todo es cuadro y donde bastantes de ellos cuentan entre las más logradas y típicas páginas de su autor.

En todo momento la expresión resulta eficaz, como plegándose cariñosamente a un contenido entrañable: efectos de ternura, de suave tristeza, de leve misterio (capítulos como el XXXIX, Las ventanas, y el XLI, Las puertas) se dicen sobria y bellamente, con arte magistral; otro tanto sucede con la emoción honda pero nunca estridente, como soterrada y, no obstante, bien perceptible, que produce el irreparable paso del tiempo, tema clave desde ahora en la obra azoriniana. Precisamente el Tiempo, junto con las vidas opacas —a las que se refiere cordialmente el capítulo XXXVIII— y la misteriosidad sobrecogedora de capítulos como el XXXIX o el XLI, constituyen no sólo temas o motivaciones, sino también claves o fuerzas que matizarán en adelante y de modo peculiarísimo el arte de nuestro autor.

JOSÉ MARÍA MARTÍNEZ CACHERO.